sábado, 18 de abril de 2015

Memorias de aquella Isla: Los monumentos de mi pueblo. ®

Ante todo, concreto que hablar de mi pueblo, y exponerlo así, no es una forma despectiva de dirigirme a él, sino la más cercana e íntima para tratarlo con todo el cariño que le profeso.
San Fernando es, a pesar de su legado milenario, de construcciones neoclásicas y, en no pocos casos, con marcado caracter castrense debido a su estratégico enclave militar -al menos desde hace doscientos y pico de años, hasta que el servicio militar pasó a ser como el Domund: una aportación voluntaria-.
Contamos en este rincón, en medio de una balsámica bahía, con monumentos arquitectónicos de gran belleza e importancia. Desde la siempre omnipresente Iglesia Mayor, hasta la exuberancia conventual de la del Carmen , pasando por el impresionante mausoleo que es el Panteón de Marinos Ilustres, o el Puente Zuazo. Me dejo atrás otros lo sé. Sin embargo, la gente de mi pueblo convive con ellos como con los vecinos de toda la vida.
A los isleños de a pie, sin tantos conocimientos histórico-artísticos, que tienen a los arqueólogos como actores de una película de acción -aunque a estos profesionales, a veces, les parecerá serlo de una terror cuando descubren un tesoro inesperado y a alguno, en una poltrona política, se le mete un demonio dentro-.
Bueno, como decía... A mis paisanos, la monumentalidad de su ciudad les parece común. Forma parte de su estampa.

Comentarles del veinticuatro de septiembre de 1810, es hablarles de la calle aquella que da a Antonio López y pasa cerca de Suministros Americanos. Hacerlo de Las Cortes, es que se refieran al Real Teatro que lleva ese nombre o, de nuevo, a la calle que conduce a él (paralela a la ya citada).
Incidirles Sancti Petri es recordar que en la otrora salina de La Magdalena, hoy Real de Feria -título otorgado con fecha de caducidad de apenas siete días-, descampado multifunción el resto del año, y engorro desértico y sucio para los vecinos de la zona, hay un instituto que lleva el nombre de una fortaleza del XVIII y, antes, inmemorial templo dedicado a Hércules que está allá, por donde la playa de Camposoto colea con su nombre y ya se le denomina Punta del Boquerón.
Preguntarles dónde queda el Observatorio de Marina -otra perla en este joyerito que es mi Isla- es que te ubiquen en El Barrero, El Almendral o -ahora- por El Plaza. O si lo haces por La Carraca -donde el submarino de Isaac Peral supo que era el agua de verdad por primera vez-, te mandarán pasar la Bazán y llegar hasta el Puentehierro y to p'alante.
Es decir, para la gente de San Fernando, aquellos monumentos que desde el ayuntamiento se publicitan como reclamo turístico, muchos de ellos Bien de Interés Cultural, ya son parte tan tan intrínseca de ellos, que es como si les interrogaran (en un ejemplo muy exagerado) por dónde vive el Rey de España y, antes de darle coba al que requiere la información con loas al gran personaje, te hablan de Adolfo, Pepe el Caña o Melchor,"el de las tortas".

El patrimonio construído de mi pueblo siempre ha sido mal tratado, y peor gestionado, por quienes debieron ocuparse de ello. Obras tales como el único castillo (o ribat cristianizado) que ocupa su suelo, donde se hizo patente la valentía de un pueblo por defenderse -cuyos guerreros hoy permanecen olvidados en el nomenclator, para guía callejera de propios y extraños-, fue durante años un improvisado, y por siete veces centenario, centro comercial e industrial en manos privadas. Al menos, hasta donde éste que suscribe conoce.
Pero a mis paisanos, como todo aquello que les rodeaba les era tan inherente de tal forma, estaban acostumbrados a contemplar el uso  mercantil de ese y otros inmuebles; y con tal sosiego, desde aquellos muros de piedra del San Romualdo, oían cómo combatían (gallos), o cómo rechinaban los metales (de la empresa de aluminios), o cómo caían al suelo los vídrios tras la dura batalla diaria (de los empleados de la cristalería).
Incluso, desde donde el estrado del antiguo corral de comedias (el nombrado Real Teatro de Las Cortes) -sitio desde el que se proclamaron la libertad e independencia de la España en proceso de napoleonización-, se volvían a escuchar proclamas de esperanzas y gritos de alegrías (de quien cantaba los números del bingo, y de los afortunados que aireaban sus cartones -cual banderas- al aire viciado de la sala).
También era tradicional el silencio tras las paredes del palacete de Lazaga, desde la Casa Micolta, el Cine Salón, y otros tantos edificios emblemáticos, a los que se ha unido -cascote a cascote- el mismísimo palacio consistorial.
Pero llegó la etapa de reestructurar la ciudad. Las nuevas fuerzas políticas, vieron oportuno levantar edificaciones que, jugando con el hemisferio izquierdo de los ciudadanos (ese que nos hace convertir trozos de hierros en la Torre Eiffel), pretendían hacer de mis convecinos bien expertos críticos de Arte, bien jugadores del Telesketch.
¿Ejemplos?
Ejemplos...  Bueno. Eso voy a dejarlo, para una segunda parte en breve.