domingo, 27 de abril de 2014

El amor se equivocó (I)

No tenía las cosas claras. 

Sandra era una chica deportista, le entusiasmaba el riesgo. Con gran caracter y tremendamente joven, apenas 23 años, dirigía el departamento comercial en una empresa familiar.

En los últimos meses había tenido diferencias con su pareja de hace años, otro joven que no le sacaba más de 2 o quizás 3 años. Desde hacía dos semanas ya no se hablaban. Una ruptura incómoda. Una punto y aparte que ella inició porque, en un momento confuso, se equivocó de labios.

El joven aún desconocía los motivos reales de esa separación, pensaba -quizás sin errar demasiado- que ella tenía  a otro. ¿O se equivocaba?

Lo que aquél chico no sabía era porqué callaba. La conocía bien. Si le rehuía algo extraño ocurría y, tras pensarlo, desechó la idea de otro hombre entre ellos.

Sandra era un mar de dudas. 

Recordaba, mientras estaba recostada en la cama de su cuarto, la tarde donde ella misma se sorprendió besando una boca que no era la de su novio. Le costaba dar razones a aquél impulso inverosímil por el que sus labios buscaron otro arrullo distinto.

Encogida en la cama, tan sólo vestida por una camiseta dos tallas superiores a la M que ella utilizaba y que le tapaban hasta donde sus rodillas empezaban, no hacía más que morderse las uñas -perfectas- ofuscada. En su móvil sin voz, junto a ella en la cama, la pantalla se iluminaba: alguien la llamaba...

- "¡Dime!- escondida entre las mantas, susurraba más que hablaba.

- "¡No. No quiero que nos veamos ahora"-

-"Sí... Ya lo se... Tenemos que hablarlo"- y en ese momento, sus mejillas se tornaron tinto. Un rubor imposible se apoderó de ella. 

-"Yo te llamaré esta tarde, ¿de acuerdo?"-.

Sus mejillas pasaron del tinto al rosado. Notaba cómo, a pesar del frio, sus manos sudaban y su corazón... Su corazón latía de forma que si no estuviese en su pecho, iría golpeándose por todas las paredes de aquella estancia. Ella lo sospechaba, pero era imposible... ¿¡Enamorada!?

Habían pasado casi cuatro horas desde aquella llamada, y tras pelearse con ella misma no veía más lógica que devolverla y aclarar de alguna forma aquella extraña situación. Su pareja hasta entonces la había llamado también, quería saber, quería explicaciones, quería respuestas... Pero ella temía ahogarse en un oleaje del que no sabía como deshacerse. No podía dar respuesta alguna si antes no se aclaraba ella. Así que optó por mandarle un mensaje de texto a través del teléfono: "Te llamaré" .



El amor se equivocó (II)

Los juegos de niños empiezan siendo inocentes, pero se vician con la intención.

Tras unos minutos dubitativa, volvió a coger su terminal. No era muy dada a las últimas tecnologías, lo básico para no ir descompasada con los tiempos. 

Aquél aparato entre sus manos simulaba un pescado cogido en la playa. Le resbalaba, se le escapaba... Y unos nervios inusuales en ella, capaz de dirigir a 22 personas con las que contaba su departamento, se apoderaron de ella. En realidad no sabía a qué ese alteración. La situación -pensaba, intentando mantener cierta frialdad- no es tan compleja. Solo dos adultos que van a hablar sobre un lapsus. 

Durante la llamada sólo breves palabras, las justas para saberse bien y decidir una hora. El resto sólo era ruido de fondo: unos canarios trinando oía el interlocutor de Sandra, y ella adivinaba el sonido de una máquina de café profesional procesando la solicitud de algun cliente ávido del negro amargor. En menos de dos horas se verían.

La chica se preparaba como para una primera cita. Recordaba aquella vez cuando quedó con un chico de su colegio; era la tarde de un soleado sábado de mayo, y no sabía qué ponerse, ni estaba convencida de darse algo de color en su cara, como hacían otras amigas: 

-"¿Entenderá lo que no es?"-. Ese fue, entonces, su pensamiento. 

Esta vez argumentaba lo mismo, pero sobre sí. El interrogante sobre sus sentimientos era tal que cualquier gota suponía un océano. ¿Estaría considerando algo improbable? ¿No sería que la sorpresa de aquél beso furtivo la había trastornado demasiado?

Casi estaba. Eligió una vestimenta informal, pero elegante. Unos pantalones vaqueros negros; unos zapatos, también negros, con un tacón tal que, por lo menos, tuviese sus ojos frente a frente a los de la otra persona; y una blusa blanca con unos encajes que iluminaban unos hilillos azulados a lo largo del escote. Y ocultando sus encantos femeninos, una chaqueta que dejaba visible a la imaginación, y de forma llamativa, una figura bien silueteada.

