jueves, 30 de abril de 2015

Memorias de aquella Isla: Una especie extinguida. ®

Hay una especie extinguida de esta Isla mía. De rapada cabeza y, dependiendo si era verano o invierno, el plumaje que soportaban era blanco o azul.

Familia de los Insula calvitium, solían salir en bandada desbocada y ansiosa búsqueda de alguna presa con la que saciar su hambre, sobre todo, los fines de semana.

No sé si en otro sitio se les llamaría igual, pero en La Isla, a esta fauna -no necesariamente autóctona- se les conocía por el vulgo de pelones (la traducción de Insula calvitium sería Pelones isleño)

¡Sí! Hablo de la flor y nata de cada nido que -porque España así lo demandaba- acababa emigrando a esta tierra de soles y sales durante, ya por último, nueve meses: aquellos soldados de reemplazo. (¡Y vaya nombre feo ese de reemplazo, que suena a juguete roto, juguete puesto).

La condición militar de San Fernando, regaló a la ciudad la imagen melancólica de muchos barbilampiños muchachos venidos de otros lugares -más desorientados que un topo a campo descubierto-, con sus maletas y bolsas de viajes buscando sus destinos en el Cuartel de Instrucción, el Tercio de Armada, la Capitanía General de la Zona Marítima del Estrecho... Esa escena pintoresca que Alfredo Landa supo calcar con fidelidad, con su cara de panoli de pueblo de la España profunda, en "Cateto a babo" (lo de panoli ya lo djaba entrever el titulo de la película).

Yo vivía donde aún lo hacen mis padres, en la calle Escaño; justo frente a la cancela verde que daba acceso a la trasera del edificio ora Capitanía ora Comandancia, y desde la atalaya inmejorable del único bloque de viviendas que existía entonces allí, observaba el contínuo trajín de camiones y lepantos. Y, al atardecer, me asomaba a contemplar el solemne momento del arriado de la bandera.

La impronta de aquél patriótico acto, estaba llena de toda la pompa: Un suboficial de testigo, un soldado honrado con el deber de recoger la enseña nacional que debe defender con su vida. Mientras la rojigualda avanza con lentitud hacia los brazos del mando, el sol, en su ocaso, acompaña su descenso. El himno suena leve y sus compases parecen querer alargarse, dándole tintes de pontifical al suceso. Cuando la tela llega a las manos del suboficial, se la ofrece al entregado soldado que la dobla con gran mimo hasta hacerla triangular. Punto seguido, el cabo le da al botón de STOP de la radio que tenía una cinta de casette con la Marcha Granadera grabada; el pelón agarra la bandera bajo su axila, mientras se enciende un cigarro, y ambos se marchan.

¡Como en Buckingham Palace, vamos!

Anécdotas aparte, todo era tan, tan marcial, que hasta los bolígrafos -serigrafiados en blanco con un Armada Española- también lucían el mismo color que aquellos muros de un gris sargento de los de antes.

Eran los años donde las calles se vestían de las galas de los domingos y ver a un militar no era nada extraño; teníamos un turismo familiar los días de jurabandera que, fíjense lo que les digo, aquello era una eficaz promoción para la ciudad que nunca se aprovechó.

Eso sí. Los negocios de comercio y bebercio se extendían de acuartelamiento a acuartelamiento, y hacían su agosto en cada salida de la tropa. Recuerdos de mesas llenas de jovialidad exacerbada y risotadas en La Marina (por el Paseo de Joly Velasco), La Maestranza, Casa Facio, El Naca, La Bodeguita, La Coracha (en la calle Las Cortes), Casa NanaiPapillón, Élite.. Aquella esquina antológica en la calle Mayorazga, triunvirato de la bocatería isleña, con El Quijote y su inseparable Sancho y Popeye

El Gloria Bendita y Quetzal, en San Nicolás. Los Gallegos, La Alhondiga (junto a la Plaza), Las Palmeras, La Montañesa... Lugares de parada obligada muchos de ellos, donde ponían en rompan filas los estómagos mientras intentaban acoplar en sus adentros el submarino Peral hecho bocadillo, o aquellos platos bien surtidos.

Por entonces, en mi pueblo, aquella marinería era el compendio del aquí te pillo, aquí te mato porque, al parecer, un uniforme era un imán, y ellos -aguilillas siempre dispuestos a morir con las botas puestas- lo sabían.

San Fernando, cuando se creía algo importante por su romance con las Fuerzas Armadas, contaba con dos bandas de música: la del C.I.M y la de Infantería de Marina. Era habitual escucharlos interpretar en algún concierto veraniego, en el Corpus, tras la Virgen del Carmen, acompañando al Santo Entierro -escuadras de gastadores incluídas- o, en el caso de la del Cuartel de Instrucción, poniendo las notas tras algún palio en Semana Santa. Aunque, sobre lo último, reconozco que no siempre era lo más acertado, pues abusaban mucho de las cornetas, y ver andar a la Virgen de la Salud mientras les tocaban el titotitotito en Do-Re, era como escuchar a nuestra particular María Jiménez (seguro que la conocen) sin el playback. No sé si me entienden.

