sábado, 27 de diciembre de 2014

Una luz en el firmamento

Me decía un amigo, de los que ya se dicen viejos, que de donde sacaba él las musas para remover corazones sin tener que moverlos del asiento.

"Las musas, amigo -le animé-, son como en el verano el fresco viento; solo hay que aprovechar su vuelo para sentir su aliento".

Me insistía, como preocupado, por no saber cuál sería el propicio momento, ese en el que como hacen las hadas del cuento, varita en mano, declaman sobre él el anhelado sortilegio.

"No te preocupes -le insté- y abandona tu desconsuelo, que sin entender cómo esa lluvia que no llega te caerá del cielo".

Le agarré del hombro y señalé con el dedo enhiesto a cualquier rincón de un trozo del universo, pasó fugaz una estrella y me miró sonriendo.

Incluso allá en lo negro, donde la oscuridad domina el firmamento, hasta la luz más insignificante es capaz de dejarte sin resuello.

(Imagen personal de la playa de Camposoto, en San Fernando -Cádiz-)



viernes, 26 de diciembre de 2014

Versos desde el corazón: una feliz reflexión

Una reflexión para ayudar salida de una satisfacción personal

"... se hace camino al andar".



La vida misma en palabras del poeta, así es el destino. Un paso no es la meta, pero nos acerca a ella.

Intento, como puedo, lograr alcanzar aquello por lo que sueño sin desprenderme de la realidad, a veces dolorosa, otras indiferente, no pocas cruel, algunas como balsa de aceite, pero siempre sorprendente, aunque nos parezca que los días que se suceden son calcos unos de otros.

Hoy, desde la editorial "Diversidad Literaria", me comunican que, por segunda vez -tantas como he participado-, un escrito que remití ha sido seleccionado para ser incluido en la antología poética "Versos desde el corazón".



Es solo una losa más en el camino de baldosas amarillas que me he propuesto recorrer. Ser elegido entre mil ochocientas obras presentadas da, cuanto menos, el valor suficiente para seguir intentando llegar a Oz.

Pero nada de crecerme, porque nada he logrado. Si acaso degustar el buen sabor que deja la satisfacción de saber que, al menos, no divago ciego. 

Me quedo con una frase que dije al empezar: "Un paso no es la meta, pero nos acerca a ella". Soñar es gratis y, haciendo referencia a mi "Prohibido soñar" http://latardetranquila.blogspot.com/2014/12/prohibido-sonar.html , hago bueno lo escrito: "Prohibido soñar si no sabes disfrutar de tus sueños".

Así pues, disfruto mi sueño: sigo soñando, "golpe a golpe, verso a verso".


lunes, 22 de diciembre de 2014

Prohibido soñar




Prohibido soñar si hoy no te ha tocado algún premio importante en la Lotería.

Prohibido soñar si no puedes comprarte ese coche impresionante que has visto en el concesionario.

Prohibido soñar si no puedes permitirte ese maravilloso crucero.

Prohibido soñar si tus vacaciones de verano no son en aquél hotel tan especial en el que anhelabas alojarte.

Prohibido soñar si no puedes comprarte el último teléfono móvil que salió al mercado.

Prohibido soñar si la ilusión termina donde tus sueños se desilusionan.

Prohibido soñar si al hacerlo todo se queda en un quiero y no puedo.

Prohibido soñar si tus deseos son como libar un caramelo, que desaparece después de tanto succionar.

Prohibido soñar si no sabes disfrutar de tus sueños.




domingo, 21 de diciembre de 2014

Entre mil almas

La mañana animaba a disfrutarla. Un inmejorable domingo de invierno que rememoraba aquellos otros primaverales que tanta felicidad solían regalar sus soles.

Pasear por el parque animaba siempre su ánimo, de cuando en cuando, cabizbajo. Aquella alameda sin muros colindaba con el cementerio, y no era raro verlo transitar de recinto a recinto, como deseando encontrar en vida el sosiego que solo en la muerte se puede hallar. 





Ese día decidió visitar aquella ciudad de los silencios. Entrar a través de la portada centenaria con el Alfa y el
Omega como bienvenida causaba en él una profunda sensación de tranquilidad. Sentía como, si tras aquellas murallas de antiguo adobe, acabaran todos los problemas para él. Y, en cierto modo, así era.



Al pisar el grisáceo enlosado del camposanto, su respiración agitada por una extraña emoción se volvía pausada, como si la lúgubre calma del lugar lo aplacara. Quizás era verdad eso que alguna vez escuchó sobre que los muertos, en ese terreno de la podredumbre, absorben la vitalidad que solo la vida da. Quién sabe...

A sus pies una melodía que sonaba a fúnebre; sus pisadas, que se hacían eco entre las calles de nichos.

"Buen padre y esposo. 1903-1962" Leía en uno de los mármoles en tanto continuaba su procesionar. Recapacitaba, casi sin querelo, acerca de aquél hombre que ya llevaba medio siglo allí apostado. Se preguntaba quién sería, qué habría conseguido, qué sueños dejó sin poder alcanzar, qué fue para quienes le conocieron, cuántas penurias resistió.



Una batería de cuestiones que le llevaban a una realidad: la que se mostraba ante él. Daba igual si la persona que se ocultó entre aquellos ladrillos ya eternos era catedrático de Matemáticas o un simple trabajador sin más. A partir de ese punto solo era importante su memoria, el recuerdo que dejó, las risas que regaló, las lágrimas con las que bañó mejillas -da igual su porqué-. Era el ejemplo máximo que a él le bastaba para animarse tras las desazones de la existencia.



No estaba loco, no. Filosofaba con la muerte, porque la vida era demasiado práctica: "Tanto tienes, tanto vales. Tanto vales, tanto te admiran. Tanto te admiran, tanto te consideran. Tanto te consideran, tanto eres". Aunque la realidad no fuera tal y resultases ser un auténtico estúpido engreído sin corazón ni sentimientos por lo que no fuese tú o tu círculo más íntimo. 

En su vuelta por las avenidas, para muchos de la desesperanza, se detenía a contemplar las lápidas de los pequeños ángeles que, por su inexperiencia en este mundo, no les valía otro trato que ese: ser portadores del mismo espíritu de Dios por sus almas blancas.



Inhalaba el aire, a veces viciado, de ciertos callejones que parecían escondidos y obscuros y olían ciertamente a muerto. Un hedor rancio que no resultaba, a priori, desagradable, sino insólito; desconocido para no pocos que no sabrían definir lo que respiraban, suponiendo que eran las flores marchitas lo que reconocían.


Ese perfume agrio, que le era familiar, le indicaba que en aquél sitio escondido y sombrío se reunían aquellas ánimas que antes de serlo fueron malhechores de alguna u otra forma y, tras el tránsito de la muerte, continuaron sin encontrar el camino hacia la luz, persiguiendo sin duda las nieblas de lo incierto, quedándose vagando y perdidos en un mar sin faros.



El recorrido por el museo de los tributos a los que se fueron culminaba frente a la capilla y los panteones de ilustres personalidades, que procuraron mostrar el esplendor de sus actos en sus tumbas. Se encaminó hacia la salida y cierta melancolía se apoderó de él, así como una inconmensurable paz.

 Al reencontrarse con el día más allá de los entristecidos cipreses, contempló un parque infantil que se erigía como Meca de peregrinos niños, que se apoderaban de las atracciones que aguardaban como si fuese el mismo maná. Sonrió condescendiente, y acudió a su mente la imagen de un querubín serigrafiado en una alba losa encastrillada en el funesto hueco hecho de la pared.

"La vida es demasiado práctica -se insistió- y no concibe la felicidad sin la pena".

