domingo, 18 de mayo de 2014

Gaditano

Dime, ¿qué te hace sentir tan orgulloso llamarte gaditano?

¿Las aguas esmeraldas de tu Caleta? ¿Las calles engarzadas en la plata blanca de sus cales que son el nombre de su patrona? ¿La luz que ilumina su faro, que son las torres de su catedral? 

Dime, gaditano. ¿De qué te sientes tan orgulloso de llamarte así?

¿De los rubios cabellos arenizos que peinan las olas de tus playas? ¿De tus plazuelas que huelen a mar? ¿De tus calles donde juegan enlazados los vientos caprichosos? 

Dime. ¿Por qué nacer en Cádiz y llorar por marchar?

¿Quizás porque el gaditano no sabe respirar de su oceano sin la sal? ¿O quizás porque cuando salga sobre sus aguas sabe lo difícil que será regresar? 

¿Puede que sea porque en Cádiz no se vive igual? ¿Quizás por no poder pasear por una alameda, que es un balcón a la inmensidad? ¿O puede que sea porque por muchas plazas que se encuentre, como la de Las Flores ni hablar?

- Te diré, querido amigo, que no son preguntas fáciles de contestar. 

¿Tú has visto alguna vez bien el cielo? ¿Te has fijado en algún momento en su profundidad? ¿Sabes dónde va el sol cuando se pierde bajo el mar? ¿Alguna vez te preguntaste por qué mi Tacita es plateá?

Forastero, si no entiendes por qué un gaditano llora al marchar, es que no conoces la tierra que lo vio mamar.

Fíjate en Cádiz, en su blanco rielar. ¿No parece que se funden los azules que cubren su pedestal? 

Mi tierra es como la luna que ilumina en la oscuridad. El sol no la deja ni cuando de su horizonte se va, que se oculta bajo las sabanas mojadas que durante el día gusta colorear, y la mira celoso de tanto poeta que la quiere piropear. 

Mi Cádiz es frontera donde se pierde la gravedad. Saliendo de ella se termina el volar entre versos y coplas de un universo de carnaval. 

Cádiz -mi luna- es fuente de donde mana su luz singular, la perla que a sus orillas le regala el dios del mar.

¿Por qué me siento orgulloso de sentirme gaditano? Porque Cádiz es el paraíso que no quiero dejar; que fue mi edén en vida, y de nuevo lo será cuando tenga que rendir cuentas a la hora de la verdad.


El amor se equivocó (XIII)

Parecía que hubieran pasado días desde que entrase en aquél local. Notó cierto cambio respecto a la vez anterior. Los clientes -ahora estaba bastante concurrido-, vestían elegantes y en el interior no habían voces, sino un monótono e ininteligible cuchicheo; la música, más enfocada a buscar la complicidad que a servir de mero acompañamiento en las meriendas, sonaba tenue pero, a la par, al volumen justo para que las conversaciones que allí frecuentaban se confundiesen con sus notas.

Observó que en ciertos rincones, habían puesto llamativas ánforas con flores, imitando las que se encontraban en las domus romanas. Blancas, rosas, rojas, champán... Conformando una bellísima escena. En realidad, la imagen era idílica. Sin duda romántica y sugerente. 

Ambas mujeres entraron a la par y en sus caras se reflejaba una agradable sorpresa. 

Al encuentro le salió un camarero vestido con sumo gusto. Atento, les ofreció una mesa para dos en la esquina de la estancia. De amplios asientos y cómoda tabla, el lugar se hacía idóneo para hacer negocios, para un escritor que buscase un oasis donde refugiarse, para amantes que quisieran encontrar intimidad para sus palabras...

Unas copas de vino, cortesía de la casa, comenzaron a amenizar la insospechada velada. 

Ana, nerviosa, carraspeaba mientras deslizaba sus dedos por el pie de la copa. Sus ojos no se elevaban más allá del borde de aquél cáliz de vidrio. De sus labios asomó un suspiro, y ese hálito se transformó en voz.

Leve, imprecisa, confusa... Ana balbuceó tan sólo el nombre de su acompañante.

- "Sandra..."- dijo, logrando que reaccionara asiéndole una de sus manos

- "No debes esforzarte en decir lo que quieres. Sólo dilo. Quiero pedirte perdón por mi reacción de antes en el parque; estaba a la defensiva y no creo justo que no te deje expresar. ¿Me disculpas"- Las palabras de Sandra, tan sinceras como la sonrisa que esgrimía, sonaron a trompetas celestiales para Ana, que le correspondió con ese rosado de sus pómulos que evidenciaba su caracter tímido.

Ana superpuso su otra mano sobre la de ambas, y miró a su amiga. En sus ojos, quizás por la emoción que suponía lo escuchado de boca de su amiga, unas escuestas lágrimas asomaban. Pero de inmediato las hizo desaparecer.

Su carraspera se acentuaba y su garganta se secaba. Ahora era su turno. Sandra ya estaba abierta a oír y no había motivos para callar más. Sorbió vino.

- "Es difícil para mí explicar esto. Nunca supuse que algo así me fuera a suceder. De hecho, no entiendo porqué estoy así, tan... Tan... ¡Buf!- La exhalación lo decía todo.

Ana era un cúmulo de dudas, de incertidumbres que le acaecían desde la noche que la besó. Y eso era lo que más la aturdía. Todo se redujo a un simple beso. 

Recordaba cómo salió urgente hacia su armario, al escuchar el timbre de su puerta, y cogió una breve bata. Pensó en la intencionalidad de ese acto. Alterada por lo que minutos antes disfrutaba, no le importaba tontear algo con su mejor amiga. Desde luego no sería la primera chica que lo haría y, no sabía muy bien por qué, supuso que a su visita no le molestaría. Quizás daba por hecho que el caracter extrovertido y fuerte que le denotaba era suficiente motivo para suponer que aceptaría ese escarceo, sin más visos que apurar el instinto

- "Ana, te tengo que confesar algo."- Sorprendió Sandra.

No esperaba que ella dijese palabra alguna hasta que no finalizase su exposición. La miraba con ojos estupefactos. El color celeste que los vestía se hacían intensos. La expresión de su cara se tensó ante la insospechada intervención de Sandra.

Por un instante parecía que en aquél lugar, donde no cesaban ni la música ni los murmullos, sólo quedasen ellas dos. 

                                    (Continuará)