En mi tierra, el soldado formaba parte del paisaje, y éste no se entendía sin aquél. Era inevitable nombrar San Fernando y no vincularlo a la mili. Sin embargo, en su silueta de ayer y hoy, a la ciudad le falta el recuerdo perenne, y no solo evocador en las palabras, de una parte de ella que ya no existe como tal; aquella que rinda homenaje a un trozo indiscutible de su historia y que, como aquellas salinas, son solo vestigios.

A veces, aquella memoria de La Isla se me antoja quebradiza pues, a pesar de la defensa porque el CETOF permanezca en su ubicación dentro de nuestras esteradas fronteras, también hubo una parte del pueblo que, hace unos años, quería que los militares se fueran. 

En fin... Ya sabemos lo que pasó. Ahora, el pelón isleño es una especie extinta que merece la pena no olvidar.


Fotografías en

Yo hice la mili en
San Fernando

domingo, 19 de abril de 2015

Memorias de aquella Isla: Los monumentos de mi pueblo II. El Dadaísmo cañailla. ®

Que no hay mejor filigrana para un artista de las esculturas que imitar, chiquilla, tus hechuras.
Estos insignificantes versos, fruto de mi mente quijotesca que cree ver lo que en realidad no existe, quizás pudieran dar pie a ese poema tergiversado que es San Fernando.
Sí, sí... ¡Tergiversado!

Esas estrofas surgida del mar -que es La Isla-, y que la genialidad o la temeridad han ido modificando, según el coherente o  iluminado que tocara al frente de la concejalía oportuna.
Finalizaba una inesperada primera parte de "Los monumentos de mi pueblo", diciendo -grosso modo- que en mi tierra llegó la época del renovarse o morir en cuanto a creaciones artísticas, para dar esplendor o reconocido homenaje a la propia ciudad, a sus hijos más dilectos, etcétera.

Así fue como esta tierra de renombre constitucional, que había permanecido dormida -cloroformada de desidia diría- ante el ultraje de algunos de sus edificaciones más históricas, se proclamó paradigma de un tipo de arte reivindicativo del isleñismo. No me voy a detener en las magníficas construcciones de arquitectura civil o militar que poseemos y hemos heredado, ni en las estatuas clásicas como la del General Varela o la dedicada a Rafael Ortega. No.

Me voy a referir al Dadaísmo cañailla.
¡Sí, sí, sí, sí! Una expresión transgresora y única, donde el ciudadano pudiera ver cómo su ciudad se transformaba tras los aires de un novedoso concepto de inspiración. (N. del A.: Desde luego, al menos quien suscribe, no ha visto en otro lugar visitado tales recreaciones)

Quizá comenzara antes. Sin embargo, mi memoria me lleva a finales de los años ochenta, principios de los noventa... ¡Hace veinticinco años ya estaba la calle de las tres avenidas en rompan filas! Igual que hoy. Lo que me lleva a pensar que los isleños tan solo tenemos mala memoria.

En fin...

Por aquellas fechas, San Fernando se deshace del viejo alfombrado de losas grises que vestía sus calles, por otro de un color (igual) más vivo, que simulaba un interminable tablero de ajedrez de cuadrículas rugosas unas y otras de un hermoso tono cenizo.

¡Pero cenizo de verdad! Porque desde que las pusieron sobre el cemento, estas no dejaban de levantarse, romperse y, de paso, de servir de insospechada pista de patinaje para los viandantes los días de lluvia.

La romántica y antigua arboleda, que cobijaba con su sombra a paseantes y a los sempiternos asiduos a los Círculos Artesano y de Artes y Oficios (lo dicho, poca retentiva. También existían Círculos, con mayúsculas, antes del popular redondel político tan de moda de ahora), fue cruelmente desgajada. Aunque es verdad que sus hojas caducas, sobre todo en verano, dejaban un pegajoso recuerdo en el suelo.

Para sobreponernos de aquél arboricidio, nos plantaron naranjos sobre el nuevo adoquinado que, como correspondía a la temprana edad de los cítricos especímenes,  eran sujetados por unos antiestéticos -y cuando don Levante se presentaba- poco prácticos tacatacas de madera, para que los frágiles troncos no cedieran.

¡Ahí empezó todo!

Para quien no lo sepa, a modo de resumen estricto, retomando lo del Dadaísmo que cité, éste promovía una especie de antiarte. Algo así como colocar una imagen ante un espejo deformado; la imagen que refleje sería dadaísta (perdón a los profesionales por una explicación tan prosaica).

Así, tras la exhaustiva transformación del paisaje urbano, empezaron a surgir estas rompedoras obras.
Por ejemplo, aquella fuente que frente a la Iglesia Mayor y desde lo alto de ésta, o del hotel Salymar, o de cualquier azotea próxima -esos observatorios de mi pueblo-, decían se podía adivinar cómo de sus uniformes líneas se formaba una estilizada cañailla. Ese molusco tan representativo que hasta es uno de nuestros gentilicios, en conjunto con la emblemática catedral (no nombrada así oficialmente por la curia) de torreones azules, era el máximo exponente de isleñismo posible.

