domingo, 4 de mayo de 2014

El amor se equivocó (VIII)

Fue un acto tan natural que ninguna pensó en lo extraño de la situación.

En aquél inmenso vergel, ante las puertas de una recién nacida primavera, rodeadas por el mundo y ajenas a todo, sus dedos se abrazaron hasta que ya no hubo nada más que el abismo que ellos mismos fijaban.

Sus miradas eran espejos donde se reflejaban soles en horizontes de mar. ¿Un ocaso? ¿Un amanecer? La maravilla de dos momentos que sólo los enamorados saben reconocer. Se sentían en la orilla de una playa donde la arena mojada cubrían sus pies fundiéndose con aquella inmensidad, ora azul ora esmeralda, mientras las olas llegaban dóciles y regalaban diamantes de sal. 

Sus labios eran gelatinas de fresa nerviosas que no sabían en qué momento morder. 

Y sus corazones... 

El compás era un ritmo unísono, poderoso. Un tango. Un baile agarrado que era pasión. Una mano tras la cintura que muestra intención. Una cara frente a otra que se desafían en un duelo de deseos. Una pierna sobre otra que animaba a la lujuria. 

Lo sabían. Comprendieron que aquél beso, que se posó como un gorrión en el alfeizar de una ventana, no fue casual. Y como en aquella ocasión, entre ambas sólo existía el aire que corría juguetón mientras la noche ya se presentaba.

El trinar pausado iba desapareciendo en pos de una algarabía desde los árboles. El viento entraba sin permiso por aquél paraje que perdía sus vivos colores, y el manto oscurecido que la luna regalaba cubría con mimo la vida alegre de aquél museo de los sentidos.

Solo suspiros salían de sus bocas. Un inmenso silencio que era toda una exaltación a los sentimientos. 

Ninguna de las dos conocían el hechizo que abriese el candado del encantamiento que las enmudecía. Ardían en deseos de rasgar las telas que acallaban sus palabras, mas no hallaban ni la fórmula que rompiese el sortilegio, ni el nudo maestro que hiciese caer aquella mordaza.

No habían transcurrido más que unos minutos y parecía que la eternidad se hubiese instalado en aquél paraíso terrenal. ¿Dónde se oculta el tiempo cuando hay momentos en los que sobra?

Ana soltó una de las manos de Sandra sin dejar de notar ese calor que desprendían. Resolvió ocupar el mismo sitio que ocupó su acompañante en aquél banco, y con un leve estiramiento de la otra mano que aún mantenían asida la invitó a sentarse de nuevo.

Había mucho que decir, debían exponer sus sensaciones, tenían que sincerarse o, cuanto menos, no ocultar más los pensamientos que en esos días arrivaron a sus almas.

                                        (Continuará)