miércoles, 8 de abril de 2015

Regalarte la luna: Un balcón para un aniversario

Lo reconozco: Soy un nostálgico.

En Literatura me apasionaba Bécquer, Larra, Baroja, Machado... Cuando tengo oportunidad para desparramarme escribiendo, lo hago mirando hacia atrás por el rabillo del ojo, cada vez que puedo. Para mí, no todo pasado es un lastre, sino una mercancía con la que me gusta viajar.

En mi memoria guardo muchas cosas. Algunas las comparto, otras me resulta imposible explicarlas, porque es algo tan personal...

Es como ese plato que solo te gusta a ti, y lo paladeas con deleite mientras otros te miran preguntándose cómo puede ser. ¿Cómo explicas que ese sabor contiene, para ti, esencias que te embaucan?

No puedes. O mejor dicho: Ni te molestas en exponerlo. ¿Para qué?

Pues hoy, se da la circunstancia de que mi calendario se viste de rojo. El anodino numeraje negro se pinta de fiesta, porque un nueve de abril de dos mil cinco, se juntaron en el mismo lugar dos devociones que, qué cosas, jamás soñé se dieran fuera de mi Isla adorada. Por un lado el Gran Poder. El vecino más querido de la sevillana plaza de San Lorenzo; por otro, la mujer que osaba desposarse conmigo aquél reluciente, perfecto e inolvidable sábado de la primavera hispalense.
Hace una década contraía matrimonio con la que hoy venero como mi esposa. En aquél marco de insondable belleza, daba el "sí quiero" con más ganas que nunca.

De testigo el Señor de la eterna zancada. Compartiendo aquél momento, personas muy importantes para mí. Algunas ya no están, pero en mi memoria -otra vez la vista a lo que ya no volverá-, permanecen vivas.

De aquella jornada lo recuerdo todo. Sin una coma de menos, ni un punto de más. ¡Todo! Y como ese plato del que antes hablaba, no se puede explicar con palabras el cúmulo de emociones que rememoro.

Tantas vivencias contraídas, tantos momentos grabados a fuego en mi corazón -buenos y no tanto-, logran despertar en mí tal sensación de nostalgia, que no me importaría volver a repetir, minuto a minuto, aquél maravilloso instante.

Sabiendo lo que sé ahora, evitaría muchos errores, salvaría muchas controversias y, sin duda, haría lo que no hice entonces: pedir la mano de la novia (siempre hemos actuado muy a la aventura).
Traería a los mismos invitados. Volvería a ver a mi abuela -matriarca donde las hubiese- feliz; dándome con un disimulo que no le iba, el aguinaldo para los recién casados. Lograría volver a ver la cara iluminada de mi madre -orgullosa madrina-. El rostro emocionado de mi padre, sin saber cómo ponerse la corbata para que no le ahogara el otro nudo: el de la garganta. Los ojos satisfechos y brillantes de mi hermana. Mi hermano en su etapa más rompedora, con ese peinado tan inapropiado. Las lágrimas de la que iba a ser mi mujer, mientras entraba por el basilical pasillo hacia el altar, pensando en el hermano que faltaba allí...

Ayer... Y, a pesar de todo, tan presente.

Después de diez años soportándome todo lo que ha habido que aguantar, solo me resta decir que diez no... Los que hiciesen falta junto a ti, y después, cuando ya se terminen para nosotros las fechas: regalarte la plata de la luna, eternizando ese momento donde nos unimos para siempre.


Te quiero. Feliz aniversario, cariño


Hablar sin palabras

¿Dónde quedan las palabras cuando no son necesarias?

A veces, una mirada, un gesto, sirve para que enmudezcamos y dejemos hablar a los sentidos.

Es un don. La lectura de un libro que no hace falta abrir por la primera página para entenderlo, porque desde cualquiera se puede comprender. 

Así habla una madre con su hijo. Un perro con su cuidador. Los enamorados.
El abuelo con su nieto... Así hablamos con el mismísimo Dios.

En el silencio de los momentos -nuestros momentos-, cuando todo sobra excepto nuestro pensamiento -esa forma de conversar sin decir nada-, encontramos sentido a muchas cosas, dejando a un lado lo que nos impedía hallarlas en nuestro mundo externo. Ese que nos enloquece, nos envilece, nos adormece, nos convierte en seres ajenos a lo que somos en realidad.

He ahí la imagen. 

Un puente que no necesita unirse con nada físico, que se cruza solo con la emoción de los sentimientos. Sin agarrarse a nada, porque sabes que en el otro extremo están los brazos abiertos de quien te espera, y eres capaz de pisar sin miedo a que se caiga. 

La magia de creer. La confianza ciega. Tan difícil de ceder porque en ello va tu alma.

Aunque ya sabíamos que no era imprescindible hablar para expresarnos, nos perdemos en el esfuerzo de tener que decir y, puede, que tan solo haga falta un pequeño guiño para poder declararlo todo.