O esa quilla -no el tratamiento de tuteo tan nuestro- que se plantó, como aquél candray eternizado en postales MeidinLaIsla, en recuerdo (la quilla) a las Tres Marinas. Un pedazo de monolito en un blanco roto, a modo de Torre de Pisa sobre un imaginario mar rompiente que, de nuevo, otra fuente creaba, y ríanse de la proa del Titanic en la famosa escena de aquellos desdichados  enamorados navegando sobre el Atlántico Norte.

Impresionantes expresiones creativas, como esa Rosa de los Vientos en el preciso lugar. Punto de encuentro de pescadores y mariscadores, con el paraje único de esteros. Camino del barrio de Gallineras, donde convergen los vientos al Este y del Oeste. Justo ahí, surge ese enorme tallo asido por cuatro vientos (cables) que crean una escena tridimensional de la que se dibuja bajo éste.

Sin duda, San Fernando se había convertido en el sitio idóneo donde exponer un modelo artístico diferente.

 ¡Ah¡ Y sin miedos.

Los isleños, tan poco dados a la exhuberante belleza monumental, que sí se daban en otras localidades -aunque no nos faltasen exponentes-, empezaron a acostumbrarse a recibir estas representaciones y otras, que más bien parecían proyectos en miniatura de la misma. (Véase el de Blas Infante, en el parque Almirante Laulhé).

Así, con el devenir de los años, surgió la idea de la Plaza de las Esculturas. El recuerdo a las primeras máquinas de vapor, entronizadas para sorpresa de algunos y miradas de muchos. Las edificaciones cúbicas en pleno centro neoclásico (la última muestra hiriente, frente la parroquia de San Francisco, en la esquina de la calle Santísima Trinidad), o ese homenaje al noble deporte del balompié en Reyes Católicos.

El pueblo demostró que era capaz de convivir con ese muestrario de Dadaísmo cañailla, fuera del arquetipo de redondeadas y armoniosas formas del barroco. Y tanto fue así que, hoy por hoy, tiene como moderna referencia patrimonial la más intercultural obra expuesta: La fuente de las Comunicaciones.  Saludo y despedida a la vez cuando se enfila el camino hacia Cádiz, llamando sobremanera la atención.

Es ésta la que ha convertido al ciudadano de La Isla en un auténtico crítico de arte. Si será así que no deja de ser comentada, y centro de discusiones sobre su particularidad. Logrando con sus colores ocres y apariencia de herrajes oxidados -además de con una mijita de guasa-, el apelativo cariñoso de "La Mohosa". Mejor muestra del Dadaísmo cañailla, imposible.


*Desconecto modo humor meidinlaisla

sábado, 18 de abril de 2015

Memorias de aquella Isla: Los monumentos de mi pueblo. ®

Ante todo, concreto que hablar de mi pueblo, y exponerlo así, no es una forma despectiva de dirigirme a él, sino la más cercana e íntima para tratarlo con todo el cariño que le profeso.
San Fernando es, a pesar de su legado milenario, de construcciones neoclásicas y, en no pocos casos, con marcado caracter castrense debido a su estratégico enclave militar -al menos desde hace doscientos y pico de años, hasta que el servicio militar pasó a ser como el Domund: una aportación voluntaria-.
Contamos en este rincón, en medio de una balsámica bahía, con monumentos arquitectónicos de gran belleza e importancia. Desde la siempre omnipresente Iglesia Mayor, hasta la exuberancia conventual de la del Carmen , pasando por el impresionante mausoleo que es el Panteón de Marinos Ilustres, o el Puente Zuazo. Me dejo atrás otros lo sé. Sin embargo, la gente de mi pueblo convive con ellos como con los vecinos de toda la vida.
A los isleños de a pie, sin tantos conocimientos histórico-artísticos, que tienen a los arqueólogos como actores de una película de acción -aunque a estos profesionales, a veces, les parecerá serlo de una terror cuando descubren un tesoro inesperado y a alguno, en una poltrona política, se le mete un demonio dentro-.
Bueno, como decía... A mis paisanos, la monumentalidad de su ciudad les parece común. Forma parte de su estampa.

Comentarles del veinticuatro de septiembre de 1810, es hablarles de la calle aquella que da a Antonio López y pasa cerca de Suministros Americanos. Hacerlo de Las Cortes, es que se refieran al Real Teatro que lleva ese nombre o, de nuevo, a la calle que conduce a él (paralela a la ya citada).
Incidirles Sancti Petri es recordar que en la otrora salina de La Magdalena, hoy Real de Feria -título otorgado con fecha de caducidad de apenas siete días-, descampado multifunción el resto del año, y engorro desértico y sucio para los vecinos de la zona, hay un instituto que lleva el nombre de una fortaleza del XVIII y, antes, inmemorial templo dedicado a Hércules que está allá, por donde la playa de Camposoto colea con su nombre y ya se le denomina Punta del Boquerón.
Preguntarles dónde queda el Observatorio de Marina -otra perla en este joyerito que es mi Isla- es que te ubiquen en El Barrero, El Almendral o -ahora- por El Plaza. O si lo haces por La Carraca -donde el submarino de Isaac Peral supo que era el agua de verdad por primera vez-, te mandarán pasar la Bazán y llegar hasta el Puentehierro y to p'alante.
Es decir, para la gente de San Fernando, aquellos monumentos que desde el ayuntamiento se publicitan como reclamo turístico, muchos de ellos Bien de Interés Cultural, ya son parte tan tan intrínseca de ellos, que es como si les interrogaran (en un ejemplo muy exagerado) por dónde vive el Rey de España y, antes de darle coba al que requiere la información con loas al gran personaje, te hablan de Adolfo, Pepe el Caña o Melchor,"el de las tortas".

