lunes, 11 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: Nuestra banda sonora. ®

Cuando sepas apreciar el silencio, oirás el eco de tu pensamiento.
No. No es un proverbio chino, ni árabe: es mío. Quizás, ya lo dijese antes algún filósofo. Solo puedo jurar que se me ha ocurrido a mí.
En fin. Siguiendo con mis Memorias de aquella Isla, me quedo con un momento de la niñez que, no sé por qué, tiene como banda sonora "Para Elisa". Puede que la escuchara inconscientemente, mientras salían sus notas de algún cierro (así se le dicen en mi pueblo a las grandes ventanas enrejadas de sus casonas), en tanto yo buscaba el alivio al estrés infantil del colegio entre el ajardinado de La Glorieta, donde me detenía a jugar, puesto que mi padre tuvo por la zona -en Joly Velasco-, el primer restaurante Self Service de la ciudad: El Atlántico.
El recuerdo es de una tarde primaveral, junto a las escaleras al monumento al Sagrado Corazón, en el Paseo del General Lobo. Y, a pesar de las ganas de correr y brincar, me detuvo el silencio impropio en aquellas horas de niños saliendo de las escuelas -¿recuerdan cuando se salía a las cinco y media o seis de las clases?-.
Esa es la escena: Un cielo límpio de nubes, el trinar de pájaros, el colorido de los setos y el contrapunto con las grises fuentes en desuso, y aquél vacío de jaleos.
En La Isla, había rincones donde la ausencia de ruidos era para hacerles un museo a la paz del espíritu.

Pero no todo era sosiego.
La vida fluía entre el murmullo de sus calles, donde la gente de mi tierra se socializaba antes que existieran Feisbu, Tuiter y demás espacios tan limitados (fíjense sí lo estarán, que en uno se escribe en un muro, y en el otro no puedes piar más de ciento cuarenta caracteres).
Estas redes sociales -las de entonces- eran tres principalmente, además de las de los barrios. Allí sí que se retuiteaba con el famoso "boca a boca". Como decía, las principales eran, a saber: Real, Rosario y San Rafael. Allí se concentraba la flor y nata isleña (o sea, toda su gente), en busca del desahogo que ofrecía una pausada caminata entre saludos y charlas.

Estábamos rodeados de ruidos.
Como los de aquellos chulos, que echaban más gases que un abuelito a base de AeroRed. Ruidos del barquillero, apostado entre la rotonda de la plazaiglesia y la Alameda, anunciando su canutera mercancía. Ruidos de las colas esperando entrar al cine Almirante. Ruidos de platos y comandas que salían de los Hermanos Picó o La Mallorquina. Ruidos de las sirenas de los colegios. Ruidos de silbatos, cuando la policía local ponía orden al profuso tráfico que colapsaba algunas vías en las salidas de los empleados de la Bazán, la Constructora Naval, los Astilleros, de los alumnos de los distintos centros educativos, de los que trabajaban en la Plaza...
Mi pueblo -qué me gusta decir eso- era un lugar con mucha alegría, donde algunas de esas injerencias acústicas formaban parte de su mismísima idiosincracia: el famoso pito de la Constructora (redundo, lo sé), los lejanos disparos en las prácticas de tiro en el Janer, Camposoto o por la carretera de la Casería (antes de Ossio), los pregones callejeros de empresarios ambulantes, donde con solo una breve rima o una simple conjugación de palabras -para los foráneos ininteligibles-, se sabía qué manjar vendían (paaassaaaaaa'la). El anodino llamamiento del "afilaaaaóóóó", o el grito desesperado de ese autobús acordeón (ya fuese el Canario o la Carterilla), cuando giraba por la torta (término popular que significa glorieta o rotonda) frente al Salymar...
La ciudad convivía entre aquellos estruendos de a diario, como lo hacía con sus estrambóticos monumentos (véase El Dadaísmo cañailla, en esta misma serie). Eran parte de ella, y no molestaban al oído como aquellas esculturas no lo hacían a la vista.
Ruidos a campanadas, casi de maitines, las que redoblaban, amaneciendo el día, desde La Pastora. Mientras el barrio entero se desperezaba con un baldeo mañanero de sus acerados por parte de sus amantes vecinos. Ruidos de gorriones y golondrinas y muuuuchos buenos días (esa cortesía de antes).
Ruidos en las mañanas. ¡Y en las noches! Cuando se oía en el verano el eco de la película del Gran Cinema Madariaga. ¡Ahí sí que se disfrutaba viendo cine! Con el mejor dolbisurraun: el del cielo isleño. Y con ese perfume a dama de noche, que ríanse de los fregasuelos olor a rosas blancas by Vittorio y Luchino de hoy.
Ruidos a "con Dios" del cuerpo de barrenderos al encontrarse con algún transeunte trasnochado. Los recuerdo bajando la calle de mi abuelo, por Mariana de Pineda, como si fueran la Santa Compaña; musitando las historias de sus vidas, con el acompasado bombeo de los carros que empujaban rebotando en el adoquinado.
Ruido a tertulias veraniegas, al fresquito que regalaban las noches. Porque si algo maravilloso tiene mi pueblo, es que un día de estío acompañado del Levante te deja derrengao (o sea, echo un papel de churros: doblado y aceitoso), pero las noches... Eso es para hacerle otro monumento, y ponerlo en la entrada a La Isla por Cádiz, y quitar ese otro tan inútil (por lo menos, hasta ahora) de la Mohosa. ¡Eso sí que es representativo!
Me voy del tema...
Hablaba de ese soniquete contínuo de voces que se templaban haciendo honor a las intempestivas horas, y que se acompañaban unas veces de risas, carcajadas o, incluso, de la percusión de palmadas si la anécdota que se contaba merecía la pena (ya sea palmada única, que por lo general representaba ser sorpresiva; o palmada contínua que, sin duda, implicaba satisfacción).
Ruidos a golpes de ventanas y aquellas persianas -que se recogían de tubulares maneras-al paso del Levante (oooootra vez) que mantenía un pulso de poder a poder con las aldabillas que sujetaban las puertas entreabiertas y que, de paso, se unían a la orquesta con toques de tintineo.
Pues sí... Iba a comentar sobre el silencio, pero he descubierto que los sonidos de mi pueblo también tenían derecho a ser, por una vez, leídos más que oídos. Sobre todo, porque más de uno de ellos, que formaban parte del hilo musical de San Fernando, hoy lo son de su historia, y han desaparecido junto a otras tantas cosas que ahora echamos en falta.
Visto lo visto, y como mi intención era escribir sobre lo contrario que he hecho, hago buena la reflexión con que inicié esta cuarta entrega: en ocasiones, detenerte a revisar el pasado, ayuda a comprender tu presente.



Fotografías en El
Güichi de Carlos,
SanFernandoy
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