Se abrochó un poco más su abrigo, y con la mañana despidiéndose en una solana tarde que recién llegaba, suspiró, exhalando el último aliento de aquella quietud que dejaba atrás entre mil almas, y se resignó a seguir deambulando en el pragmatismo de lo vital.




Regreso de un desconocido

Andaba hacia donde me aguardaban, sin prisa, sin pausa, aparcando mi mirada, que no mis pasos, en aquellos rincones que me vieron crecer. 

Detenía mis oídos, que no mi camino, voces que se me antojaban familiares y me di cuenta cuánto las añoraba, sin cuento alguno de falsas nostalgias.

Retornaba a mí conocidas formas de expresión, casi olvidadas en el cementerio de la memoria, y asomaba a mi cara una sonrisa sin ser forzada; sincera y natural, como la de un niño.

Acudían ajadas estampas de otros tiempos, reflejadas en los rostros avejentados de aquellos con los que alguna vez compartí algo.

Comprobé que yo también había cambiado, ganado en pliegues sobre mi piel y en blancos en mi sien. Y comprendí que era un extraño entre la mayoría de la que una vez me rodeé. Entonces la sonrisa se tornó en una mueca de tristeza, de melancolía, de resignación.

Mientras intentaba pasar inadvertido entre quienes dudaban de si el desconocido que discurría entre ellos era tal, preferí seguir adelante con la mirada perdida, sin llegar a estarlo en realidad, camuflando el verdadero sentimiento que pretendía mandar en mi alma, casi deshojada: El de la emoción de querer ser reconocido y bienvenido, como el hijo pródigo que regresa al hogar.

Pero mis pies no hacían caso al corazón, sino a la cabeza y prosiguieron sus andares hacia el destino que tenían previsto. Pero era inevitable, casi ineludible, pasear mis ojos por aquellos pasajes de mi niñez, mi adolescencia, mi juventud y mi incipiente madurez, y como si de una traicionera trampa se tratara mi espíritu, que se hallaba revuelto, golpeó mis pupilas hacia unas losas en un albo muro que dibujaban una de las pasiones de mi vida, una de las primitivas motivaciones que me hicieron como soy y que, por la maldad de mis acciones, me recrimino cada día no haberla seguido con el mismo afán de entonces. En la piedra fría, un nombre: el mío. 

La triste mueca recobró su original fuer, y volvió a alumbrar mi cara una sonrisa disimulada que calmaba la desazón de mi ser.

Volví la vista atrás, como queriendo deshacer el mal trago del momento pasado deteniéndome, esta vez sí, asistiendo a mi memoria momentos de un ayer que no me sonaba tan lejano, aunque sin duda ya lo es. 

Encaminé de nuevo mi rumbo, y pensé satisfecho que en aquella nívea pared quedaría de alguna forma grabado el recuerdo de aquella vez que formé parte del lugar aquél.



sábado, 20 de diciembre de 2014

El soñador enjaulado

Soñaba con ser alguien, porque nadie ya era.

Esa era su premisa, su ilusión y en ello gastaba sus fuerzas cada día, en cada oportunidad brindada por el azar cuando se disponía, bolígrafo en mano, a trazar un mundo de historias y cuentos.


Idealista, pretendía lograr metas que solo veía alcanzadas por otros. Se convertía, por decisión propia, en prófugo de una cárcel de mediocridades que el destino había provisto para él, pero no preveyó éste que no se conformaría con una celda apática. Toda mazmorra tiene su ventana, su respiradero por donde el aire se cuela alegre antes de envilecerse de la podredumbre de lo ordinario. Y ese oxígeno le empujaba a querer más, a ansiar poder respirarlo sin cortapisas.


Para muchos un iluso, un mindundi con ínfulas. Un quijote rodeado de molinos inexistentes, gigantes realidades que superar. Un errante sin rumbo. Un intento de camaleón, camuflándose en cada rama, en cada roca, queriéndose confundir con una naturaleza que le era esquiva o traidora. Era la transitividad hecha ensayo en el hombre: el ser, estar y parecer. Las tres formas que dibujaban un esquema de los que los demás veían en él: "Un proyecto de..." sin suerte.



Habían quienes, sabedores del talento que escondía y que pocos reconocían, confiaban que su suerte cambiaría, pues por día afianzaba más sus destrezas, competía consigo por superar marcas fijadas por sí mismo. Pero el camino era tan extenso como tramposo, ofreciendo atajos inútiles o equivocados con lejanos cantos de sirenas perdidos entre sus horizontes.

Un ilusionado inventor que lo mismo creaba de la nada partituras de melodiosas palabras, que templaba vídrios para concebir espejos mágicos donde poder hacer que el mundo se mirase y se transformara en lo que él quisiera; o hacía una pócima tal que con una pizca de ajo, de cebolla, de azúcar y sal convertía las penas en alegrías, el odio en deseo, la ira en lágrimas y con éstas se confabulaba el deseo del hechizo de aquél brebaje: apoderarse de los sentimientos de quien deseara tomarlo. 


Iluso de nobles intenciones que anhelaba llegar a proclamar. Un espectador empedernido del triunfo ajeno que, como un niño, se reflejaban en sus ojos esperanzados. Unos ídolos a los imitar, a los que adorar, a los que plagiarles su halo de suntuosidad.

Era la Alicia que se encontraba con el conejo que iba aprisa al País de las Maravillas, sabiendo que si lo seguía encontraría un mundo lleno de aquello que la haría sentirse especial. Era Peter Pan deseando no crecer jamás dejando a un lado la realidad, siendo el niño que era capaz de volar; pero siempre habría un Capitán Garfio, una reina Roja que le apearían de sus fantasías, que le
arrebatarían sus alas...


Acostado en su cama, como cada noche, intentaba escapar de la mezquindad. Soñaba con ser alguien, porque nadie era ya.




miércoles, 17 de diciembre de 2014

La importancia de la tierra mía (Reflexión)



(Imagen La Voz de Cádiz)


He aquí una realidad que se va haciendo grande. Una oportunidad enorme para hacer, hiperredundando, algo grande en pos del futuro de San Fernando. Más allá de inciertos intentos comerciales. Más allá de indecisiones sobre lo que ha de hacerse para convertir a La Isla en referente de algo.

No podemos competir -porque así lo han logrado distintos ayuntamientos a lo largo de nuestra historia más reciente- con ciudades cercanas que tienen grandes alicientes a niveles culturales y de ocio -aunque esto ya lo sabemos todos-, pero nuestra tierra, literalmente, nos brinda un regalo, para muchos desconocido: nuestro legado (como ya dije, y reitero, en #LosmuertosdeLaIsla en mi blog latardetranquila.blogspot.com.es)

¿Sabrán, quienes correspondan, actuar en consecuencia?

http://www.lavozdigital.es/san-fernando/201412/17/tumbas-colocan-fernando-como-20141217092731-pr.html



martes, 16 de diciembre de 2014

La realidad de lo inespecífico (Reflexión sobre La Isla)

Lo dije en la última entrada en mi blog, "Los muertos de La Isla" ( #LosmuertosdeLaIsla ), lo reitero y apoyo las palabras de esta autoridad, en más de un sentido.

"Urge un plan estratégico de recuperación para esta maltrecha ciudad convertida en paripé. Un espantapájaros que no hace huír aves, sino inversores, turistas y hasta a sus propios hijos. La idea de no saber qué hacer con ella, por parte de casi todos los gobernantes que hemos tenido desde hace muchos años, recobra gran impulso a título personal." Esto es lo que yo decía, y corrobora mi pensamiento José Carlos Fernández.

"... la sospecha es temible. No me sirven, como isleño, las medias tintas a las que estamos acostumbrados por parte de Administraciones locales, regionales y estatales, sobre todo en lo que se refiere a inversiones." Continuaba así, y de nuevo se reafirma mi planteamiento.

