martes, 11 de marzo de 2014

El antipregón


Marzo. 34 días para la celebración religiosa por antonomasia: la Semana Santa. Hace nada aún festejábamos el año nuevo, esperábamos el día de Reyes, mirábamos lejanos los carnavales y hoy... Hoy quedan 34 días para el Domingo de Ramos. 

En estos días se renovarán las promesas estatutarias en multitud de eventos religiosos cofrades; habrán reuniones para calmar nervios tras los incesantes quehaceres cuaresmales; habrán reencuentros entre antiguos amigos que un día formaron parte de la misma ilusión y trabajo. Días primaverales que se repiten cada año; con el mismo protocolo, el mismo compás imparable, la misma liturgia de desmantelar aquello que, durante casi un año, se guardaba como joya que se expone con el mayor mimo.

Es la reiteración de la tradición. El guión formal que hay que seguir. Las calles quietas durante muchos meses en el año, ahora se vuelven intranquilas con el vaivén a las casas de hermandad. Es el esquema de cada año. Un esquema con pocas variaciones y muchas directrices, donde tan sólo varían los años y con estos las personas, pero pervive el camino trazado.

Hasta aquí lo hermosa que es esta época de transición para el cristiano. Donde la ceniza cae debe renacer un hombre nuevo. A fin de cuentas en este tiempo nos preparamos, no para quedarnos en el sufrimiento, sino para resucitar al nuevo ser. 

Particularmente siempre he sido muy escueto en mi intervenciones en cualquier ámbito, porque mi máxima siempre era la prudencia, aunque el tiempo me ha enseñado que la prudencia puede ir de la mano de la verdad. Y la verdad, por norma, genera controversia, normalmente porque las verdades son, no pocas veces, difíciles de digerir. 

La verdad de estas fechas también se oculta entre besos de Judas y abrazos del sanedrín; entre sonrisas de Pedros traidores y saludos de palmas que se convierten en flagelos. Porque somos humanos y no somos mejores que el mayor ateo proclamado. Nuestras debilidades, nuestro lado humano más visceral nos hace remover ese espíritu de fraternidad que debemos mantener como timón. Pero esto es así.

Te doy la paz frente al sagrario, en la liturgia divina, en el calor de una parroquia llena de devoción, pero no olvido, no perdono, no cedo. ¿De qué vale tender la mano si tengo el corazón cerrado por rencores?

Convertimos el sagrado acto del amor a la fe en un evento social, sin más fondo que el cumplir lo establecido. Soportando al que se sienta junto a nosotros para compartir al mismo Cristo en comunión. "La paz sea contigo..." Son las palabras del ministro que nos invita a desear la libertad del espíritu de aquello que lo oprime y lo envenena, para poder recibir el cuerpo eucarístico de Cristo. "La paz contigo". Y fundes tu mano con tu vecino, tu amigo, tu hermano en la fe y en la devoción, pero no liberas el espíritu maltrecho. En tu interior pensamientos críticos, calumnias incluso, deseos que deshonran tu condición de portador de la fe que dejaron a tu cargo los cofrades viejos, de los que muchos ya aprendieron sus lecciones. 

Casas de hermandad convertidas en lupanar, donde la palabra hermano se usa con tal frescura que la manchamos con vilezas impropias de quienes deben ser ejemplo de unidad en la fe a través del pasaje evangélico que represente su cofradía. 

Días santos de estación penitencial, de túnicas planchadas, de caminar silente por las calles en busca del destino deseado, de rosarios en manos enguantadas, de miradas al cielo en busca del azul tranquilizador... Días de abrazos mientras se abren las puertas del templo, con Ellos mirándonos desde sus altares caminantes; días de miradas cómplices que adivinan un saludo y un "buena salida", de aquellos mismos que no te quieren para nada, pero que absorbidos por la emotividad del ambiente desean, a diestro y siniestro, concluir el camino penitencial con buen resultado.

Este es el antipregón. Aquél que nadie quiere escuchar. El que es mejor ocultar. El que no se recita entre bambalinas. Para el que no se envía invitaciones. El que no habla de oraciones. El que no se viste de gala. El que habla de la ferocidad entre hermanos, de la lucha por el poder  de ser la junta que gobierne, del derrocamiento de unos y la campaña de votos para otros, del rencor, de la pérdida del sentido del término cofrade en su acepción más fraterna.

Lamento ser yo el antipregonero. Pero desde la libertad de mi balcón, desde el permiso que me confiere la distancia, que me aleja de lo que una vez fue mi vida -en el sentido más estricto-, me permito ser el malo. Porque la visión exiliada, pero no olvidada, de aquel entramado que fue tan querido por mí, me deja la experiencia, las sensaciones antes, durante y después, y el albedrío para ver las cosas con la frialdad suficiente del que lo ha sufrido, de facto o a posteriori, en lo personal y en las personas a quien estimabas.

Tú, que tienes en tu mano el poder de continuar con la tradición cofrade de conmemorar la pasión y muerte de Cristo y celebrar su resurrección, conviertete al espíritu de hombre nuevo que las cenizas que te cruzaron en la frente te recuerdan; porque si esas cenizas no representan más que la llegada de una semana de vello erguido al toque de sones de cornetas y tambores, mi antipregón es justo el pregón que el cofrade necesita.

  

Porque un cofrade no puede ser una pértiga y una tela vacía