lunes, 2 de junio de 2014

Pan y...




El rey abdica. Cede la carga de la corona al samaritano impuesto, el príncipe Felipe.

Tras casi 39 años de reinado constitucional d. Juan Carlos se retira de la política activa. Sí... Política activa. Aunque en este país la memoria sólo es histórica para algunos hechos, también habría de recordar otros mucho más recientes y que, sin embargo, se postergan o sólo se olvidan porque lo que tenemos hoy día (la libertad de ser y decidir) lo han conseguido ¿quienes..?

Estoy conforme y comparto -lo siento- que España es como un tarrito de miel, no por lo dulce, sino porque atrae a cualquier insecto dispuesto a chupar del bote, y los últimos movimientos dentro del seno de la familia real confirman que nadie se libra del símil.

¿Y ahora qué toca? Pues toca lo que toca. Clarines que indican que el chiquero se abre para dar salida al becerreo que berrea ante la luz de la salida a la plaza.

Desde los colectivos antimonárquicos celebran la noticia con desmesura. Ya se ha convocado movilizaciones y algún referendo para que podamos decidir sobre qué tipo de oligarquía queremos. 

"¿¡Ha dicho oligarquía!?"

Sí, eso he dicho. Porque, que yo sepa, no existe ningún gobierno que sea cosa de mayorías, pero sí de demagogias. ¿Ni siquiera los que desean una república caen en la cuenta que seremos dirigidos por unos pocos? ¡No me lo creo! 

¡Ah! Que lo que importa no es que sea lo mismo de siempre -unos suben al poder, dicen trabajar por el pueblo y a vivir como reyes, aunque sean contrarios a ellos-. Lo que importa es cambiar el collar... ¡Acabáramos! 

Esta es la realidad. ¡Es así! Quitamos un rey y ponemos un peón. Cambiamos un modelo que supuso la tranquilidad socio-política de una España convulsa por el desconcierto de una nación que, para qué engañarnos, vive con normalidad el modelo de Estado actual. 

¿Aborregados? Tanto como los que se dejan embaucar por cantos de sirenas desde las profundidades desconocidas de un mar que pretenden revolver a costa de una abdicación, envuelta en el sentido común de quien ha sabido mantener la estabilidad nacional e internacional española.

Habrán muchos que opinen que ha sido un chupóptero impuesto por Franco, sin embargo la realidad es bien distinta le pese a quien le pese y me da igual lo que el resto opine de mis palabras. Este país, otrora España, otrora realidad nacional y hoy un juguete en manos de unos que no terminan de creérselo y con muchos antojadizos que quieren manejarlo a su antojo es sin dudarlo, por mayoría suficiente, juancarlista. El hombre que adquirió por dedazo el destino de un país de un solo mando y que, por coherencia -de nuevo- instituyó una democracia, inédita durante 40 años en la historia española.

Que sí... Que es una monarquía y con ellos se piensa en las castas del Borbón de La Pepa gaditana, o se acuerda uno  de Robespierre, de María Antonieta y hasta de Joseph Ignace Guillotin. Pero este sucesor de la triple flor de lys francesa en nada se parecía en las formas de hacer política de aquél Fernando déspota, que bien poco tuvo de santo a pesar de que diese nuevo nombre a la antigua villa de la Real Isla de León (San Fernando) y otras tantas poblaciones de aquella España en la que no se ponía el sol.

Es injusto que esta sociedad reniegue del papel fundamental durante este reinado, donde el pueblo tenía la libertad de decidir sus gobernantes, donde daba igual si el poder elegido recaía en la derecha o en la izquierda; donde se permitió la reorganización legal del derecho obrero y se contó con figuras tan controvertidas como Carrillo -controvertido sí, y soy comedido-, buscando una unidad que hasta entonces se basaba en el pensamiento unidimensional, como señaló el filósofo alemán Marcuse: la imposición de la clase política dominante y sus altavoces propagandísticos.

Y hoy, 2 de junio de 2014, cuando el rey Juan Carlos I anuncia que abdica en favor del príncipe Felipe, la arrogancia de un partido salido de la nada (de la indignación del pueblo dicen) expone que su aparición y triunfo generaría cambios y se achacan este hecho, trascendental en nuestra historia reciente, como mérito propio. Es la oportunidad hecha noticia de derrocar al poder instituido en contra de la voluntad popular (¿de veras?). 

Puede que hace casi 40 años no tuvieran más remedio que tragar por el bien común -y hasta personal-, pero esa es la diferencia: hoy se mira el color (o tricolor) que nos conviene y al resto que le den. ¿O no? Que para eso son unos aborregados (es que ese término gusta mucho) o, en el peor de los casos, fascistas. 