El patrimonio construído de mi pueblo siempre ha sido mal tratado, y peor gestionado, por quienes debieron ocuparse de ello. Obras tales como el único castillo (o ribat cristianizado) que ocupa su suelo, donde se hizo patente la valentía de un pueblo por defenderse -cuyos guerreros hoy permanecen olvidados en el nomenclator, para guía callejera de propios y extraños-, fue durante años un improvisado, y por siete veces centenario, centro comercial e industrial en manos privadas. Al menos, hasta donde éste que suscribe conoce.
Pero a mis paisanos, como todo aquello que les rodeaba les era tan inherente de tal forma, estaban acostumbrados a contemplar el uso  mercantil de ese y otros inmuebles; y con tal sosiego, desde aquellos muros de piedra del San Romualdo, oían cómo combatían (gallos), o cómo rechinaban los metales (de la empresa de aluminios), o cómo caían al suelo los vídrios tras la dura batalla diaria (de los empleados de la cristalería).
Incluso, desde donde el estrado del antiguo corral de comedias (el nombrado Real Teatro de Las Cortes) -sitio desde el que se proclamaron la libertad e independencia de la España en proceso de napoleonización-, se volvían a escuchar proclamas de esperanzas y gritos de alegrías (de quien cantaba los números del bingo, y de los afortunados que aireaban sus cartones -cual banderas- al aire viciado de la sala).
También era tradicional el silencio tras las paredes del palacete de Lazaga, desde la Casa Micolta, el Cine Salón, y otros tantos edificios emblemáticos, a los que se ha unido -cascote a cascote- el mismísimo palacio consistorial.
Pero llegó la etapa de reestructurar la ciudad. Las nuevas fuerzas políticas, vieron oportuno levantar edificaciones que, jugando con el hemisferio izquierdo de los ciudadanos (ese que nos hace convertir trozos de hierros en la Torre Eiffel), pretendían hacer de mis convecinos bien expertos críticos de Arte, bien jugadores del Telesketch.
¿Ejemplos?
Ejemplos...  Bueno. Eso voy a dejarlo, para una segunda parte en breve.

jueves, 16 de abril de 2015

Memorias de aquella Isla: Un paseo hasta la Plaza. ®

Ayer miraba por Facebook una de esas páginas, que son alivio para el recuerdo de muchos nostálgicos de esta Isla de San Fernando.
Comentaba con algunos miembros, rememoraba con sus comentarios y, de forma traicionera, me asomaba una sonrisa de esas que solo salen cuando te falta algo y tus conexiones sinápticas, y la memoria selectiva, parece recuperarlas en una especie de ensoñación.
Sin duda, fue solo eso: Un sueño.
¡Pero bendito sueño! ¡Qué gran aliado es nuestro cerebro! ¡Y qué puñetero!
Recorría -en ese viaje recuperado, sin haberlo buscado- la callerreal, con sus amplios acerados y su bullicio mañanero. De calles entorpecidas por los coches que se encadenaban en una tremenda pitada, allá entre los cruces de la Plazarrey y el edificio de Correos; iba con mi habitual ensimismamiento a buscar a mi padre, que me aguardaba en el bar Torreplaza, frente al mercado (que como repetir palabras en un escrito se ve como una incorrección, pues...). ¡Pero me da igual! ¡Yo nunca he ído al mercado, sino a la plaza!
En el camino, tropezones y disculpes con la muchedumbre que vestía de color aquellas losetas grises, que decían iban a cambiar por otras más monas con dibujitos (Para entortarme más todavía).
Eran los años en que el servicio de transporte público constaba de hasta ¡cinco líneas! Rara era la vez que veía uno de aquellos chulos vacíos -que era como en mi pueblo se denominaban a los autobuses urbanos-. Y eso que eran incomodísimos y crujían como la puerta de la Iglesia del Carmen cuando la abrían por la mañana. Después vinieron aquellos otros autobuses, cuadrados y feos como la pieza de un Tente, cuyo mayor atractivo, además de no crujir y que los asientos (de un horrible naranja), parecían confortables y más amplios -cuyo plástico te hacían chorrear los muslos en aquellos pegajosos veranos-, era el cartelito que se encendía, para aviso del conductor, y que rezaba "Parada solicitada".
Por el camino muchas tiendas, de esas de toda la vida; el quiosco frente a la calle Cervantes, con mil chucherías donde entretener la vista. Algún banco donde sentarse a esperar... A pagar impuestos -con los años veríamos muchos bancos y algunas tiendas, y desde entonces, en mi ciudad, solo se hablaba de crisis-.
Bares que se llenaban con lepantos y petates marineros, condecorados con los nombres de los pelones de la Compañía, el de la novia (o las conquistas), y el año de la promoción.
Cuando en las cintas de aquellas marciales gorras cambiaron C.I.M. Cádiz por C.I.M. San Fernando, creímos que por fin esta tierra, tan agarrada por su historia más reciente a la defensa del país, tendría alguna consideración por parte de las Administraciones regionales y nacionales.

