viernes, 8 de agosto de 2014

El pobre




La vida es un cúmulo de sucesos donde siempre somos interventores y lo que hacemos, o donde nos vemos involucrados, hace variar la línea que veníamos siguiendo.

Aquél indigente se sentaba todas las mañanas en la esquina de una cafetería con el único acompañamiento de una mochila desgastada por su uso. Como todos los que pasaban ante él, también tenía su propia historia; un camino con demasiados espinos y pocas rosas que le hacían sangrar.

Entronado en un pequeño cojín, pasaba las horas observando a quienes temprano en la mañana caminaban torpes hacia sus trabajos, los mismo que horas después regresaban aletargados, con el rostro como espejos de lo que la jornada les había deparado. En ocasiones, hacía tintinear las escasas monedas para llamar algo la atención. Sabía que la cosa no estaba para regalar dinero a extraños.

El pedigüeño se sentía sobrante en un mundo donde unos le temían, otros le enjuiciaban y todos transcurrían delante suya sin preguntarse quién era. Su realidad no era distinta a la de otros, cada día se levantaba para sobrevivir; cada nuevo sol era una tortura que le atormentaba y cada noche que dejaba al cerrar los ojos, un alivio.

Era un soñador engañado, pues de tanto abusar de las fantasías sufría la crueldad de abrir los ojos cada día. A veces, hasta sin quererlo.

En aquella esquina contemplaba cómo las horas le consumían, y se llevaban el poco orgullo que le iba quedando. Las jornadas donde el frío era obligado compañero, o aquellas donde el calor era sudario que cubría de salada humedad su cuerpo, esos donde la lluvia le obligaba a unas vacaciones forzadas, eran su condena.

En ocasiones perdía la noción del tiempo sentado inmóvil ante la pared, cegándose y ensordeciéndose de cuanto le rodeaba, entregándose a los recuerdos de otros tiempos. Cualquiera que se fijara en él notaría una melancolía que le otorgaba un aire de bonhomía insospechada. Esos instantes breves eran, sin duda, el bálsamo que aliviaba sus llagas. Imágenes de la otra persona que fue; otra vida, otros pensamientos y, sobre todo, con expectativas.

Qué distinto a cuando la consciencia era quien guiaba las evocaciones. Entonces aquél dulce etéreo se convertía en hiel. Ese futuro soñado se convertía, sin más, en el siguiente amanecer sin nada a cambio que aguardar.

Acarició su cara, se despejó y miró la bolsa hambrienta. Alguien se detuvo a leer la carta de meriendas que pendía del muro donde reposaba su espalda. Desperezado de su ensoñación, se dispuso a hacer caja

De las primeras vergüenzas al oportunismo. Aprovechó esa parada de los indecisos para rogarles alguna dádiva, a sabiendas que era un estorbo para una sociedad acomodada a la que el hecho de estar allí desagradaba. El tener que dirimir entre dar o no una moneda, era una decisión que se antojaba molesta.

Era la vida del pobre, pensaba. Vagando entre sinsabores, rebuscando las raspas de la solidaridad, dormitando bajo un cielo plagado de desconciertos. Y así cada día.

Sabía que alguna vez, cuando sus fuerzas flaquearan o algún mal resfriado le complicara la existencia, podría acabar como algunos de aquellos a los que conoció entre las miserias de las calles: guarecidos en algún portal, o bajo un cartón, sin aliento que expirar. Otro más de los que llenan las fosas sin nombres.

En tanto aquello pudiera acaecer, tenía la ruta establecida; invariable, porque cambiar no era importante, lo que interesaba era subsistir. Quizás un día cambie de ciudad, se planteó. Puede que alguien entonces se pregunte sobre aquél pobre.

Sonrió... Por primera vez oteó en su horizonte algo más que precipicios. 

Con la tranquilidad de no tener que dar explicaciones a nadie, recogió la escuálida bolsa -donde a las monedas les costaban tintinear de tanto que rebotaban entre las plastificadas paredes-, se levantó y asió sus bártulos. 
Cargó su mochila al hombro y se encaminó hacia un destino diferente al que siempre tomaba.

Sin mirar atrás, con un rostro despejado y aliviado que reflejaba a quien se hallaba en paz, caminaba hacia el desconocido destino, ese que creía no tener