sábado, 22 de noviembre de 2014

A flor de piel

Frugal. Ávido pero sin regodearse. Caliente, pero con el frío de la primera vez. Seco y, sin embargo, capaz de humedecer los labios no besados. Intencionados, a la par que contenía el candor de la incipiente juventud.

Era agua helada que recorría la piel por dentro y hacía que ésta se hiciera rugosa allá donde parecía terciopelo. Sabía a eso que sabe cuando algo no se sabe a qué sabe... ¡A pasión! 


¿Quién no ha probado ese manjar alguna vez y, en todas las que se hubiera probado ese maná, jamás nadie ha sido capaz de descifrar cuál es el regusto que nos deja? ¿Cítrico? ¿Un gustillo con cierta acidez, quizás? ¿Dulce? ¿Melaza misma? ¿Salado?  ¿Soso? ¿Agrio? La pasión es un regalo envuelto en un papel de mil olores, pero que rara vez podemos degustar sin confundirnos.

Así, esa sensación donde se tocaban los pliegues rosados que al unirse se entreabrían para formar un puente de mojada y carnosa estructura, se convertía en una experiencia de catas de lo inimaginable.


Allá donde las manos alcanzaban a posarse, pretendía llegar reptando la viperina sensualidad que se presentaba como el mismo demonio, disfrazado del ángel celeste que fué, ansiando que se mordiera la manzana de la tentación en la virginidad trémula de la carne joven.

Sibilinas las estrofas escritas a besos sobre el papel, aún sin arrugar, de aquellos cuerpos. Versos escritos en suaves tintadas de la saliva que no se podía tragar, mientras rellenaban de emociones cada renglón. Poema o prosa -lo bello o lo vulgar-, dependiendo de dónde se escribían tales parrafadas sin pluma que alzar, la poesía dejaba paso a lo material, a los impulsos, a lo impuro... 



¿Lo impuro? El fervor hacia lo humano, que es la más bella obra divina, no puede ser turbio si en esa devoción se reza cada palmo.

Solo dos cuerpos unidos, agarrados, formando con sus brazos la eterna madeja de lo infinito, como no queriendo deshacer ese bucle de lo humano y lo extraordinario mientras sus movimientos dejaban atrás, por momentos, lo pueril y se descubría el universo vedado de lo adulto, sobreescribían, él sobre ella, ella sobre él, una y mil veces, la misma historia en esa tinta sin color.

En la locura de aquella transición entre lo profano y lo cultual, donde lo mismo se usurpaba parte del templo sagrado -que eran sus cuerpos-, que se bendecía cada rincón que se ocupaba, quiso el joven probar una vez más si era cierto aquello que la pasión era un imposible de paladear. Y con un pintalabios rojo -como en aquellas películas que veía entusiasmado, donde ellas eran diosas con brillos encarnados en sus bocas-, del mismo color que el fuego que los quemaba, trazó dos líneas sobre las mullidas almohadillas que ella fruncía pidiendo, sin decir nada, que más tinta derramara.



Descubrió lo cierto de aquella duda de a qué saben los besos bañados de fragor tras abandonar su ingenuidad: A guerra para conquistar, a hacer suyo o a dejarse ganar. A esclavizarse y esclavizar. A ser rey, vasallo, bufón... A detenerse o avanzar; presto siempre para la batalla y con la bandera blanca para pactar.