No es cuestión de querer hacer algo, cosa que debe ser obligada para cada equipo de Gobierno, y oposición, que gestione nuestra ciudad, sino de ejecutar acciones.


sábado, 13 de diciembre de 2014

¡Los muertos de La Isla!

Así, y con énfasis. ¡Los muertos de La Isla! Y creo hacerme con el titular de otro artículo o anuncio que se presentaba así. En ese caso, mis disculpas.

No me voy a retractar en nominar así esta entrada, por más soez que suene. Porque solo es soez si se busca el agravio, y no es el caso.

De nuevo mi Isla, mi tierra, se haya en la cuerda floja de su futuro -siempre incierto- al descubrirse una necrópolis (y algo más parece ser) bajo el desaparecido Tiro Janer. Años dando bombazos y petardazos, perturbando la paz de quienes encontraron bajo aquél suelo el descanso eterno. Miedo da pensarlo.

Pero alejándome de elucubraciones fantasmales tipo Polstergeist, la película, queda la realidad palpable. Y , de corazón, me da más pavor esa que la de los espíritus (al menos de momento).

San Fernando está, de forma irremediable, unida a aquellos que pisaron estas benditas arenas hace ya tres milenios y, a tenor de lo ya hallado, mucho más atrás. Es el precio por haber sido un paraíso y un lugar estratégico hace siglos para quienes desembarcaron en nuestras costas, o se atrevieron a apostarse aquí salvando la escasez de terreno firme, llegando a convertirse en isleños hasta la muerte.

Todo muy bonito esto, cierto. Pero ahora llegan las consecuencias. ¿Qué hacemos con sus restos, con sus obras y su legado? Nuestro legado. 

Urge un plan estratégico de recuperación para esta maltrecha ciudad convertida en paripé. Un espantapájaros que no hace huír aves, sino inversores, turistas y hasta a sus propios hijos. La idea de no saber qué hacer con ella, por parte de casi todos los gobernantes que hemos tenido desde hace muchos años, recobra gran impulso a título personal. Si bien no soy un alelado, he dicho que la idea recobra gran impulso, reitero. 

Insisto en mi pregunta. ¿Qué hacer con ese legado que se encuentra bajo nuestros pies? 

Visto como se ha descuidado el visible (castillo de San Romualdo, Lazaga, Cementerio de los Ingleses, Penal de Cuatro Torres, el mismísimo palacio consistorial, diversas casas a lo largo de la calle Real, TorreAlta...) la sospecha es temible. No me sirven, como isleño, las medias tintas a las que estamos acostumbrados por parte de Administraciones locales, regionales y estatales, sobre todo en lo que se refiere a inversiones.

Ahora, a la lista de espera de estos pacientes, muchos realmente críticos, se unen los restos del extinto Polígono de Tiro. Las expectativas, más o menos realistas, previstas para actuar sobre estos terrenos se detienen. El centro de ocio, o lo que quieran que digan que vayan a hacer (otra idealización de un desconcertante mañana), se lleva un gran varapalo. ¿Sabrán sacarle partido a este hallazgo? ¿Ocultarán bajo las piedras, de nuevo, nuestra historia? ¿Será  nuestra memoria otra vez borrada en pos de defender una oferta turística y comercial indefinida?

Ay... ¡Los muertos de La Isla!


(Imagen de Andalucía Información de "Los enamorados", en San Fernando)

sábado, 6 de diciembre de 2014

La ciudad amortajada (a San Fernando)

De cuando en cuando regreso a mi tierra, junto a mi familia, para disfrutar de esa bocanada de aire de la patria chica que tanto llevo en mis recuerdos.

Intento siempre estar al tanto de lo que se cuece en sus mentideros, no alejarme de sus introítos, porque para mí es importante no desprenderme de lo que sucede en ese rinconcito que es el centro de su propio mundo. Me gusta saber que aún formo parte de él de alguna forma.


Vaya por delante que nunca he sido un derrotista de mi tierra. Siempre he abanderado la idea del trabajo en común de aquellos que nos sentimos en la obligación de cambiarle la cara a esa Isla entristecida y amorfa que hoy se nos presenta, como a modo de engendro de circo, que lo mismo vale para mofarse que para asustar.


Os expongo sin demora. Era domingo, treinta de noviembre. Siete de la tarde. Regreso junto a mis padres, mi esposa, mis hijos, mi hermana y una amiga de tomar un café en un local en el San Fernando Plaza. Me dirijo por Almirante Faustino Ruiz dirección Real. Desde hace años, cuando decidieron que las luces amarillas beneficiaba en nosequé al paseante isleño, las noches de La Isla  me recuerdan a esas escenas de la ciudad de Gotham, ¿la recuerda alguno? 

- ¡Sí hombre! ¡La de Batman! Que parece que vivan en Groenlandia, con más horas de luna que de sol.


Pues si esa es la imagen que tenía de cuando La Isla tenía vida -que la tuvo-, la que presenta hoy es de película polaca de esas que pretenden ser un entuerto filósofo-psicológico que no llega a comprender nadie. Y, grosso modo, eso es en lo que se ha transformado San Fernandoen un complejo espectáculo, con una trama más complicada aún y un desenlace incierto.


Departía con mi padre, mientras paseábamos por esa acera exacerbada en la que se ha difuminado lo que fue una vía bien delimitada, acerca de lo que queda por hacer en esta parcela de esteros que ha de helarme el corazón -que diría Machado-. Comentábamos cómo las cosas no se hacen todo lo bien que se debiera y qué grandes y graves atrasos provoca ello en el marchito y paupérrimo lanzamiento turístico y comercial de esta zona, tan necesitada de respirar inversiones nuevas.

Argumentábanos causas y me fijaba qué oscuridad sesgaba aquella inmensa planicie de losas grises, colocadas con tan poca gracia que hasta ellas mismas se levantaban para huir de aquél funesto intento de revitalizar la ciudad. La arteria principal de una población que roza las cien mil almas era un dibujo a carboncillo. Sombras y contornos. 


Bombillas que brillaban -qué ironía- por su ausencia en horribles farolas-catenarias que venían a pertrechar un crimen estético al que, al parecer, ningún interesado creador de tal obra le sugirieron que aquello fuese un atentado a la coherencia arquitectónica.


Pensaba cómo en otras ciudades colgaban adornos que anunciaban las fiestas que quedan por llegar, pero no aquí. Daba la horripilante impresión de estar caminando en una ciudad amortajada.Triste. Sin esperanzas.


El pueblo que más ahorra en energía eléctrica pública debe ser el mío, sin duda. 

Ya lo dije. No me va ir despotricando sobre aquello que me duele, porque eso es como ir soltando pestes sobre tu madre. Y como se quiere a una madre, así quiero yo a mi Isla. Por eso me apena comprobar que su apagón no es solo lumínico, ofreciendo una visión desalentadora, en un inconsolable desorden donde han hecho más daño los años de demora que otra cosa. Por las redes se difunden a decenas las fotografías que muestran, en detalle y desesperación, la agonía de un estado deplorable que ha infectado la sangre misma que da vida a aquello: los isleños.


Este sociedad que tanto discrepa e increpa hasta la saciedad, lo hace por derecho propio. Porque le lastima lo que ve y lo que aún no han podido atisbar. Hablan unos de elecciones, y de lo poquito que les queda a los ahora gobernantes, pero me preocuparía también por los que esperan ávidos las cabezas cortadas en las urnas para lanzarse buitreando a por el sillón consistorial. No solo es importante el cambio, sino qué aportan en beneficios, ideas y realidades esas alternativas.