Prefirió ir dando un paseo hasta donde habían decidido quedar, un parque al que solía ir mucho a practicar ejercicio por su amplitud. Esa breve caminata -aquél pulmón verde estaba a unos veinte minutos- sería suficiente para enfocar la prevista reunión.

Mientras, sonó su móvil. La melodía, una pieza clásica de su admirado Mozart. ¡Así empezó todo! 

Miró la pantalla e hizo caso omiso al llamante.

-"Mozart... Mozart..."- dijo de forma entrecortada y en un volumen casi imperceptible.

-" No creo..."- insistía en ese tono ausente.

Su paso se trastornó. Su andar decidido cayó en titubeo. Una marea de imágenes inundó aquella isla que, ahora, tenía en la cabeza; el concierto para flauta y arpa K299 acompañaba, en un inexistente equipo de música, los recuerdos de una visita inesperada.

El trayecto hasta el lugar del encuentro estaba siendo muy apacible, cosa que agradecía. No estaba interesada en detenerse con nadie que se extrañara en verla a deshoras por aquella zona que, de forma habitual, recorría por su afición al deporte. Una agradable brisa daba vida a la soleada tarde de marzo, y ahuyentaba de su blusa la incómoda sensación de la incertidumbre.

Un saludo... Una invitación a entrar... Y aquella música de fondo. Qué extraño. No se había dado cuenta hasta ahora. ¿Porqué Mozart? ¿Porqué aquella pieza en particular? 

Para Sandra, era especial ese concierto. Su madre que fue profesora de música y una virtuosa del arpa, le enseñó a amar la música. Su dedicación y su entusiasmo estimulaba el interés de aquella niña que oía absorta, cerrando los ojos -como su madre le instruyó-, una música que declamaba poesía. Mozart en su única obra para arpa.

Empezaba a sospechar que no fue todo tan imprevisto como daba por hecho. De nuevo aceleró la marcha, y su corazón empezó a latir tan estrepitosamente que casi le empujaba a correr. Quería llegar. Aquél beso dejaba de ser una eventualidad y tomaba otro cariz. Su mente evocaba aquella situación que, en principio, consideró una niñería. Un juego que no supo como comenzó y terminó siendo en él una prisionera.

                                            (Continuará)





Luna de sueños (secuela de "La luna mordida")

(Mi gratitud  a @Vidal_ M_Ostariz por su gran empatía)


Mi firma en Twitter y el regalo de un amigo... 


Una frase sacada de la experiencia, el deseo, la desesperanza... Un cúmulo tal de circunstancias que todas caben en esa bola blanca que vemos allá arriba, en el cielo, cada noche.


No son pocas las veces que me he quedado admirándola, absorto, prendido, prendado, robado, embobado... -cualquier adjetivo similar es válido-, y ha sido tanta la paz ante el desasosiego que cualquier problema desaparecía en ese momento.


La luna como un sueño. Es que no creo que pueda describirse de otra forma lo que esa galleta en leche, esa bola de queso, ese mundo para extraterrestres, ese veneno del licántropo, ese reloj para las embarazadas, ese refugio del bohemio, representa para quien queda hipnotizado de su luz prestada por el sol. ¿Qué más da que el sueño se realice o no? Los sueños forman parte de la ilusión, la ilusión parte hacia la esperanza y ésta nos da la felicidad.


En la tristeza de los muchos momentos de nuestra vida, nos faltan estos ingredientes. No podemos evitar la realidad -la cruda realidad muchísimas veces-, pero sí podemos levantar la mirada y perdernos en la inmensidad zaina de un cielo nocturno y allí, como la luz al final de aquél túnel que todos tendremos que recorrer alguna vez, estará ella: la luna. Fíjate, mírala... Te sonríe. Siempre te sonríe.


Alguien me dijo una vez, cuando apenas contaba tres años de edad, al fallecer mi abuela, que ella estaba en aquella bola. Mi imaginación infantil y el amor hacia mi abuela hacía que, cada mañana, me asomara a la ventana de la habitación de mis padres a esperarla. Aguardaba verla estirar una escalera que llegara hasta esa ventana e irme con ella. Pero mientras, me sonreía. Me bastaba con eso.


Bendita niñez...


Hoy, aún sigo mirando esa misma luna. La misma que miraba hace treinta y cinco años, y sigo viendo a mi abuela Teresa. Ya no espero que ella baje, sino llegar yo hasta ella algún día. 


Esa luna no quita las penas de mis pesares en este mundo, pero sigue siendo mi lugar de los sueños.