martes, 26 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: Niños ®

Por suerte, aunque la niñez me abandonó en lo físico hace ya unos años, ésta me fue tan propicia y rica en experiencias que guardo de ella magníficos y vivos recuerdos.

Crecí en unos años donde los niños aún jugábamos con las chapas de cervezas y refrescos. Donde la programación infantil duraba treinta minutos, y si ya eras un poco más mayorcito aún podías entretenerte con la televisión otros tantos si te quedabas viendo la juvenil (como El Kiosco que presentaba Verónica Mengod junto a Pepe Soplillo por ejemplo -popularizándose éste como mote para quienes poseían un digno pabellón auditivo-, con el dibujante José Ramón Sánchez y esos dibujos de aquella época. O te quedabas atontado oyendo esa forma tan ochentera y tan de la movida de expresarse de Horacio Pinchadiscos en Sabadabadá, con Torrebruno y sus "tigres, tigres, leones, leones" (pónganle música, seguro que la recuerdan) donde todos querían ser los campeones. Aprendiendo idiomas con el Muzzy (I'm Muzzy.Big Muzzy!), creyendo que cuando le entendías alguna palabra al vuelo eras todo un anglófono. Éste programa era el continuador para imberbes del mañanero Follow me. Que no había guasa ni nada con la lectura literal  del titulo en español.



Era cuando los niños flipábamos con esa nueva forma de baile y vida que era el Break Dance (breih-dan decíamos), y creíamos un imposible que un coche fantástico nos hablase y se autocondujese. Aprendimos que se puede ser un patán y un superhéroe a la americana a la vez.  En nuestro universo televisivo nadie moría, a pesar de los guantazos, bombazos caseros y automóviles volando en El equipo A, McGyver, El Trueno Azul o El Halcón Callejero. Tuvo que ser una serie española -como no- quien nos traumatizara con la muerte más insospechada, abrumadora, mediática y malintencionada hasta entonces.

Mientras merendaba, recuerdo a Pancho corriendo, gritando y llorando esmorecío por la playa: "¡Chanquete ha muerto!". No había forma que me pasase el pan con mantequilla por la tráquea tras el mazazo. ¡Que pechá de llorar! Hoy pienso que el director, como Cervantes, quiso hacer único (para evitar plagios y segundas partes) e inmortal en la memoria a ese loco que, en esta ocasión, vivía en un barco en lo alto de una loma (Marinero en tierra que escribió otro inmortal como el gran Alberti).



Por aquellas calendas lo más impactante en videojuegos era el Donkey Kong (para el acervo infantil isleño: Donkinkon), en aquellas maquinitas de doble pantalla. O bien ibas a Las Torres al Saquebola a echar partidas a cinco duros con tus amigos en alguna de esas quemaadrenalina recreativas, en un insuperable y novedoso juego interactivo en 2D, donde te dejabas los dedos de tanto pulsar a velocidad superlativa los botones amarillos. En los escaparates de La Perla, centro neurálgico del entretenimiento infantil -me río del Toys ´r Us-, aparecía, por ejemplo, la versión electrónica del juego naval por excelencia que, hasta entonces, practicábamos incluso con un folio y mucha imaginación en la escuela durante los recreos o el cambio de clases: Hundir la flota. Con su estética de centro estratégico militar, su tablero de operaciones y su pantalla donde, al hacer blanco por tres o cuatro veces, se iluminaba en un rojo fuego el barco que aparecía en ella y gritabas con satisfacción: "¡¡Tocado y hundido!!".