A día de hoy me quedo con ese último paseo por mi San Fernando, envuelto en las penumbras obligadas por los ciegos que no ven, al parecer, la imperiosa falta que hace de darle color a pesar del tránsito de la noche. Y recordar que, en breve, están aquí los turrones y que, de momento, esa tradición no escrita de alegrar las calles con los mil colores de las bolas, papanoéles, Reyes, arbolitos y otras figuras que nos evocan que hay que salir a disfrutar también de nuestra tierra por Navidad, parece ser, no se va a cumplir.


(Imágenes tomadas de YO SOY CAÑAILLA, EL OJO CRÍTICO, DIARIO DE CÁDIZ, ISLA VIVA)

jueves, 4 de diciembre de 2014

Caridad se llama Ella (a la Hdad de la Caridad isleña)

Te miraba a lo lejos, de pequeño, bajando por Colón, entre humos de inciensos que semejaban una artesanal cortinilla, de  aquellas que cubrían las puertas de las  casas de tu barrio y sólo dejaban adivinar; con tu blanco jardín de clavel y la luz fría desde los guardabrisas de tu paso de plateado. La estampa del desconsuelo de una Madre que clamaba al cielo. ¿Quién decía que rogando? Dolorosa, rabiando, con el corazón encogido y de lágrimas rebosando.

Caridad fue Ella suplicando, desde el Cedrón hasta el calvario, para un hombre sentenciado a sufrir el tormento de los malvados. 

La pena se consumó. Entre los paños, el Hijo. Perfecto andrajo. Deshilachado a latigazos, agujereado entre espinos y clavos, roto por el odio de quienes lo alabaron entre palmas y ramos. 

Desde la brevedad de entendimiento que la edad me brindaba, me decía al verlo pasar: ”¡Ahí viene el Cristo de la Caridad!”. Y no dudaba en quedar contento con aquello que pensaba, que Caridad le decían a Ella y al Señor así se rezaba, siendo el vástago de María, vecina de Esperanza, esa que también vivía en la corrala franciscana.

Pasaron los años, y aquél tapiz blanco de la tarde del Martes Santo se transformó en alfombra encarnada, de la que brotaba una rosa de sangre bendita regada. Y con ellos pasaron los míos, que no faltaron a la cita de ver aquél sudario colgado de las maderas sagradas.  

María seguía con su vista alzada en una angustia eternizada; Su Hijo, aguardando su mortaja. Mientras, lo mecen entre los arrullos de sus Callejuelas, las de las Siete Revueltas, donde le lanzan saetas; de esas que cruzan el alma, las que la sangre hiela mientras nuestros ojos miran el paso de la suma tristeza.

Caridad se llama Ella, y al Señor así se le reza.

Pero fue el amor, el de una Madre con un puñal que el pecho le punzó, quien tras gritar de desesperación, sentada en el suelo aguantando la vida que de su vientre salió, la que con sus labios entreabiertos musitó: Salvación

Salvación para quienes cada día te entregamos. Salvación para quienes csda día te renegamos. Salvación para quienes cada día te defraudamos. Salvación para quienes cada día te enjuiciamos. Salvación para quienes cada día te culpamos.  Salvación para quienes cada día te matamos.

¡Salvación, Señor, Salvación!

Caridad se llama Ella. Salvación el fruto que parió.


                                     

sábado, 22 de noviembre de 2014

A flor de piel

Frugal. Ávido pero sin regodearse. Caliente, pero con el frío de la primera vez. Seco y, sin embargo, capaz de humedecer los labios no besados. Intencionados, a la par que contenía el candor de la incipiente juventud.

Era agua helada que recorría la piel por dentro y hacía que ésta se hiciera rugosa allá donde parecía terciopelo. Sabía a eso que sabe cuando algo no se sabe a qué sabe... ¡A pasión! 


¿Quién no ha probado ese manjar alguna vez y, en todas las que se hubiera probado ese maná, jamás nadie ha sido capaz de descifrar cuál es el regusto que nos deja? ¿Cítrico? ¿Un gustillo con cierta acidez, quizás? ¿Dulce? ¿Melaza misma? ¿Salado?  ¿Soso? ¿Agrio? La pasión es un regalo envuelto en un papel de mil olores, pero que rara vez podemos degustar sin confundirnos.

Así, esa sensación donde se tocaban los pliegues rosados que al unirse se entreabrían para formar un puente de mojada y carnosa estructura, se convertía en una experiencia de catas de lo inimaginable.


Allá donde las manos alcanzaban a posarse, pretendía llegar reptando la viperina sensualidad que se presentaba como el mismo demonio, disfrazado del ángel celeste que fué, ansiando que se mordiera la manzana de la tentación en la virginidad trémula de la carne joven.

Sibilinas las estrofas escritas a besos sobre el papel, aún sin arrugar, de aquellos cuerpos. Versos escritos en suaves tintadas de la saliva que no se podía tragar, mientras rellenaban de emociones cada renglón. Poema o prosa -lo bello o lo vulgar-, dependiendo de dónde se escribían tales parrafadas sin pluma que alzar, la poesía dejaba paso a lo material, a los impulsos, a lo impuro... 



¿Lo impuro? El fervor hacia lo humano, que es la más bella obra divina, no puede ser turbio si en esa devoción se reza cada palmo.

Solo dos cuerpos unidos, agarrados, formando con sus brazos la eterna madeja de lo infinito, como no queriendo deshacer ese bucle de lo humano y lo extraordinario mientras sus movimientos dejaban atrás, por momentos, lo pueril y se descubría el universo vedado de lo adulto, sobreescribían, él sobre ella, ella sobre él, una y mil veces, la misma historia en esa tinta sin color.

En la locura de aquella transición entre lo profano y lo cultual, donde lo mismo se usurpaba parte del templo sagrado -que eran sus cuerpos-, que se bendecía cada rincón que se ocupaba, quiso el joven probar una vez más si era cierto aquello que la pasión era un imposible de paladear. Y con un pintalabios rojo -como en aquellas películas que veía entusiasmado, donde ellas eran diosas con brillos encarnados en sus bocas-, del mismo color que el fuego que los quemaba, trazó dos líneas sobre las mullidas almohadillas que ella fruncía pidiendo, sin decir nada, que más tinta derramara.



Descubrió lo cierto de aquella duda de a qué saben los besos bañados de fragor tras abandonar su ingenuidad: A guerra para conquistar, a hacer suyo o a dejarse ganar. A esclavizarse y esclavizar. A ser rey, vasallo, bufón... A detenerse o avanzar; presto siempre para la batalla y con la bandera blanca para pactar.










jueves, 13 de noviembre de 2014

El mando del tiempo




¿A quién no le gustaría hacerse con el mando del tiempo? Un simple botón, y poder rebobinar la cinta de los años, retomándola en aquellas escenas llenas de felicidad, de satisfacciones, de momentos que quedaron grabados en nuestra mente y no pueden borrarse.

¿Cuántas veces no nos habremos arrepentido de aquello que no dijimos o que hablamos de más? ¿Cuántas no nos hemos refugiado en nuestras lágrimas ocultas al resto del mundo; o en nuestra particular cueva, retirados de todo y de todos, lamiéndonos heridas que saben a un amargo recuerdo?

Agachas la cabeza y de inmediato, como si fuese un acto reflejo, la levantas alzando más aún la mirada al cielo, como buscando la forma de pedir perdón. 

Pero duele. Duele el tiempo cuando pasa y te das cuenta de tantas ocasiones perdidas, equivocadas, abandonadas que has tenido ante ti. El tiempo, dicen, es el juez de la vida, ese que te condena o te libera según tus actos. 

El tiempo. Cruel, implacable, justo, sincero... Imposible de comprar.  Un boomerang que retorna con la misma fuerza que se lanzó. ¡Cuidado!

