miércoles, 10 de junio de 2015

Memorias de aquella Isla: De las distancias

Decimos -yo al menos- que San Fernando es un gran pueblo, o una pequeña ciudad. Con menos terreno que el que ocupaba un 600 aparcado es, a pesar de ello, una de las localidades andaluzas con mayor densidad y con una maldición en el número de habitantes que expone tener; ya ni recuerdo cuánto tiempo llevamos los de aquí arguyendo que somos cien mil almas (en cifras oficiosas), pero eso es tanto como decir que el San Fernando C.D es equipo de Segunda -no ya de Segunda B- por campo, afición y población: es decir, puede ser, pero no llegamos aún a ello.
 
Con lo de la extensión quería exponer que, salvo para visitar las nuevas urbanizaciones que hay en lo que ya decimos el extrarradio, podemos ir a pie a cualquier sitio gracias, también, a que nos han dejado la callerreal como una autopista: libre de gracia alguna y con casi nada que te detenga (eso sí, de pagar el peaje de la paciencia nadie nos ha librado todavía).



Antes, al menos, te parabas para cruzar de acera; te quedabas acarajotao oyendo el pipipipi ese que pusieron en los nuevos semáforos -con pitito y botoncito ad hoc, el cuál ingénuamente pulsábamos de forma inmisericorde, cual mensaje en Morse para forzar el rojo, con el fin de detener a los automóviles-. Entre eso y los pasos de peatones en forma de cuesta, La Isla empezaba a ser una ciudad accesible para personas con ciertas discapacidades. Yo no sé a ellos, pero cuando el pitito aquél tomaba visos de electrocardiograma plano, y el pipipipi era casi un piiiii, anunciando que ya se ponía la luz verde para los vehículos, me entraba un estrés... Ahora me pasa lo mismo pero con el muñequito o el segundero. Cuando el primero pasa de andar a correr, puedo asegurar que sudo y todo.
 
Perdón, otro capítulo donde me disipo (y van diez).
 
Decía que, al menos, cuando deambulabas por aquella calle de las tres avenidas, tenías que hacer un stop peatonal obligado, ya sea por los coches en la hora de los atascos -a eso de las doce de la mañana-, que ahí pensabas "menos mal que he dejado el coche aparcado por el Parque", y ya te parecía lejos solo para ir hasta Correos a echar una carta. Pero, o era eso o aparcar con miedo en la misma calle Dolores, y rezar porque los municipales a esa hora estuviesen en el Torreplaza desayunando.




A eso iba. A la impresión que tenía antes sobre lo extensa que era La Isla.
 
Recuerdo que en la calle Calatrava había una pollería (también, en vocablo culto, llamadas Asadores de pollos. Hasta el vocabulario popular se nos va desgajando) que vendía uno de aquellos manjares desplumados y salseados más exquisitos. Yo, que vivía en la calle Escaño, para ir a comprarlo, acudía junto a mi padre, en el SEAT 127 familiar (éramos cinco y cabíamos. ¿¡Qué es eso de monovolumen!?).
 
Hoy no se me ocurre gastar ni un solo decilitro gasolina para ello.
 
Ya dije en la primera entrada de estas Memorias de aquella Isla, ¡que hasta cinco líneas de autobuses existieron! Y me cabe la duda de si no llegó a crearse una más que, si fue así, duró lo que el Paseo de la Magdalena presentable.
 
Así, había paradas, por ejemplo, desde El Carmen -dirección San Francisco- frente al solar que había en lo que hoy es la biblioteca "Luis Berenguer", otra frente a "Recreativos El Carmen" (originalidad ante todo), justo antes de la esquina de la avenida Manuel de Falla. Donde, por cierto, había una pastelería, atravesando dicha avenida y pasando la joyería de la familia Jones, junto a la Mercería Loli, que me recordaba mucho a la de La Victoria y, ¿a que no adivinan cómo se llamaba?
 