 
 

 

 

Con esa tecnología en ciernes, el mundo de la computadora, que después pasó a ser ordenador para terminar en el anglicismo abreviado PC de hoy, se nos ofrecía en forma de Spectrum+2, que solo queríamos para jugar, no sin antes esperar la eternidad en lo que el la cinta cargaba. Los más afortunados tenían la veloz versión +3. Todo un prodigio de la informática a 128k y que usaba disquetes de 3´5". En mi colegio -estudié en el Liceo- comenzaban a impartirse clases de informática básica de forma extraescolar, a la que muchos nos apuntamos, y donde empezamos a introducirnos en ese maravilloso agujero negro (por desconocido). Era casi orgásmico, cuando te tocaba -había un ordenador por cada tres alumnos- poder escribir en aquella pantalla negra con letras verdes, y una aventura poner alguna palabra mal sonante evitando que te pillaran; por entonces, existía la leyenda urbana de que el profesor podía ver qué escribíamos en la suya, que estaba situada en su mesa encima de un estrado que conformaba el doble piso de las aulas. Ahí empezamos a familiarizarnos con el PRINT, CLS, DEL, COPY...
 
La era del Casio con calculadora, y del reloj Transformer.
 


 
 

 
 
A pesar de todo, los niños de La Isla seguíamos correteando por nuestros barrios tras aquellos balones de cuero deshilachados e inflados mil veces en los talleres mecánicos, o en tiendas como la de Ruceco. Paciencia infinita de las gentes de mi pueblo. Pedaleando por los inhóspitos parajes en que se convertían La Magdalena y  aquellos esteros, o por el camino hacia la enorme meta que era aquella grúa en el dique de la Constructora; o por las huertas -como la de Chaves-. Incluso por la parte de atrás de la vía del tren que pasaba tras los bloques de la barriada Bazán, que alcanzabas tras salvar con solvencia la pajereta (ese término tan nuestro) que hacía de muro de contención y de barrera para que no hubiese peligro alguno. En realidad, no sé si los inconscientes éramos los niños, o los genios a los que se les ocurrió que aquella enclenque pared era toda la seguridad necesaria para evitar alguna catástrofe.

Quedábamos, ya más creciditos, a la puerta del Cine Almirante, para ver a RamboShuarshenague, o a Bud SpencerTerence Hill repartiendo coqui huevo a los malos en cualquier dirección. Algo así como santiguar y dar hostias (Con perdón). Eran otras mentalidades que ya pasaban de ver al Piraña en "Chispitas y sus gorilas" que vimos en el Madariagay de Marisol y Joselito, que aún andaban a la zaga para el infantado en la primera cadena. Otra opción era el Cine Alameda, que tenía cierta mala fama, para ver películas o alguna función de marionetas que, de cuando en cuando, se organizaba para los colegios.



La plaza de mi barrio, el de La Pastora, estaba recién terminada tras las obras de remodelación. Las anteriores losas de Tarifa dieron paso a una solería mucho más moderna, y los niños ya no se chocaban por tropezar con estas piedras que se levantaban del suelo, ahora nos resbalábamos. En verano, con la calor haciendo mella en aquellos cuerpecitos sudados por ese ansia de no dejar de dar carreras y más carreras, nos parábamos en Ca´chanche (que era como decíamos a Casa Sánchez) a comprar un vasito de Casera que Antonio, el dueño, nos vendía por tres pesetas y, después -seguro que fue culpa de la inflación por el cambio de gobierno- a cinco. En aquél ultramarinos-frutería-droguería-güichi, había un pastelito por el que tenía predilección. A los Bucanero, Pantera Rosa, Bony, Mi merienda o Círculo Rojo, se les unía un competidor del Phoskitos: El Megatón. Aunque pocas cosas tan buenas como ese pan con chocolate.



En el mes de mayo, de ningún lugar específico, salía en procesión -creada por nosotros- una inventada Cruz Mayo, con su paso (hecho con los palés que encontrábamos en la plazoletalasvacas) con sus cargadores, su banda (percusión a base de latas de pintura, y viento de cornetas de tenderetes) y hasta una improcedente penitencia, pero la gracia consistía en que todos participásemos. Así, de tal guisa, paseábamos nuestra particular hermandad, haciendo paradas extraordinarias en El Naca y en la citada tienda de Antonio Sánchez; ello nos grajeaba la simpatía de los espectadores, por lo que en ambos establecimientos nos regalaban una bebida a cada uno. Lo malo es que no teníamos medida, y claro... La tercera parada ya era excesiva.