Quién tuviera en su mano ese mando, y poder dejar en un eterno "Pause" los momentos que brillaron tanto que alumbraron esas partes de nuestra personal historia. Repetir un millón de veces esos fotogramas que permanecen en la filmoteca de nuestra memoria. Reír a carcajadas, sonreír entre emocionadas lágrimas, llorar tan solo al reencontrarte con los que ya se marcharon. Revivir historias inventadas en el arrullo de la infancia, oír de nuevo las voces olvidadas de quienes una vez lo fueron todo para nosotros. 

Quién poseyera ese dominio. Pero únicamente contamos con el inconsistente control -y relativo- de nuestra capacidad para rememorar, tan viciado por las innumerables vivencias almacenadas que, a modo de piezas de un puzzle, se revuelven para ponernos difícil las cosas.

Un minuto, un momento, para tener ese control en mis manos y volver atrás en ese agujero del espacio que ya transcurrió. No pido más. Retomar abrazos que nunca se dieron, "te quieros" que se callaron porque mandó más el orgullo que el corazón, besos que quedaron presos en la cárcel encarnada de los labios por culpa de algún recelo, un miedo, una estupidez; volver a mirar aquellos ojos que gritaban que te echaban de menos, sentir aquellas manos que suplicaban una caricia, esbozar una mueca cómplice con quien compartías secretos. 

¿Acaso es mucho lo que quiero? Acaso...

Quizás no comprendemos que la vida es eso: tiempo. Que cada segundo que transcurra no volverá a suceder, que habrán otros pero no ese, y que esos que aún quedan podemos ganarlos o perderlos según los aprovechemos. 

¿Dónde vas entonces, orgulloso? ¿Dónde tú, egoísta? ¿Y tú, vanidoso? ¿Y ese quejumbroso?

Quizás sea más fácil decirlo, pero el tiempo también te da lo que es; regalándote, sin darte cuenta, aquello que mata tras de sí y que, por ciego, no ves que aún transcurre ante ti. Todos quisiéramos tener ese poder sobre el  tiempo para retornar, hacer o deshacer aquello que fue, pero eso escapa a nuestras posibilidades, y mientras suspiramos anhelando un imposible, la película sigue pasando y llegará un día donde deseemos volver a echar de menos este mismo momento.

martes, 11 de noviembre de 2014

Pero mientras...

Un país "pimpinilesco". Tirándose los trastos a la cabeza para terminar siendo aplaudidos por sus fans #Españaesasí 

Esto es como "el clásico". Un Barsa-Madrid, pero en política: PP-PSOE. Toma y daca... El PSOE elige campo... La izquierda. Al PP no le queda más remedio: la derecha.

Sacan los populares (que últimamente, viendo como juegan, más a tirar el balón fuera que a presionar e intentar llegar a portería, son más bien los "impopulares"). Se pasan la pelota, en la defensa María Dolores y Soraya, siempre atentas por si hay que sacar de apuros al portero (Mariano). 

El centro del campo y la delantera están más bien flojitas. No saben muy bien qué hacer cuando les llega el esférico -el problema-. Fijan su mirada en algún compañero pero o están marcados, o mal posicionados o tan solo piden (ruegan) que no les manden a ellos la bola. Así que ocurre lo que debe acaecer cuando hay indecisión: ¡Pérdida de la posesión!

Ahí siempre atenta la defensa. ¡¡Bien, Sori, bien!!

Al portero se le han subido los vapores mientras retiraba telarañas de las esquinas de la meta, que se supone que defiende, y se ha fijado cómo el contrario parecía que iba a la carga. Sonríe nervioso y aplaude a sus torres que han despejado el peligro ("¡Vaya fichajes buenos!" -piensa Mariano mientras mira al cielo).

El partido sigue. Nada destacable. Los contrarios se limitan a dar "pepinazos" a diestro y siniestro; el fin es no dejar que les hagan un gol. No juegan a nada. El capitán del equipo -un tal Pedro Nosequé-, no tiene nada clara la táctica que debe seguir, tan solo grita: "¡Vamos, vamos!". Pero es que ni uno de los jugadores de su equipo -los socialistas- saben qué hacer. Despejan lo que llega como pueden, y se dan palmaditas en las espaldas animándose porque "han hecho lo único que podían".

El encuentro es tosco, aburrido, predecible. El público es un poema. Unos gritan desaforados, acordándose de la santa madre de todos los que campean sobre el terreno, bastante degradado, del estadio (el "Reino de España"). Están iracundos. Desean que los de rojo hagan ya algo. Desesperan ante tanta nadería. Al tradicional y cansino cántico de "¡Adelante compañeros/as!", se une un efusivo "¡Podemos!". Pero los jugadores se ponen más tensos aún, esa afición parece dura y, a sabiendas de lo parco de sus aptitudes y actitudes para conseguir algún punto en el partido, como para contentar, se dedican más a dar palos de ciego (entradas, patadas, empujones, enfrentamientos verbales...) con los adversarios, que intentar rehacer el maltrecho combinado para conseguir algún fruto.

En las gradas, el apoyo al equipo azul es cosas de escasos incondicionales, mientras el resto -seguidores de toda la vida- desencantado de tan pobre juego de aquellos que tenían la vitola de favoritos, se limita a contemplar el descafeinado envite. 

Y así sigue la apática competición. Deseando todos que el árbitro -el tiempo- dé el pitido final y haga que todos regresen a los vestuarios a pensar sobre lo pobre de su juego, lo escatológico de sus decisiones, lo inestable de sus planteamientos, lo equivocado que estaban creyendo que la hinchada sería fiel por el simple hecho de tener carné, o tenerle muchas ganas a los contrarios.

En los banquillos quedan reservas de cierta calidad, parece ser. Nuevas ideas. Ganas de demostrar que merecen estar entre los titulares, dando de sí lo que entienden beneficia a quienes han puesto la confianza en sus grupos. Poco tienen que ver con estos matracas que cobran por tener en vilo y cabreados al personal. Ya veremos...

En no mucho podremos ejercer de "Mister", y decidir a quién le damos el finiquito, a quien renovamos el contrato y qué nuevos fichajes queremos. Lo único que deseo es que no nos dejemos influenciar por lo que dicen que harán, sino por lo que a día de hoy han ido demostrando. 

Pero mientras...

domingo, 9 de noviembre de 2014

El lector ciego






Leía. Pasaba con fruición las páginas del libro, devorándolas como si fuesen el más exquisito manjar que jamás hubiese probado. Disfrutaba con sus dedos del tacto rugoso de cada hoja. El sonido seco al pasarlas deleitaba sus oídos. Era una composición de la que gozaba en la calma de su sillón, mientras en una mesilla cercana se disponía en una taza un humeante y negro reconstituyente mañanero, despintado con una breve hilada de leche.


Aquella lectura le apasionaba. Cada palabra era absorbida con el mismo placer que el líquido adorado que yacía en la porcelana sobre la escueta mesa. Sus ojos seguían el mandato de las líneas, su mente obedecía sin titubeos cada punto, cada coma, cada signo de exclamación o interrogación, conformando un edificio de ideas: letras que se hacen ladrillos.

En su cabeza las ideas eran colocadas según las conveniencias del lector. El golpear de un reloj, que recordaba cómo pasa el tiempo, acompañaba a la intensidad de ese delicioso instante donde obra y lector eran uno. El momento se dibujaba como una de esas escenas idílicas capaz de fundir la paz en cada rincón de la estancia.


"Ya está" -resolvió. Se levantó del asiento y se desperezó arqueándose hacia atrás, levantando ambos brazos. El ejemplar, que aún aguantaba con una mano, lo dejó sobre el mismo sillón. Cogió el mando de la televisión y la encendió. En el sosiego de aquella casa entraron estentóreas voces que discrepaban y vociferaban, más que argumentaban, sobre algún tema político. Pretendían convencer acerca de lo conveniente de las encontradas posturas; de lo buenos que eran unos y lo horribles que podían llegar a ser quienes rebatían las propuestas.