Y así fue...

En la N-IV, según venías de Jerez, y en la A-4 pasando Las Cabezas de San Juan, el citado Jerez y El Puerto de Santa María, ya se veían -sean los gobernantes loados- señalizaciones que indicaban donde estaba San Fernando. Ya no hacían falta mapas donde, con una lupa, podías distinguir ese puntito negro, puesto a modo de salpicadura, y esa letra en Arial (tamaño 4) que entre un marcado en negrita y en mayúsculas (como corresponde a toda capital) CÁDIZ, y un Arial (tamaño 8) con un "Chiclana de la Frontera", se leía: San Fernando, perdido entre el coloreado azul que indicaba "Parque Natural de la Bahía de Cádiz".
Ya existíamos para el viajero de carreteras más allá del Tiro Janer, y del restaurante, a pie del Puente Zuazo, "El Inesperado" (que yo creo que el nombre venía dado porque nadie se hacía la idea de encontrarse otra ciudad después de Puerto Real y antes de Cádiz).
Bueno. Esto son divagaciones exosinápticas.
Pero en mis recuerdos, sí están muy vivas aquellas escenas de la Plaza llena, del olor de aquellas cafeterías -desde El 44 hasta el Pomar, de babor a estribor de aquella lonja- con sus mesas atestadas, con su papelón de churros y sus cafés como inmejorables y preciados manjares. El sube y baja por las escalinatas consistoriales -cuando el Ayuntamiento funcionaba-, para visitar el mínimo museo municipal. La calle de las tres avenidas, que era incansablemente transitada por gran cantidad de isleños, hasta el mismo Callejón Nuevo.
Sigue, enmarañada entre mis pensamientos, la vitalidad de una ciudad que nunca pensó en verse desierta, sin estarlo. Y aquí solo he hecho memoria, por mor de una sola imagen: la de un sitio concreto visto, por esas casualidades, en las redes. Un cuadro que ya se colorea del ocre ajado.
Aquí empiezan mis Memorias de aquella Isla.

miércoles, 8 de abril de 2015

Regalarte la luna: Un balcón para un aniversario

Lo reconozco: Soy un nostálgico.

En Literatura me apasionaba Bécquer, Larra, Baroja, Machado... Cuando tengo oportunidad para desparramarme escribiendo, lo hago mirando hacia atrás por el rabillo del ojo, cada vez que puedo. Para mí, no todo pasado es un lastre, sino una mercancía con la que me gusta viajar.

En mi memoria guardo muchas cosas. Algunas las comparto, otras me resulta imposible explicarlas, porque es algo tan personal...

Es como ese plato que solo te gusta a ti, y lo paladeas con deleite mientras otros te miran preguntándose cómo puede ser. ¿Cómo explicas que ese sabor contiene, para ti, esencias que te embaucan?

No puedes. O mejor dicho: Ni te molestas en exponerlo. ¿Para qué?

Pues hoy, se da la circunstancia de que mi calendario se viste de rojo. El anodino numeraje negro se pinta de fiesta, porque un nueve de abril de dos mil cinco, se juntaron en el mismo lugar dos devociones que, qué cosas, jamás soñé se dieran fuera de mi Isla adorada. Por un lado el Gran Poder. El vecino más querido de la sevillana plaza de San Lorenzo; por otro, la mujer que osaba desposarse conmigo aquél reluciente, perfecto e inolvidable sábado de la primavera hispalense.
Hace una década contraía matrimonio con la que hoy venero como mi esposa. En aquél marco de insondable belleza, daba el "sí quiero" con más ganas que nunca.

De testigo el Señor de la eterna zancada. Compartiendo aquél momento, personas muy importantes para mí. Algunas ya no están, pero en mi memoria -otra vez la vista a lo que ya no volverá-, permanecen vivas.

De aquella jornada lo recuerdo todo. Sin una coma de menos, ni un punto de más. ¡Todo! Y como ese plato del que antes hablaba, no se puede explicar con palabras el cúmulo de emociones que rememoro.

Tantas vivencias contraídas, tantos momentos grabados a fuego en mi corazón -buenos y no tanto-, logran despertar en mí tal sensación de nostalgia, que no me importaría volver a repetir, minuto a minuto, aquél maravilloso instante.

Sabiendo lo que sé ahora, evitaría muchos errores, salvaría muchas controversias y, sin duda, haría lo que no hice entonces: pedir la mano de la novia (siempre hemos actuado muy a la aventura).
Traería a los mismos invitados. Volvería a ver a mi abuela -matriarca donde las hubiese- feliz; dándome con un disimulo que no le iba, el aguinaldo para los recién casados. Lograría volver a ver la cara iluminada de mi madre -orgullosa madrina-. El rostro emocionado de mi padre, sin saber cómo ponerse la corbata para que no le ahogara el otro nudo: el de la garganta. Los ojos satisfechos y brillantes de mi hermana. Mi hermano en su etapa más rompedora, con ese peinado tan inapropiado. Las lágrimas de la que iba a ser mi mujer, mientras entraba por el basilical pasillo hacia el altar, pensando en el hermano que faltaba allí...

Ayer... Y, a pesar de todo, tan presente.

