martes, 13 de enero de 2015

El descanso de los ángeles

¿Alguien sabe dónde van los ángeles cuando descansan?

Sí, descansar. ¿O los soldados de Dios no tienen derecho a tal? Hasta Él tuvo un día de respiro, ¿por qué ellos no?

Quizás reposen entre nube y nube, donde se forman esas figuras tan azarosas que nuestra mente finita solo alcanza a imaginar aquello que reconoció alguna vez: Una muralla, un animal, una montaña... 

Puede que lo inimaginable sea realidad y aquél trozo de tela algodonosa, que pone parches al cielo, sea donde la cohorte celestial se desprenda de la carga de su divinidad para convertirse a semejanza de aquello que proteje. Allí, quizás, se desprenden de las alas de sus espaldas, como si portarlas les supusiera una severa carga.

Sus cabellos, que aparentaban ser oro mismo, parecen no ser tanto como rayos de sol, sino más bien cenizos; es el castigo de ser eternos protectores. El desgaste de una batalla que dura toda una vida. 

Maestros sin libros, que enseñan lecciones cuando el silencio abarca los sentidos en lo profundo de sus alumnos -allá donde el alma-, cuando se calma la furia del desasosiego humano; ese fuego que no se extingue porque la voluntad del hombre está hecha de leños resecos.

Cansados por la vileza de los actos de sus protegidos, entornan sus ojos entristecidos hacia el abismo terrenal, observando de reojo cómo la crueldad renace insistente, resistente a ser vencida. Desde su atalaya contemplan a otros como ellos, que defienden con vehemencia incluso hasta a quienes les injurian, los ignoran, los desprecian, o tan solo no creen en su existencia. La vida del ángel, más allá de su estática representación, es el teatro al que se ven abocados. Actores que se esconden tras un telón de incompresión.

Pero allí están, permanentes; atentos a su deber; cumpliendo con fidelidad su misión hasta el fin de los días, sabedores que su cometido es infinito.

No pueden odiar, no saben hacerlo, y su enfado solo consiste en insistir en el combate para el que fueron preparados; allá donde la crudeza de sus pupilos les llega como puñal por la espalda, relegándolos a mera  superstición para unos o simple invención para otros, mientras dan por hecho -vanidosa humanidad- que conviven solos en este universo.

Entre jirones de aquellas nubes, destrozadas por el azaroso viento, reposan  las huestes de Dios, con sus alas replegadas, descargándose de tanto dolor. 

Quizás el descanso del guerrero no sea más que limpiarse del barro, en el que se afanan por salir bien parados; lamerse las heridas, hacerlas marca y enseñarlas como triunfos de haber peleado contra el mismísimo Diablo.

Puede que cuando cierren los ojos no recuerden la belleza de su Reino, sino la última batalla. El brazo en alto, blandiendo su poder. La voz potente, ahuyentando demonios en nombre del Divino. La mirada retadora, deshaciendo como lava cualquier roca que ose ser escollo en su camino.

¿Dónde se reponen de sus pesares? 

Puede que en esos andrajos sueltos en el tapiz añil del cielo se relaman, escondidos, doloridos, retomando el valor de no dejarse embaucar por el general del Ejército negro, que una vez fue uno de ellos. Que es más fácil aliarse con los hombres, que defenderlos.

No se detiene el tiempo, y me pregunto si los ángeles en realidad descansan o continúan hacia un fin sin desaliento.