Vidriosas, las verdes pupilas que asomaban tras el cristalino enfocaban con interés aquella pelea de la furiosa jauría, que se despedazaban entre frases que sangraban, buscando matar más que herir. 

La quietud del ahora televidente se tambaleaba en pos de un desasosiego inducido por aquella estampa grotesca de sordos gritándose entre sí. En su interior, el debate; se encontró consigo mismo, con ese otro ser manejado por las estridentes consignas ondeadas desde ese estrado hipnotizante de treinta y dos pulgadas. La indignación crecía en él mientras los disertadores buitreaban sobre un cadáver en forma de país. Hartazgo. Enfado. Ira. Rencor... 

Sorbió con premura el café y se quedó sentado de nuevo en su poltrona, asiendo el libro y apartándolo, sin darle la menor importancia de dónde lo dejaba en tanto miraba absorto aquél gallinero enclaustrado tras una pantalla.

Abierto por la página ciento veintidós de forma casual, aquella edición en tapa dura seguía contando su historia en silencio: 

"... Triste de ti" -conminó el inspector, atrapando la atención del chico. 

Ese es el mayor pecado de la sociedad de hoy, aprendiendo de los que adolecen de coherencia y basan sus razones en gritar lo que se quiere oír -Sentenció.

El joven hizo un gesto indolente y se marchó dando un portazo".


viernes, 7 de noviembre de 2014

Sin tiempo



Salía el hombre corriendo buscando deseando bullendo en el fragor de la desesperación esperando no perder más tiempo que el necesario sin mirar atrás sin dejarse intimidar por la duda o por el miedo quizás ¿Qué misterio le conducía a esa sinrazón? Sin prestar atención al sinsentido se dejaba conducir por la emoción por el ritmo acelerado de la sangre que por sus venas iba sin temor bombeando y haciendo saltar la piel que las cubría ¿Por qué esa extraña sensación de no tener ocasión para nada? ¿Por qué la impresión de esa falta? La necesidad apremiaba sin mirar la hora sin verse en la obligación de observar el reloj sabía que todo segundo era pasado y urgía anticiparse al siguiente para ir más rápido que el mismo universo ¡Rápido! Exagerando aún más su carrera se debatía entre la desesperación y la ilusión como si de un niño el día de su cumpleaños se tratase saliendo veloz del colegio en dirección a su casa con los ojos llenos de emoción esperando encontrar los regalos ¿Quizás era algo infantil? No Tan solo un soñador que pretendía alcanzar la estrella más radiante la luna quizás como señal de su quimera ¡Qué hermoso es tener una ambición! ¡Qué satisfacción pretender conseguirla! ¡Qué orgullo hacerla tuya! El desenfreno le hacía chocar desvariando su rumbo haciéndole sufrir por la pérdida del elemento temporal sabiendo que cada desvío suponía sucumbir en la batalla por ganarle tiempo al tiempo ¡Esa lucha cruel! ¡Esa guerra que no se gana sino que en algún instante solo no la perdemos! ¡Esa contienda arriesgada hasta el fin de nuestra existencia! No hay un solo ser humano una sola vida en este planeta que no haya sido vencida por ese temible guerrero ¿Guerrero? ¿Acaso lo ignoraba? Un implacable luchador que no cesa en su empeño de combatir de forma perenne contra quien ose incitarle ¿Quién será capaz de rebatir su poder su fuerza su indiscreto ego? Siempre etéreo siempre eterno siempre constante ¿Qué ser hay que no tema retarle? En el ardor de la pelea contra el enemigo omnipresente el invisible rival planeó la estrategia que le haría ganar ¡La iniquidad en su versión más sutil! Y así pareció detenerse en tanto su apremiado competidor apreció que así ocurría y ante tal suceso creyendo haber superado al mismísimo dueño de los momentos frenó su avanzada zancada notando como su corazón respiraba de la aliviada desazón Y el tiempo dejó que se confiara en su relajo mas el sosegado corredor sabía que aquello era una eventualidad un extraño regalo de su enemigo o quizás una breve victoria inesperada pero recordó que los instantes no paran tan solo discurren en silencio y empezó a tomarle el pulso de nuevo a aquella carrera imposible sin embargo ya todo había pasado ¡Le había ganado una vez más la partida! Y se dió cuenta el hombre que da igual lo raudo que vaya las prisas que tenga lo veloz que pretenda que pasen los minutos Podrá contarse los años los días las horas cada nanosegundo que pasemos pero por más que lo intentemos nunca se puede vencer aquello que se nos escapa en cada suspiro en cada mirada en cada pensamiento en cada palabra porque a veces queremos ir tan rápidos que se nos olvida detenernos Y punto

lunes, 3 de noviembre de 2014

El deseo





Seguro que no os habéis dado cuenta, ¿o sí?

¿Recordáis cuando de niños pedíamos algo con mucha fuerza? ¡Un deseo! Y, en algún momento, ese anhelado premio llegaba. O conseguíamos algo similar que, a fin de cuentas, hacía efectiva esa petición hecha con tanto ímpetu. 

Unos lo llaman fe, otros magia, muchos casualidad. Yo lo llamo inocencia.

Inocencia es un término que apela a la ingenuidad, a lo puro. Y así es. Pero también es una carta de libertad. Nos libera de cadenas que se nos van imponiendo conforme vamos ganando en años y dejamos esa virtud en exclusividad para los más pequeños. Por tanto, una vez la inocencia la perdemos de vista nos queda el yugo.

"Mamá, quiero ese coche teledirigido. ¿Me lo compras?" -la respuesta de la madre no se hizo esperar. "No lo sé. No está la economía para gastos así".

La cara del niño se sombreó. La luz de la sonrisa que iluminaba su cara se eclipsó ante la contestación. No era inesperada, pero cabía en él ese halo de esperanza de una afirmación por sorpresa.

El pequeño, apesadumbrado, soltó la mano de su progenitora y se echó sobre el cristal del escaparate de la juguetería, sus ojos parecían un gran espejo donde se reflejaba aquél pequeño y adorado vehículo rojo con unas líneas doradas que parecían acariciar su figura deportiva.

De regreso a su casa el niño iba pensando en aquél inalcanzable sueño. ¿Cómo conseguir aquello que se estima imposible? 

De repente, como si alguien le hubiese dado la idea, se acordó de su abuela paterna. Ella siempre decía que cualquier cosa que se quisiera sólo había que pedírselo a Dios, aunque se tuviera por perdido.

En su familia la religiosidad era relativa Sin embargo, su padre acudía cada tarde a una parroquia cercana a su hogar. Otras veces fue con él. No se quedaba a la celebración de la misa, tan sólo se sentaba en uno de los bancos y callaba. Así durante un rato. A pesar de todo, tampoco sabía muy bien qué tenía que hacer ni decir.

Ese día, tras merendar, cuando vió que su padre iba a cumplir con su ritual diario le pidió que lo llevase. Con aire satisfecho le puso un abrigo, pues refrescaba, y se decidieron a salir. El hombre sonreía bajo su llamativo mostachón ante lo inusual de aquella circunstancia. 

Durante el trayecto, mientras conversaban de cosas frugales, el pequeño le preguntó: "¿Papá? Vas a la iglesia para pedirle cosas a Dios?" La mirada del padre demostraba sorpresa ante la pregunta. Con gesto condescendiente se dispuso a responder.

"Así es. Voy a pedirle cosas. Aunque, a veces, parece que no me escucha. Es normal... Somos muchas personas las que lo necesitamos y... Bueno... Tarda más de lo que desearíamos en responder" -el niño quedó dubitativo. La respuesta le desconsoló, pero no le hizo cambiar de idea. 