Después de diez años soportándome todo lo que ha habido que aguantar, solo me resta decir que diez no... Los que hiciesen falta junto a ti, y después, cuando ya se terminen para nosotros las fechas: regalarte la plata de la luna, eternizando ese momento donde nos unimos para siempre.


Te quiero. Feliz aniversario, cariño


Hablar sin palabras

¿Dónde quedan las palabras cuando no son necesarias?

A veces, una mirada, un gesto, sirve para que enmudezcamos y dejemos hablar a los sentidos.

Es un don. La lectura de un libro que no hace falta abrir por la primera página para entenderlo, porque desde cualquiera se puede comprender. 

Así habla una madre con su hijo. Un perro con su cuidador. Los enamorados.
El abuelo con su nieto... Así hablamos con el mismísimo Dios.

En el silencio de los momentos -nuestros momentos-, cuando todo sobra excepto nuestro pensamiento -esa forma de conversar sin decir nada-, encontramos sentido a muchas cosas, dejando a un lado lo que nos impedía hallarlas en nuestro mundo externo. Ese que nos enloquece, nos envilece, nos adormece, nos convierte en seres ajenos a lo que somos en realidad.

He ahí la imagen. 

Un puente que no necesita unirse con nada físico, que se cruza solo con la emoción de los sentimientos. Sin agarrarse a nada, porque sabes que en el otro extremo están los brazos abiertos de quien te espera, y eres capaz de pisar sin miedo a que se caiga. 

La magia de creer. La confianza ciega. Tan difícil de ceder porque en ello va tu alma.

Aunque ya sabíamos que no era imprescindible hablar para expresarnos, nos perdemos en el esfuerzo de tener que decir y, puede, que tan solo haga falta un pequeño guiño para poder declararlo todo.


domingo, 5 de abril de 2015

Solo queda un año

Ahora que en verdad todo pasó, queda el deleite.

Cuando veíamos el Domingo de Ramos lo lejos que aún quedaba el de Resurrección, nos desbordaba la euforia de siete días por delante.

Haciendo uso de la sevillana frase, me permito darle uso para mi casa: "Llegó como llega siempre... Y La Isla la esperaba".

Llegaron las palmas, los capirotes... Llegaron los tumultos, las calles oliendo al perfume de la Pasión, las emociones afloradas, las saetas, las manos enguantadas y la cera... La cera derramada.

Ahora que todo pasó, nos embarga la nostalgia. Es que esto es así, hermano: De la alegría de la Borriquita -tragedia anunciada-, a la melancolía de Cristo triunfante sobre la muerte. ¡Qué complejos y qué contrariados somos los cofrades!

Se fueron como llegaron. Con el esplendor de una primavera, con el recuerdo por bandera de volver a ser vivida otra semana igual. Con las redes llenas de momentos recogidos como un ramillete de flores: con mimo y celo. Con instantes que, por un año, serán irrepetibles.

Ahora que todo pasó, nos queda la reflexión. Sobre lo que hemos experimentado y qué quisieramos hacer la Semana Santa que viene. La introspección. La mirada interior. Las remembranzas.

Reflejos como aquellos que dan en la esquina del paso dorado, mientras muere la tarde regalando detalles. Las escenas que se han perpetuado día a día, encontradas por el azar o no. Eso queda ya.

Disfrutemos de lo que hemos hecho acopio. De haber inculcado, un poco más, nuestros sentimientos a nuestros hijos. De los reencuentros con los amigos. De los adiós con un abrazo.

Ahora que en verdad todo pasó: solo queda esperar. Solo un año, nada más.

(Foto Sergio Gutiérrez)

sábado, 4 de abril de 2015

El silencio de los músicos

Son aquellos que van detrás de los pasos. Esos que logran ponernos el corazón a mil, mientras ante nosotros contemplamos escenas durante todo un año esperada.

Los mismos que en el lugar oportuno -con la precisión de la que solo los artistas son capaces-, ponen la guinda en cada procesionar de nuestras hermandades, haciéndo únicos los momentos.

Desde el que lleva su emblema en banderín o bandera, hasta el del bombo que cierra con su estruendoso latido acompasado el cortejo perfecto, los que evocan la devoción del pueblo.

La banda sonora de nuestra pasión cofrade. El eco que reverbera en nuestras almas, que tiemblan ante la emoción de los instantes. La música de la fe. La parte que logra que, en cualquier mes del año, recordemos aquella Semana Santa.

Los que se expresan en pentagramas, que es el alfabeto universal. Los que claman ¡¡Hosanna!! a Cristo Rey un Domingorramos, y hacen llorar los clarines, tras la soledad de María, un Viernes Santo.

Son quienes no tienen voz durante toda la semana, pero sin ellos parece que algo falta.

En la intimidad de los cambios de partituras, se lamentan de la sordera de quienes solo los tienen como la sintonía que da vida a los pasos que que custodian entre sus acordes.

Pues escuchad sus sones de marcha fúnebre. Quejidos del labio roto, del dedo encallado a redobles que marcan los tiempos, de espalda rendida al peso de la percusión o el viento. Dolores del cirineo que ayuda con sus ensayos, a llevar la cruz de los hombres que amarran su fervor bajo los palos.

