domingo, 25 de enero de 2015

El día más bonito

- "¿El día más bonito?"

Sentado frente a un ventanal, esa pregunta sobrevenida a raíz de un libro que había estado leyendo hacía poco, le mantenía absorto en aquella fría y soleada tarde de domingo.


Le parecía tan idiota aquello. Discurrir sobre algo tan complejo teniendo que recurrir, además, a su ya maltrecha memoria. De hecho le cansaba el simple hecho de tener que considerarlo. No tenía ganas de echar la vista atrás.

Sin embargo, algo le atrapaba en aquella madeja de recuerdos en la que, de forma inconsciente, se había enredado. En su particular álbum mental, algunas páginas ya denotaban el paso del tiempo, y otras ni tan siquiera las recordaba de los años que no ejecutaba tales ejercicios de memoria.

Con cierta dificultad empezó a rememorar estampas del colegio; con sorpresa, por su cabeza desfilaban con el orden relativo de una antígua fotografía que recordaba, los rostros de sus compañeros, y más increíble le parecía poder ponerle nombres a sus caras. No podía evitar una sonrisa, que daba a entender la satisfacción que aquellos años le ofrecían. 



Aún creía oir la sirena que reclamaba a los alumnos su presencia en las clases. En su mente veía los cuadernos de escritura, con sus grafías redondeadas y tan perfectas, o los de matemáticas, con marcial orden numérico.

La magia de las neuronas hizo que sus conexiones sinápticas le llevaran a la época del instituto. Sus primeros devaneos con las chicas de su clase, las primeras tonterías de adolescente, las bravuconadas  del inexperto que todo lo quiere probar, la seguridad de quien no teme, la ignorancia de quien cree saberlo todo, la fuerza en su origen más  primitivo: allá donde empieza a nacer el hombre, deshaciéndose de la piel de niño. 

Era vivir sin miedo a lo nuevo. 

La vida es un laberinto donde, una vez se entra, solo puedes transitarlo hasta que halles la salida que no sabes tras qué calle encontrarás. Y todo laberinto, por muy divertida que parezca la prueba, puede llegar a ahogar. No saber si la dirección que tomas es la correcta, y no hará sino perderte más. La duda siempre presente del qué hacemos aquí. Miedos que no nos abandonan y que son menos cuando, en ese galimatías que es la vida, encontramos otros que nos acompañen. Amigos, que se hacen imprescindibles para comprender la necesidad de no querer estar solos.


Seguía ojeando su bitácora, y con ella las coordenadas de aquellos puertos e islas en la inmensidad del mar de su vida, donde pudo desembarcar para buscar aquello que iba haciéndole falta conforme navegaba. Tesoros, planos por los que guiarse, brújulas que le ayudasen a no extraviarse...

No le estaba resultando tan incómoda la búsqueda. De hecho, esta aventura insospechada le estaba devolviendo  la alegría de la que tiempo atrás se nutría.

En su memoria surgió aquél enero donde conoció a su esposa, conociéndola como solo pueden recordarse las mejores ocasiones: inesperadamente.

Miró de reojo, volviendo su cabeza hacia la cocina, y allí la escuchaba tararear no se qué canción que tan poco le gustaba a él. Retomó su vista hacia el cristal, y entornó sus ojos con un gesto de alivio y añoranza mientras volaba, sin moverse de su asiento, a aquella tarde invernal que le pareció más primaveral y perfecta que cualquiera que abril o mayo pudieran regalar.



Desde ahí sus recuerdos fueron como un tornado. Las escenas se sucedían incesantes, sin tregua, no había pasado tanto desde aquél instante, y las vivencias se hacían mucho más nítidas.

Seguía dando vueltas en su laberinto, sin mucho interés por encontrar la salida; no cejaba en el empeño de seguir apuntando notas en su bitácora para volver a encontrarse en un futuro, para no cometer una y otra vez los mismos errores. 

A él retornaban los días de los  nacimientos de cada uno de sus hijos, y era tal la alegría que le inundaba ante ellos, que sus labios se extendían a su máximo exponente, remarcándose bajo cada pómulo una marca, en forma de arruga, que era la demostración física de aquella felicidad.

Su boda, su primer coche, su primer empleo que le ofreció seguridad, su primera ilusión ante el nacimiento del primogénito...

Se dio cuenta que en cada etapa de su vida se dieron varios momentos especiales, felices, imborrables, únicos. 

Retomó el libro que dejó sobre una mesilla en el salón, y lo abrió por la página marcada. Separó las hojas con sus dedos pulgar y meñique, y extendió su mano sobre ambas partes abiertas y leyó: "¿Cuál dices que fue el día más bonito de tu vida? No seas estúpido, la vida no tiene un día así, la vida es como una pirámide: la base de nuestra felicidad consiste en no dejar de poner piedra sobre piedra hasta que, al término, veamos que nuestra obra no se derrumba"


Cerró con mimo aquél tarugo de hojas encuadernadas, y ante él, en una onírica representación, se hizo presente aquella obra que el libro mencionaba. No estaba equivocado del todo, pero en algo no estaba de acuerdo: sí existen unos días más hermosos que otros: una piedra, un día; un día hermoso, otra altura. Y la pirámide se levanta así.

Se levantó con algo de esfuerzo y un leve quejido, y dirigió sus pasos hacia la cocina. Se detuvo silencioso ante la puerta, mientras observaba cómo su mujer se afanaba en terminar de hacer el almuerzo, y pensó que el día más bonito de su vida fue aquella tarde de enero cuando la conoció, y pudo compartir con ella lo que tenía vivido y seguir compartiendo lo que le quedaba por vivir.