Entraron en el sagrado recinto que rezumaba un olor tal que calmaría a cualquier espíritu en desasosiego.

Se encaminaron hacia una de las naves laterales y buscaron un asiento. Ambos se miraron; el joven imitó, uno a uno, los gestos de su padre. Tras unos minutos en silencio salieron del templo y pasearon con tranquilidad hasta su casa. Durante el camino, el padre conminó al hijo a que le comentara porqué había querido acudir con él a rezar. 

"Quería decirle a Dios que quiero que me regaléis un coche que vi en una tienda" -una mirada de nostalgia inundó el rostro del oyente.

A los pocos días, el padre entró por las puertas de su casa con una caja envuelta en papel de regalo. El pequeño salió de su habitación con toda la rapidez que sus pequeñas piernas le permitían al oir vocear su nombre. En la entrada, las sonrisas eran la única conversación posible. Unas amorosas lágrimas se derramaban de los ojos emocionados del hombre, que era agarrado de la cintura por su mujer.

El niño se encaminó de nuevo a su dormitorio, pero se detuvo: "Papá. ¿Conseguiste que Dios te oyera?" -una afirmación con la cabeza fue la respuesta.

El jovencito le hizo una simpática mueca y volvió a retomar su destino. Mientras se alejaba, la mujer le instó a que le contara qué iba a rogar tanto a la iglesia. El marido la miró y le dijo: "Verlo. Que me demostrase que es real, que no es un invento; y hace unos días se me apareció, junto a nuestro hijo".

Inocencia. Solo la pureza de nuestras intenciones. 

Perdemos la certeza de lo que deseamos. Manipulamos inconscientes nuestra íntima fe, aquella que siendo niños reservábamos inmaculada, porque no se trataba de creer en dogmas, sino sólo practicar con confianza lo que en nuestras mentes infantiles -limpias- era posible obtener sólo deseándolo con ganas. 

Crecimos y nos hicimos mentecatos, obtusos, normatizados, aleccionados...  En el camino dejamos al niño, y las esperanzas empezaron a depender de otras prioridades. La fe ciega, la magia... Eso que en alguna ocasión hallamos pero no valoramos, pasa a formar parte de algo que ya no somos, vencidos por la certeza incierta de que sólo existe lo que palpamos.

Puede ser... Quizás no sea falso que todo ocurre por casualidad, hasta que algo nos toca el alma -eso que no sabemos qué es y lo convertimos en mera retórica-, y nos reencontramos con ese niño que se quedó atrás y se crea la disyuntiva: ¿Soy ese niño o no? 

La diferencia entre la magia, la fe, como queramos llamarlo, de cuando éramos crédulos imberbes a hoy es que, entonces, creíamos de corazón, sin plantearte la banalidad de las cosas. Hoy, nos planteamos si creer en algo o, simplemente, ya ni eso.

Inocencia es la virtud de creer en aquello que parece imposible.

domingo, 2 de noviembre de 2014

Vida en palabras




Baila, canta, llora, salta, ríe, sueña, ama.

Tristeza, calma, llanto, esperanza, vida, lágrima, sonrisa, ilusión, miedo, nostalgia, fuerza, ánimo, luz, salida, odio, paz, envidia, relax, mirar, alumbrar, satisfacción, deseo, empatía, celo, lujuria, cambio, antiguo, ambiguo, exiguo, poder, lucha, desafío, decisión, camino, futuro, parada.

Rellena, continúa, cabalga, vuela, viaja, detente, recapacita, aprende, otea, señala, sigue, camina, sonríe, disfruta, recuerda, imprime, exprime, subsiste, alimenta, anhela, trabaja, consigue, intenta, desespera, permite, rodea, recto, derecha, izquierda, pierde, gana, doble, nada, todo, sienta, levanta, surje, aprovecha, desecha, avanza, descansa, mira, eleva, baja, rio, mar, ola, profundidad, cielo, infierno, inmensidad, oscuridad, luz, duda, acierta, equivoca, sufre, goza, rodea, deprisa, lento, enfada, alegra, familia, soledad, anuncia, calla, cae, levanta, duele, tapa, revive, carcajada, lamento, honor, deshonra, agacha, brinca, quiere, vive...

Aquí solo palabras que encarnan lo insuficientes que son para describir un único aliento, la experiencia vital.

El camino es imposible de conocer, salvo que ya lo hayas recorrido antes, y aún así siempre habrán piedras que no hayas visto, atajos que pasaron de largo, desvíos que no quisiste elegir, paradas que no deseaste hacer. La vida es camino, causas y efectos, defectos perfectos, bellezas imperfectas.

Es el texto inacabado, el relato imposible, el escrito que repite y se renueva porque es la propia existencia. No busques el sentido, no esperes encontrar la coherencia, el final feliz o incierto, porque no hay mayor historia que una vida, ni mejor cuento que vivirla. 

Al final, cuando acabe una y no sepamos como sigue, por estar ello reservado para su autor, surgirá otra y todo volverá a reciclarse, a comenzar de nuevo.

En silencio

La escarcha de la fría noche ocultaba las letras tras el cristal de aquella ventana donde no entraba la luz.

El ambiente era enrarecido por lo inusual. Los olores, que el resto del año eran tenues, se notaban mucho más. Fragancias a flores recién sacadas del agua de serones, que chorreaban aún de su último exilio.

Las calles de aquella ciudad en blancos, negros y grises, se contagiaban del color vivo y perfumado que los visitantes trajeron y colocaron, a modo de presente, en las puertas de los moradores de aquél lugar que se presentaba triste. En sus esquinas, reencuentros, abrazos, apretones de manos, besos... Miradas que se alegraban de encontrar respuestas ante tanta mudez; transeúntes que dejaban de buscar números, nombres, letreros, para detenerse en afable y corto saludo -quizás una añorada conversación- allá donde daban vueltas, enmudecidos por el recuerdo.

En la distancia se oían campanas, que por su sonido se adivinaban pequeñas, anunciando el momento de marchar.

Como si alguien hubiera puesto fin a la visita sin mediar palabra, todos los que caminaban embebidos en pensamientos, deambulando mirando aquellas diminutas portadas; los que disfrutaban de una sosegada charla con quienes la casualidad del instante pusieron en su camino; aquellos que se encontraban despidiéndose con la melancolía por adiós, retomaron sus pasos sin prisas hacia los callejones adyacentes, buscando salir de la tácita ciudadela.


Tañían, que no repicaban. Sonaban a respeto, que no celebraban. Marcaban el momento aquellos entristecidos bronces de retomar la paz de los momentos, el sosiego que restaban aquellos pasos que sonaban a luto. Clamaban, en golpes casi sin eco, el descanso que el latir de los corazones que allí se reunieron no permitían; tambores acelerados por los sentimientos.

Campanas que tocaban los muertos, anhelando de nuevo los silencios de sus días eternos. 

Los caminos, ya casi vacíos, se vestían de hojas secas; tonos yertos que se revolvían entre sí, llevados sin rumbo cierto por el único visitante que aparecía sin importarle los horarios: el viento. Gélido, sin afecto, sin prisas. Como aquellos huesos guardados tras las escuetas  portezuelas, las minúsculas balconadas, las grandes mansiones de mármoles donde la vida se resiente más que se siente. 


En aquél lugar, donde los vivos creen que moran los muertos, y los muertos saben que será el postrer hogar de aquellos vivos, la quietud se apoderaba de cada rincón. Tintineaban, como nerviosos, los vasos metalizados repletos de la vitalidad de los sentidos que los habitantes del lugar ya no podían disfrutar. Ramos de melancolías como resignados saludos que, en esta vida, ya no se volverán a dar. Paredes pintadas de blanco refulgente que los propietarios de aquellas casas para siempre no se enorgulleceran de presenciar. La vitalidad de lo inerte.