Los niños, y diría que hasta los padres, temíamos poco o nada salir solos a la calle. Quedar con los vecinos para jugar al matar, al angúa, al coger... Era el premio tras la jornada escolar. El grito indeseado y temido de: "¡Juaniiiitooooo! ¡Venga pa´casa a bañarte!", era el toque que daba al traste con la diversión de la tarde.

Tras esa primera alarma, que retumbaba de esquina a esquina y por alguna más, aquello era como una hilera de fichas de dominó. Uno a uno íbamos cayendo en manos de nuestras madres.Y sin rechistes, que encima te llevabas un cate.

Tras el baño, la cena y un rato de televisión, sobre todo tocaba la película de dos rombos. Esa era la señal: "¡A la cama, que esto no es para ti!" Así llegamos mucho hasta la pubertad. Deseando saber qué escondían aquellas figuras geométricas que nos mandaban directamente al catre.

La salida de los domingos era el gran día y como finalizaba, por norma, un fin de semana libre de despertadores y otras obligaciones.

De punta en blanco, más repeinado que un maniquí de Ruisan, y con tanta colonia que parecías un frasco de esos que vendían en la antigua perfumería de la calle San Rafael, el paseo dominical reflejaba una imagen idílica familiar con parada en la pastelería de La Victoria, en El Arqueño, Los Milagros, o la de Los Ángeles -que te la encontrabas en la calle Cecilio Pujazón si venías de cumplir el ritual de visitar la Alameda o el Parque; porque en San Fernando tenemos plazas y dos Alamedas oficiales, ¿pero Parque? ¿Así... Con mayúsculas? ¡Solo uno!-.

Como decía... Así te mantenías entretenido comiendo una de esas inmensas cuñas, o un quitahambre, mientras tu madre te insistía cada dos por tres: "¡No te vayas a manchar que después la pringue no sale!".

 Si se daba el caso, y las circunstancias lo permitían, cualquier cafetería que te ofreciese el rico alimento del churro, la tostada de pan de molde con aquella mantequilla que no he vuelto a probar desde entonces, o un rico dulce, también formaba parte de ese transitar dominguero de ida y vuelta, casi siempre, por la calle Real, que era como decir ir al pueblo.
 
 

Pero si había algo que nos llamaba a los niños la atención sobremanera, eran los carrillos. Ya sea en aquellas caminatas, o en la vuelta de clases, o en nuestros ratos de ocio,  un lugar donde era imprescindible detenerse eran en esos mostradores de frutos secos, chucherías, caretas y otras porquerías variadas, que hacían que nuestros ojos no supieran donde acudir. En mi mente quedan el que se encontraba en la entrada a la Alameda, el que estaba justo al lado del Bar "La Parada", el que se ponía de forma ocasional al lado del Banco Central, o el que había en la esquina de la parada del Canario, próxima al Bar Santander. Toda una institución en la Barriada Bazán era el carrillo de Juan Sisí, que te despachaba de los mejores altramuces que podían comerse en cartuchos de a duro.
 
Sin duda, esto podría llevarse otro capítulo por sí mismo. Será cuestión de ponerse.
 
Así podría llevarme horas. Pero está bueno lo escrito. Me han quedado muchas cosas, pero un capítulo no puede encerrar todas unas memorias.

De lo escrito podemos decir que, quizás, no existan grandes diferencias entre aquellos niños y los de hoy, aunque muchos de los de entonces nos alegramos de haber vivido como lo hicimos, con tanta carencia electrónica y telemática.

Dele hoy solo una gomilla y una pinza de tender a uno de nuestros niños: Puede que termine redescubriendo que con esos dos elementos tiene una pistola más efectiva que la que le venden en un chino. Deles chapas, una bolita de papel de plata y un lugar donde expandirse: Quizás ingenien, de nuevo, un inesperado partido de fútbol.

Por cierto, no he comentado de las niñas a postas.

Los niños ayer, hoy y mañana también necesitan conocer a los mocosos que, una vez, fueron sus padres.