domingo, 11 de octubre de 2015

Memorias de aquella Isla: Llegó el otoño

Puedo decir que si hay una fecha en especial acorde con estas Memorias, es el otoño.

Quizás por ese papel de retorno que se ha ganado con justicia. Porque sus lluvias puede que contengan la fórmula de la melancolía. Porque sus soles otorguen esa luz que remueve sombras pasadas o, quizás, porque sus sonidos, desde el crepitar de la hojarasca yerta bajo nuestras pisadas, hasta los olores a alhucema que aún salen de detrás de los antiguos portones de recia madera de las antiguas casas o, incluso, hasta el hecho de sacar los arropos de los armarios nos infunde agarrarnos a esas remembranzas, igual que hacíamos de pequeños de la mano de nuestros abuelos buscando ser reconfortados por sus apergaminados tactos.

En La Isla de mi niñez, de mi juventud, recuerdo cómo la pingüe arboleda de la calle Real -vetusta y armoniosa- dejaba caer su frondosa cabellera sobre el enlosado de cuadrículas grises, y un paseo hasta la Alameda suponía una agradable regalo para la vista.



Las piedras ocres de la Iglesia Mayor o las del Carmen parecían envejecer de repente con las primeras lluvias, y el cielo gris ofrecía una estampa de tremenda sobriedad mientras la silueta de los campanarios se recortaban sobre él. En esos pluviales días, hasta los tañidos parecían tener una reverberación distinta, lacónicos y severos. No sé. Sería la impresión infantil.



Entonces era cuando, con el suelo encharcado, los niños -más noveleros que nadie- ansiábamos enfundarnos ese chaquetón tan chulo, o ponernos las botas de aguas. La zapatería de Cabrera, antológico negocio donde los haya, junto a la pastelería de "Los Milagros" (bendita esquina de acera a acera) en la calle Cayetano del Toro, se llenaba de niños buscando aquel calzado, pero no cualquiera, sino uno que hizo furor entre la imberbe infantería -nunca mejor dicho- de un azul mono de los Astilleros con un friso amarillo en su parte superior en el que se leía "Bombi".



De forma indefectible, en mi caso al menos, yo relacionaba aquella marca de coturnos con ese programa, paradigma de los ochenta, que fue el "UN, DOS ,TRES". ¿Por qué... Seráááááá?



Ejem. En fin.

De los otoños de mi infancia tengo el recuerdo de una festividad en la que el pueblo se volcaba en curiosa romería hacia uno de los escasos puntos cumbres -por lo alto- que tiene, el conocido como Cerro de los Mártires.

En San Fernando, que no es una localidad de especial tradición romera, tal y como entendemos este término, aunque el auge de la devoción rociera -exponente álgido- le haya hecho tomar las arenas del camino, lo cierto es que aquella peregrinación anual era todo un acontecimiento social. Sin embargo, en esta tierra de peculiaridades, lo que debía ser en forma concisa una celebración religiosa en honor a los santos Servando y Germán, siempre me ha parecido más a una de aquellas liturgias de los pueblos prerromanos que festejaban la llegada de las estaciones, y clamaban a los dioses por una fructuosa cosecha, y por estos se conmemorase una fiesta en comunión con las dádivas que la temporada regalaba. No en vano se le conoce con el popular nombre del Día del Cerro.




De todas formas, sea como fuere, es de agradecer que el pueblo, fiel a sus costumbres -aunque a veces se les guste de tocar  allí de donde sale el pollo-, hoy como ayer, en mayor o menor medida, siga tomando el camino de Gallineras para hacer buena la costumbre de cascar nueces, almendras, piñones y castañas al ritmo unísono de una piedra sobre otra, con el fondo del caño de Sancti Petri como dosel.

Lo mismo me he excedido en consideraciones.

No es menos cierto que esta época del año siempre tuvo un aire becqueriano, dándose en ella las estampas de más hondura devoción por nuestros muertos. Así, el 141 se convertía en un sitio de asistencia habitual para ir adecentando la ventanita de mármol, y darle una manita de cal y ponerle sus correspondientes ramos de flores. Que alguno ponía aquello que parecía, en vez de un nicho, la fiesta de los patios de Córdoba.



 No era extraño ver por las calles, sobre todo, a mujeres de edad avanzada con cubos y otros útiles de escamondar. Personas de un estricto luto que guardaban con celo el recuerdo de los que se les fueron.

Era cuando en el colegio leíamos fragmentos del Tenorio o Bécquer, y en la la única cadena televisiva -cualquiera aguanta hoy con solo un canal, o dos a lo sumo- a la hora de la merienda, o quizás un poco antes, emitían la escenificación del Don Juan de Zorrilla en un dramático blanco y negro (o gris y negro). 

El último día de octubre, y los primeros de noviembre, eran el paroxismo de la luctuosidad. El respeto en grado sumo por la muerte.



¡Ay, Inés del alma mía! Que de entre estas tumbas hoy ya no se recela del amor canalla, ni se oyen lamentos del comendador. Ahora los difuntos ríen. ¡Y hasta bailan! Frenesí de niños y adultos que se  disfrazan de cuerpos "poríos". Si ya lo decía Mecano, que los muertos aquí se lo pasan muy bien. ¡Y tanto! Que hasta se acercan ya a la puerta de tu casa con eso del truco o trato, y uno (que no está muy ducho en esto, ni preparado) encima se disculpa por no tener qué ofrecer.



El otoño hoy, gracias a nuestra esclavitud comercial, nos aturulla casi desde sus inicios  cuando las marcas nos venden que ¡ya es Navidad! Y el espíritu navideño en diciembre ya está más gastado que los benditos pies del Medinaceli  -y nosotros engoñipados de polvorones y con tres kilos más, por lo bajo-. 

Antaño no era hasta mediados de noviembre con el anuncio del Almendro -lagrimilla en rompan filas- cuando, en apariencia, todo comenzaba a desperezarse en vista a aquellas fiestas, y las músicas de los anuncios como la del perfume femenino "Clyo" -Richard Clayderman al piano creo recordar https://youtu.be/YvgnZ3otSjM -, fagocitaba ese aire de recuerdos que suele traer esa celebración.


Sin embargo, de todos, la figura de la castañera en la calle Rosario apostada frente a aquel callejón angosto y oscuro, que hoy es un pasaje más diáfano e iluminado que da a la plaza de Juan Coello, era el aviso inefable de que la cascada de caídas de hojas del calendiario hasta el final del año era un hecho imparable.



Llegó el otoño, y con él estas #MemoriasdeaquellaIsla se hacen más memoria que nunca porque, como la estación que nos acontece, nos acuna en aquellos recuerdos que duermen plácidos y aletargados esperando ser removidos, al igual que el gélido viento con esas hojas que yacen en el suelo que decía al principio.

(Imágenes de sanfernandoyyoblogspot.com y varios autores)