El camposanto quedaba desierto en la tarde del dos de noviembre. La calma profunda, el sol rendido por las horas, el castañeteo de alguna escalera de mano mal colocada dando con la pared, el trinar nervioso de los pájaros sobrevolando el marmóreo dormitorio de los sueños perpétuos, las voces lejanas de los rezagados... Todo quedaba en recuerdos aquél Día de la Memoria.

Un chirrido que sonaba a despedida se hizo presente en el turbador silencio. La enorme puerta negra de herrajería que daba acceso al lúgubre lugar, se entornaba. Un terrible sonido, que se asemejaba como si algo enorme cayese a plomo, terminó por ofrecer al interior del recinto la imagen desolada de lo que allí se guardaba entre maderas, cemento y pulidas piedras. 

Los arrullos del aire entre las ramas de los cipreses, que sombreaban las calles que colindaban; el maullido inconsolable de algún gato y la luz perdiéndose entre las tristes murallas, eran la escena misma de una de las tétricas leyendas de Bécquer.

Pasó el Día de los difuntos. Los renovados aromas, las impecables parcelas de la muerte, se cubren con el velo de la noche que va cegando la luz de esa jornada. Y mientras la última alma que respiraba cerraba la quejumbrosa verja metálica de la inhóspita y mortecina alameda, ante la oscura visión pensaba qué cruel y retorcida es la vida, que en ese mismo instante le mostraba cómo sería ese último segundo donde, tras cerrar los ojos, todo quedaría en sepulcral silencio. 

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lunes, 27 de octubre de 2014

Hojas




Miraba, sin ocuparme mucho en el entorno, hacia el suelo que el otoño había empezado a alfombrar de apergaminada hojarasca, tiñendo de marrones el gris acerado y el verde césped de los parques.

La mañana, fresca, era tranquila y transcurría pausada con un agradable olor a plantas regadas por el rocío de una madrugada húmeda. Disfrutaba de ella en tanto deambulaba en busca del beso reconfortante de un café vespertino.

Pisaba con gusto aquél tapiz que la naturaleza dejó a mis pies, mientras a mi alrededor seguían lloviendo hojas sin cesar, creando una reconfortante visión que rememoraban años ya perdidos en los calendarios. Caían al suelo avejentadas, rotas, por haber luchado más de la cuenta. 

En ese campo de batalla se contaban por cientos los muertos que, otrora, resistieron con entereza las embestidas de las tropas meteorológicas. El viento, como queriendo comprobar si había hecho bien su trabajo, removía la maltrecha fronda perecida y dispersaba su victoria entre las callejuelas adyacentes.

Al elevar la mirada, las ramas de la arboleda se veían huérfanas, tristes incluso. Madres sin hijos que añoraban sus caricias, que se sentían vacías, que no daban la sombra protectora que con ellos servían. El desolado cuadro era digno de ser enmarcado entre maderas nobles talladas, vestidas con pan de oro y ser expuesta en el mejor museo del mundo.

Era la imagen de una realidad invisible. No se ocultaba, pero era silenciosa su historia. El crepitar del follaje vencido que caía sobre el lecho mortecino desparramado en el suelo, llamaba a conciliar los pensamientos. Mis pasos, lentos y solemnes, quebrando aún más los imposibles huesos de aquellos restos, se alienaban con la apaciguada mañana que conmovía al alma.

En aquél camino vacío, donde la paradoja se hacía presente ante lo vivo y lo yerto, se concitaban en mi mente ideas que dirimían entre lo filosófico y lo espiritual. El fragante aroma de aquél cementerio insospechado, inexistente para muchos a los que las prisas cegaban en lo físico y en lo emocional, hacía elevar mi consciencia hacia un grado desconocido sobre aquello que discurre a nuestro alrededor y apenas observamos; esa vida paralela que no somos capaces siquiera de adivinar, que pasa junto a nosotros muda pero gritando sus gestos en olores y colores.

En mitad de aquella travesía bucólica, acompañado del trinar incansable de gorriones y las últimas golondrinas que aún quedaban, entre lo expirado y el instinto innato de respirar el oxígeno que llenaba todo de vida, encontré mi destino; un pequeño y reconfortante rincón del cuál salía un hipnotizante aroma a grano de café tostado. 

Al entrar observé la estampa quieta de los clientes, sentados, leyendo unos la prensa, otros conversando y el resto solo disfrutando del sosiego ante el deseado manjar líquido. Miré atrás y un breve golpe de aire, algo más gélido de lo que había soportado en todo el trayecto, pareció empujarme al interior del local. 

Pedí un café cortado a un hombre enjuto, entrado en años y con cara de bonachón, que me atendió con una cansada sonrisa, y me dispuse a sentarme en una mesa junto al único ventanal que allí había. 

Apostado en mi asiento, acompañado tan sólo por la indiferencia de cuantos allí habían, mi mente divagó de forma impredecible por un instante, y mi corazón se entristeció tan rápido como aquél pensamiento surgió. Dirigí la mirada desde la amplia cristalera hacia el atento camarero, y examiné sin mucha urgencia aquella estancia.

 "Todos somos hojas" -filosofé. Nuestra existencia pasa inadvertida para la mayoría, aunque nos sintamos especiales en nuestro entorno, ante quienes nos aman. Por mucho que seamos capaces de iluminar, de dar sentido, de hacer vibrar a quienes nos rodean. 

Al sorber el primer trago de aquél néctar negro tintado de leche, suspiré y sonreí con cierta dosis de resignación. Puede que sea triste, quizás a alguien le cause temor, pero es la vida que pide paso para seguir adelante dejando atrás aquello que ya cumplió su misión. 

A fin de cuentas, como dije, también somos hojas, y pasaremos.

domingo, 26 de octubre de 2014

Tiempo regalado (Reflexión en la noche del solsticio de invierno)





El solsticio de invierno llamó a la puerta para recordarnos que el tiempo pasa sin pedir permiso a nadie. En las mentes de todos, aquellas imágenes evocadoras de un insuficiente verano que, a pesar de su cercanía temporal, ya quedaba como parte de un pasado que se iba alejando a pasos agigantados.

La noche se extendió una sola hora más, pero parecía que se alargara como si no tuviese fin. Acaso una cuestión psicológica. Sesenta minutos no podían convertirse en una eternidad, tan sólo eran eso: 3600 segundos. 

Las manillas del reloj pasaban pausadas, sin apresurar demasiado su monótona cadencia; como si haber regresado a la misma posición de hacía cincuenta y nueve minutos no le supusiera un lastre en el camino cuesta arriba en aquella negrura, donde el otoño se hacía adulto.

Una hora más... 

Quizás el tiempo quería proponer algo. Puede que intentara variar lo cotidiano. Incluso darte una lección, o que recuperaras aquello que debías haber realizado regalándote pasos de más -aunque ya estuviesen previstos-, pero casi seguro que no pensabas que fueran destinados a ti. 

A pesar de no querer entenderse, en la paz y soledad que sólo puede ofrecer el cielo enlutado, la historia se reiteraba de nuevo. A las tres de la madrugada, el mundo se revolvió entre las sábanas del sosiego, y el pasado regresó por un momento, queriendo dar la opción de retomar -tras doce movimientos bajo el cristal de la esfera del reloj- cualquier cosa que atrás hubiera quedado, ya sea pendiente o fraguándose en la imaginación.

Sin embargo, ¡ay! Que el tiempo sabe de destinos, de pasados y del momento vívido, pero no conoce al ser humano; que en el instante que quiso otorgar de nuevo la ocasión -para redimir o castigar a modo de repetición- casi todos dormían, sin caer en esa tentación de recuperar lo que el tiempo quiso regalar.