Así es este país, insisto mil veces, anclado en el obsoleto lenguaje que tanto asquean unos y otros aún echan en falta, de los años de la Guerra Civil española. Qué ironía. Hablamos de progresismo, de avance, de mirar al futuro como un país democrático y miramos a Francia, a Alemania, a Inglaterra... Y a nuestro propio pasado. Pero eso sólo logra consolidar nuestros odios ideológicos. Nos retrae al pensamiento de aquellos años de rencores donde existía el afán de ver muerto al vecino por proclamarse rojo o llevar la camisa azul. Y nada más hay que leer comentarios en Twitter o Facebook, toda una colección de comentarios irresponsables e improperios llenos de furia.

El rey ha abdicado. España contará con un nuevo monarca que se debe a la Constitución de todos. Aunque seguro que habrá más de un pero, continuas trabas y más que probables alteraciones en forma de protestas y exigencias de revisiones de la no continuidad de la sucesión real.

 No me considero un súbdito avasallado, sino un ciudadano que anhela la estabilidad de su país y esta no pasa si no es por la consolidación de la lógica política y social. Cosa que, desde luego, se ve harto difícil de consensuar mientras cada uno barra pa'su casa.

Ahora toca pan y... ¿Tortas? Nada más que se habrán de leer las sandeces que se escribirán en las redes sociales y con las que más de uno, político o no, se investirá de gloria hasta que se confirme a Felipe VI como sucesor del trono español.




Historia de un libro (a mi hermano Jesús Rodríguez)


(A mi hermano en la fe Jesús Rodríguez Arias, por su tesón a pesar de las dificultades y su honda fe que es guión de muchos, y en su "Diario de un blog" dará  luz a tanta oscuridad)



(Imagen de San Fernando Cofrade)

Un libro es
depende de su contenido, su fin y su autor. En sí es la esencia última de quien lo firma. En él se reparten historias, anhelos, sentimientos, realidades o ficción.

Es complejo describir qué es un libro porque todo depende del actor y del espectador. Un cúmulo de circunstancias que dirimen sobre cómo hacer partícipe al buceador de quimeras en aquél mar de letras por descubrir.

Así surge el verso o la prosa en las páginas vacías, de la experiencia, de aquello que nos llena y hace que queramos compartir lo que nos supone apreciar, padecer, gozar, reflexionar... Deseamos exportarlo, confiar nuestro yo más profundo a desconocidos que desean encontrar acontecimientos, vivencias, que hagan tambalear su interior.

Un libro es néctar. Lo intrínseco. Lo que nos pertenece. 

En su alma están escritas nuestras propias semblanzas. Los personajes somos nosotros o nuestro contrario, lo que añoramos, lo que odiamos, lo que envidiamos. Pretendemos reflejar dudas, planteamientos, emociones. 

Queremos ser mediadores entre dos mundos: el que vivimos y al que queremos escapar. Insistimos en intentar convertir al lector en protagonista o en antagonista, inmiscuírlo en una diatriba que desenmarañar o que lo envuelva en una imposible madeja.

Un libro es compañero. Pañuelo a veces, motivo de lágrimas otras.

Requiere destreza, empatía, conocimiento del ser humano para que cumpla la difícil misión de llegar hasta donde intentamos penetrar. Es la vida misma con sus complejidades, con sus simplezas. Lo que  para uno puede ser una guía para otro quizás sólo sean incongruencias. Párrafos y párrafos de sinsentidos.

Podemos aspirar a enseñar. Incluso a ser tutores de quienes tomen un sendero basado en nuestras percepciones, a las que llegamos tras interiorizar nuestras sensaciones antes de demostrarlas de forma abierta al mundo.

Un libro es... El lector... El escritor... Sus personajes, su desenlace, su moraleja, sus enseñanzas, sus  parábolas, su encuentro o desencuentro cuando choca de frente con nuestra forma de ver las cosas.

Puede dejarte indiferente y hacerte perder un tiempo precioso en el que pudieras haber encontrado lo que deseabas entre otras hojas. A lo mejor es el evangelio que aguardabas hallar y en sus versículos esté el Dios que necesitabas que te hablase. 

Lo que es seguro es que un libro es entraña, espíritu, fondo y razón de una necesidad que debía salir y hacerse conocer, porque en cada capítulo que se ahonde descubrimos más a los demás, nos descubrimos más nosotros mismos.