Oídlos. Atended a sus ojos que piden respeto, mientras entonan oraciones -aunque sus gargantas callen- que estremecen al mismo Cielo.

(Foto IslaPasión)

viernes, 3 de abril de 2015

Viernes Santo en mis recuerdos

El Viernes Santo siempre fue un día triste para mí. Una jornada de recuerdos cercanos que, poco a poco, se antojaban en hacerse lejanos, como si el Lunes de Pascua fuese un abismo, que se agrandaba si miraba hacia el Domingo de Ramos.

Remembranzas de tardes donde el sol coqueteaba con las nubes, haciendo notar que Cristo había muerto.

Luto en La Isla. Las campanas desde El Carmen tañían ante el suceso, así como hoy sigue ocurriendo.

Melancolía de aquellos días donde cambiaba el blanco de mi antifaz -del Ecce Homo y Gran Poder- por el de una almohada para llevar sobre mi cerviz siempre un calvario.

Andanzas de cofrade al que no le bastaba padecer coronado bajo un capirote, sino que quería conocer, si acaso de soslayo, qué era sufrir, como Jesús, soportando el peso de la madera cayendo a plomo.

En la estrechez del paso viejo que llevaba a María -institución hecha andas-, recuerdo bajar las rampas de la mayor iglesia con el cofrade himno franciscano, y justo sobre mí estaba la Madre Dolorosa junto a la Cruz. No cabía mayor Soledad.

Voces que guiaban mi voluntaria ceguera bajo las caídas negras, y que sucumbían ante la tragedia de la cruz, sola también, envuelta del sudario. Eran la emoción del pueblo, que convertía en marejada de sentimientos la calma de aquella escena que andaba cortito y a las bandas -como Dios manda-.

Tardes de Viernes Santo donde el azar del tiempo, sin abandonar mi empeño de querer dejar el madero, con la madurez de los años, amando cada vez más ese día amargo para el cristiano, colgaba mi traje y mi venera de cordón rojiblanco, después de haber velado a Cristo mismo entregado.

Y con el rito de siempre, a la hora de los Santos Oficios, pertrechado con mis avíos del trabajo bajo los palos, me encaminaba -por el mismo itinerario, como si fuese algo obligado-, Capitanía, Croquer, Real... Aunque ahora dejaba la Iglesia Mayor a un lado. Me persignaba y miraba con cariño, pero buscando un nuevo destino, allá donde el antiguo hospicio. El mismo sitio donde mucho tiempo antes, acudía mi padre para cargar en la Madrugá a la Señora de los Desamparados.

Qué añoranzas de aquellas tardes de Viernes Santo.

Tres golpes secos. La llamada de un capataz que mandaba callando. Pasos casi racheados y sobre mí, de nuevo, la cruz. Otra vez el Gólgota, la soledad del que ha muerto clavado. Distinto, pero casi lo mismo. Sangre de mi Señor, que ha convertido la roca en un campo de lirios.

Aquellos momentos grabados con el cincel del tiempo -que no pasa ni en balde, ni lento-, han dejado en mi memoria recuerdos que no están tan lejos.

Pero hoy, como entonces, cuando en las calles ya no se oye el muñidor del Santo Entierro, ni suena Mater Mea cuando la Madre se reencuentra con el duelo, ni desde San José se escuchan tambores que evocan el dolor, y solo quedan por los callejones un Rosario de desconsuelos, retornan a mi memoria vivencias únicas del Viernes Santo ancladas en otros momentos.

Madrugá isleña

El momento cumbre de la Semana Santa es la Madrugá. Así, en mayúsculas.

Es la noche que sirve de puente hacia la tragedia del Viernes Santo. La noche donde la Vida va encontrando su horrible final, y al amanecer somos capaces de observar que el Señor parece estar, en verdad, cansado. O puede que lo estemos nosotros, y creamos adivinar su zancada lenta y su espalda más quebrada por el peso de la cruz.

¡A saber!

Es la noche de la Esperanza, del Silencio, del Señor de esta bendita tierra. De recogidas de hermandades de barrios en la intimidad de sus gentes, que las aguardan para darles el calor que nadie mejor que ellos saben darles. Desde Pastora hasta la Casería, parando antes en la Bazán.

Dicen que en San Fernando no existe Madrugá. Pero habiendo vivido otras, con sus magníficas escenas llenas de las leyendas que sus pueblos recrearon haciéndolas grandes, hecho en falta la mía. La que conocí siendo niño y descubrí en mi juventud.

La de las tinieblas que acompañan a Cristo en su expiración. La del crujir de su cruz sobre el sobrio paso. La del vacío de palabras. La del sonido inconfundible del andar cargador. La de la voz queda del capataz. La de las miradas a lo alto, buscando la expresión del último segundo que precede a la muerte.

Verde sobre negro. Dándonos un mensaje solapado:
¡Siempre hay Esperanza!

La espesura que dejó la exhalación del Hijo, la Madre la alivia con la luz de su candelería. Tambores que suenan a luto entre calles oscurecidas.

En San Francisco se concitan las sombras y el recogimiento.

Las dos de la madrugada es el contrapunto. Emoción contenida. Murmullos que se hacen clamor.

¡En La Isla manda Dios!

¿A alguien no le queda claro?