Pues eso. Desde Borrego hasta la Compañía de María podía contarse, en un solo sentido, hasta cuatro paradas en ese breve espacio, y no sé si otras tantas a la viceversa. A ver... Una donde el colegio Miramar, otra donde la Casa de la Juventud -pasando Roype-, otra en la misma Alameda del General Pidal, la del Patio Cambiazo... ¡Buf! ¡Pues fíjense! Hagan lo que los psicólogos llaman un mapa cognitivo (un mapa mental, vamos, grosso modo) y calculen distancias y paradas.
 


Y aún así, entonces, parecía que hubiese más público en las calles que hoy.
 
Visto así, pareciera que San Fernando era una enorme orbe, aunque solo tuviese cuatro grandes vías: Real, San Marcos, Pery Junquera y la de la Carretera de La Carraca.
 
Cierto es que ya casi no hay terraplenes urbanos; esos que habían en el Almendral,  por Cañorrera, El Boquete... Aquellos eran terrados donde muchos niños hacíamos como los topguns (o toh-gan, en nuestro decir) con las bicicletas G.A.C., ORBY, algunos la sin par MOTORETTA, en vez de reactores; cogíamos velocidad, y salíamos disparados al cielo, tras enfilar un advertido montículo que hacía las veces de lanzadera.
 
¡Qué de postillas no habrán salido en nuestras rodillas al terminar el vuelo en aterrizaje forzoso!
 
En mi álbum particular, volviendo a lo de las distancias, tengo la imagen clara, al salir una tarde invernal del Liceo -donde estudiaba-, y tomar el camino hacia el parque Sacramento, para ir a casa de un amigo a hacer la tarea. Al pasar aquella zona -donde se solían instalar los circos que venían por la ciudad-, había que transitar por un callejón angosto que, en las anochecidas, bien pudiera haber servido a Michael Jackson (Maikelyason en mi lengua vernácula) para una de las escenas de su "Thriller".
 
Aquél camino con una sola farola -que no daba luz... ¡Daba miedo!-, que se sujetaba a la fachada sobre una cancela verde, que daba entrada a una huerta. Lo demás era todo chumberas y pedregal. Al pasar aquella temible callejuela, dabas a un inmenso terreno baldío, plagado de la misma vegetación, con lagartijas que eran Tiranosaurios Rex y con más socavones que la orilla de la segunda pista de Camposoto.


Con mis libros de texto Senda y Regata en una maleta, de la marca de ropa juvenil "Río Grande" , llegar desde la zona de Tercio de Flandes, con aquella cuesta horrorosa que padecíamos los alumnos de ese colegio -que los días de levante parecíamos Clint Eastwood (Clin-nisvu en isleño), pero mascando arenisca en vez de tabaco- hasta la Plaza de los Poetas Andaluces, era una odisea hoy inexistente. Ahora, todo ese desierto que describía está perfectamente urbanizado, y con una vida y un callejero impensable en el año ochenta y poco.




Ir a la barriada Bazán, a la de La Ardila, o a La Casería, por ejemplo, era considerado una temeridad hacerlo andando. Sin embargo, para algunos descerebrados (como el que suscribe), que tomaba dirección al primero de los núcleos nombrados, entre vinagrillos, sobre el camino que existía paralelo a la ya citada Carretera de la Carraca, aquella travesía era una aventura que, en mi caso, obtenía el premio de diez duros (o veinte) que me daba mi abuela, para coger el Chulo de vuelta. Cinco era lo que costaba el billete del autobús, lo otro para chucherías variadas, o guardarlo hasta reunir los quince que valía la entrada para la sesión infantil del Cine Almirante (que ese sábado estrenaban Rambo).


Sería mi estatura, y que mi visión y patitas de pequeño saltamontes, recorriendo las calvas que entonces existían, hacía que creyese que mi pueblo era enorme. Sería que, cuando volvía de la escuela a mi casa, sisando el dinero del autobús para gastarlo en Petas-Zetas, en un Cheiw de menta, en Chimos, en un Pita Gol (el instrumento musical más dulce), o en un cartucho de altramuces (eso de chochitos de vieha me daba repelús), uno iba con otra tranquilidad.


 

 



Sería que, para mí, no había más mundo que mi pueblo. Seguramente sería eso.



(Fotografías en El blog de Milano, Leonor Montañés (San Fernando y yo), Ayuntamiento de San Fernando y otros autores)