Regidor perpétuo, Fuente de devoción, Manantial de promesas, Pañuelo de los desconsuelos, Refugio de los desesperados.

¡Los siglos no pueden equivocarse!

El gentío clamará a su paso, y las saetas serán los pentagramas que sirvan para que no se pierda el mecío, cuando los metales y la percusión enmudezcan para dejarlas escuchar.

Cirios morados alumbran el camino, hasta que el alba nos descubra porqué a Jesús Nazareno, en La Isla, le dicen El Viejo. Y allá por Calleancha, su silueta se recorte en una perfecta postal de nuestra Semana Santa.

Dolores saldrá a buscarlo, entre la bulla y su llanto, y es en la mañana del Viernes Santo cuando el encuentro es el rito que se reza callando.

Rostros satisfechos de un pueblo que se recoge cumpliendo la tradición. Desperdigada procesión de fieles que se retiran al merecido descanso, renovando su maltrecha energía en La Mallorquina, El Pescaíto, La Italiana, El 44...

Bendita esa costumbre que no se debe perder: la de esa Madrugá isleña tan íntima, tan nuestra.

No es la Madrugá macarena, ni la que va trianeando. No es la del Gran Poder, que desde San Lorenzo los costaleros llevan racheando. No es la de los Gitanos, ni la del Silencio de Monsalves, ni la del Calvario. Es la Madrugá de mi Isla de San Fernando.

¿Quién dijo que mi ciudad no tenía esa noche de transito, ensalmo que la hiciera mágica?

miércoles, 1 de abril de 2015

Capirotes blancos

Hay días en el año que te hacen sudar más que otros, bien porque las temperaturas se exhiban con sus altos grados, bien porque en esas jornadas en concreto algo nos haga convertirnos en fuente que chorrea incesante el salado líquido humano.

Para mí, desde que contaba siete años de edad, uno de esos días era el Lunes Santo. Tan solo percibir el ambiente era... ¿Cómo explicarlo? Era un cúmulo de sensaciones tal que desde el primer repique, dado por la mañana, hasta el último en la recogida, todo me hacía estremecer.

Pero de tantos y tantos lunesantos vivídos, tengo una imagen grabada en las largas horas del penitente peregrinar: incontables capirotes blancos.

Cuando la noche ya se apoderaba de todo el sabor cofrade que la tarde se había encargado de colorear, la luz de mi cirio embargaba mis sentidos -tan solo atentos a la llamada del tintineo del jefe de mi sección- cerraba los ojos, casi pretendiendo que ese gesto sirviera de alguna forma de alivio -más psicológico que físico-, y en esa supuesta oscuridad, mi mente vislumbraba una escena llena de capas rojas recortadas por los hombros por albos antifaces.

Reconozco que aquella imagen no lograba que alcanzase reposo alguno, como pretendía al fundir mis párpados en un abrazo. Todo lo contrario, me recordaba lo que aún quedaba por cubrir: tres... Quizás dos horas aún, soportando la incomodidad de aquél cartón sin más, y la asfixiante falta de aire fresco bajo la tela que cubría mi rostro.

Ahora que, por el momento, no cumplo con esa liturgia de revestirme con la túnica de mi hermandad, rememoro aquella visión para hacerla un emblema de una época de mi vida.

Capirotes blancos desde mi niñez, planchados con mimo por mi madre, que junto al resto del ropaje colgado con pulcritud monjil, confirmaba el protocolo que firmaba el inminente cumplimiento de ser vestida.

Primor de puntadas que afianzaban el escudo del que me sentía orgulloso, y parecía que palpitaba al sentirlo tan cerca del corazón una vez terminado de hilar.

Ceremonia de devoción, que a las cinco de la tarde -con la puntualidad de quien sabe que debe cumplir una misión-, se iniciaba con el nervio y el amor de probarse por última vez ese año, para no volver a quitársela, aquella túnica. Y una vez colocado el cíngulo y acomodada la capa, tocaba ponerse el capirote que te hacía un desconocido para todos, y debía ayudar a evadirte de todo aquello que no fuera llevar a efecto ese porqué me visto de penitente.

Capirotes blancos hacia la parroquia; en espera en aquél patio trasero de arena, o frente a las puertas que se abrían y te mostraban un barrio entero esperando ver a su primera cofradía.

Al abrir los ojos de nuevo, regresando de mi abstracción, observaba cómo mis hermanos de devoción mostraban síntomas de cansancio, de relajo que se ocultaba al paso de la pértiga que ordenaba las filas. A mi alrededor una relativa soledad mientras oía, por un lado, aplaudir al Misterio que ya dejaba Ancha, y el alegre redoblar del campanario pastoreño que anunciaba a la ciudad entera que ya regresaba Ecce Homo a su casa, por otro.

Campanillas de orden me mandaban reanudar la marcha, y terminaban por despertarme de ese estado hipnótico en el que me encontraba.

Ya que solo son recuerdos, también los hago mi lema, pues aún cierro los ojos, a pesar del tiempo, y los sigo imaginando como si no hubiera dejado de procesionar. 

Allí están. Como siempre...

Como una parte indivisible de mí, a pesar de los años y la distancia, que se jacta de ser un cofrade de capirote blanco del Lunes Santo.