domingo, 28 de junio de 2015

Allá en lo negro

Qué hermoso es perderse mirando ese techo negro que no tiene fin, en el que creemos adivinar un nuevo puntito brillante de vez en cuando. Ese puntito lleva ahí mismo brillando desde hace millones de años. ¡Qué ingénuo!

Sin embargo, qué bello es saber que aquello que es un todo, a saber si eterno, donde nos vemos reflejados por la razón que sea, está siempre para reconfortarnos en su profundidad.

¿Soledad? No... Introspección del alma.

Ahí está. Ese cielo zaino que miro yo ahora, es aquél que miraba hace años en el mismo sitio que la imagen refleja, a kilómetros de distancia. Ha cambiado el lugar, pero permanece la sensación y, cada día que pasa, crece la emoción de seguir mirando hacia arriba, porque los que para unos es la gran nada, para mí es el gran misterio del todo, insisto en ello.

Qué grande es sentirse un Quijote gracias a esa oscuridad que cubre cada palmo de la vista alzada, mientras te ayuda a esbozar una sonrisa cuando todo te aplasta, animandote a creer en el mañana por el que debes luchar, a pesar de las duras pruebas de la vida.

No hacedme mucho caso. Son divagaciones que expreso en el silencio, y comparto solo con ese cielo pintado de universo.Pretendiendo que mi pensamiento, qué paradoja, sea escuchado por los que ya lo conocen de cerca, y hace tiempo dejaron esta verdad a medias que es nuestra existencia.

No os detengáis en estas palabras, hasta que no lo hagáis buscando con vuestros ojos la paz de ese gran dosel oscuro.

Cuando estéis ante él, libres de las cadenas que os sujetan esclavos a estar por completo informados de todo, al tanto de cada cosa, de quienes os rodean, de las redes sociales, de las ideologías, del pragmatismo, de la razón impuesta admitida por cada uno, elevad vuestra cabeza y sentíos humildes por una vez, porque sois -somos- una mota, una brizna, una gota...

Qué bien se siente uno cuando es capaz de conectar con lo que está fuera de su alcance, sin necesidad de tecnologías, solo con su persona, y sonreir al contactar con aquello que ya le parece lejano y vuelve en forma de vívido recuerdo. De volver a sentir voces que ya no oímos, momentos que pensábamos perdidos...

¡Sí, sonríe! Por fin, por una vez, te has encontrado a ti mismo más allá de la realidad que nos plantean cada día. Ya sabes cómo volver a hacerlo cada vez que te sientas perdido, agobiado, pesaroso, angustiado o, simplemente, aburrido.

Yo sigo mi camino. Me alegra haber tenido esta breve conversación contigo, puede que en otra ocasión nos volvamos a encontrar bajo esta calma que regala la noche. En tanto, amigo mío, voy a seguir luchando contra los molinos.

Sé feliz, y no olvides que tú también tienes algo de Quijote.


sábado, 27 de junio de 2015

Memorias de aquella Isla: De Juan y Juana y la llegada del verano

Recuerdo de pequeño, llegada la fecha del solsticio de verano (que es cool decirlo así), cuando el veinticuatro de junio era fiesta en mi casa. El santoral -qué quieren que les diga, yo no soy cool-, marcaba ese día como especial en mi familia.

En mi barrio, las felicitaciones eran constantes oírse a tantos juanes y juanas como aquella gran familia que se era tuviesen.

Hubo un tiempo -no hace tanto de ello, veintitantos años nada más-, donde la hermandad del Ecce Homo organizaba una verbena popular en el patio terrizo posterior de la parroquia, aprovechando la coincidencia nominal del joven apóstol al que rendían culto, con el del decapitado bautista de Jesús.

Tomo como referencia este hecho, sin mayor relevancia, para trasladarme a esas fechas donde todo era un punto y aparte.

Para nosotros -cuando el prime time televisivo lo ocupaban programas tales como El precio justo  o el Un, dos, tres- los que hoy somos más o menos cuarentones, la proximidad de la festividad de San Juan Bautista era el punto y final para el curso en el colegio. El llamado día más largo del año se aprovechaba como si tras éste viniese el apocalípsis y no fuese haber más verano.
 
 

Se iniciaba la liberación del yugo de los libros de texto (peso, que no era poco, que debíamos llevar sobre nuestros hombros), horarios impuestos, exámenes y castigos por haber sido apuntados en la pizarra de la clase, por el alumno puesto para ello a dedo, por el profesor (astuto maniqueo que lograba que estos anotadores fuesen, a posteriori, linchados a cosquis). A partir de esa jornada, nuestra única obligación consistía en actuar con la libertad de ser lo que éramos: Niños.
 
 
 

En toda la ciudad, en muchos barrios, no se pasaba por alto cumplir la tradición de nuestros ancestros, coincidiendo con aquella noche tan especial, de quemar aquello que representaba el pasado, lo malo, lo que debía marcharse, convirtiéndolo en cenizas que el viento desperdigara.

El hacer popular, que es muy sabio, supo recoger esta antigua enseñanza de evasión psicológica de romper con lo que nos aturdía en cuerpo y espíritu; y en esta tierra, donde el ingenio es un don natural, en la que hasta la invasión gabacha nos hizo crear nuevos platos gastronómicos adaptados por la necesidad (como la tortilla de patatas), nos quedamos con la copla, y como aquello ya citado del solsticio de verano nos resultaba muy repipi, le dimos nombre propio: En La Isla, era el día de Juan y Juana.

¡Tal cuál! ¡Sin discrepancias sexistas! Así constaba para todos. Y en la memoria local, salida de no sé dónde -ni tan siquiera qué sentido tenía en realidad-, conocíamos aquella estrofa que decía:

        Juan y Juana se casan mañana/ con una gitana/
 que tiene las tetas como unas campanas.

Aunque tengo una versión más coherente, donde la calé de tan sonantes mamas era la tal Juana. En fin...

Era como una especie de letrilla sortilégica que, sobre todo los púberes, entonábamos a modo de rito, o tan solo porque mentar las gracias femeninas generaba aquella risita tonta. Qué felices éramos...

Como aquella verbena pastoreña que decía, raro era el barrio que no organizaba su particular versión (casi inquisitorial) de llevar a la pira a esos personajes hechos de trapos, que representaban nuestros propios demonios, mientras creíamos verlos gritar en el crepitar de las llamas, que era alimentada de muebles, cajas, y otros objetos inservibles de fácil prender.
 
 

De todos los lugares, sin duda, La Meca era el barrio que es balcón de La Isla a la bahía gaditana, y que tanto he nombrado en estas Memorias: La Casería.

Por entonces, los vecinos convertían sus calles, sus casapuertas o sus patios en escaparates del buen humor, y aquello -salvando las comparaciones- era como contemplar los ninots de las Fallas valencianas, pero en versión cañailla. Esta costumbre no era exclusiva del sitio, sino que se extendía a otras zonas de la localidad, pero en aquél enclave adquiría cierta magia y era inevitable su visita para hacer buena la costumbre.

Las calles aledañas de la plaza de san Juan (como no podía llamarse de otra forma), hasta el mismo camino hacia la playa, era una peregrinación contínua de curioso y expectante público que esperaba ver como, aquella noche, en el terraplén rapado y libre de vinagrillos, maleza variopinta y cambalache de basuras variadas que de forma habitual contenía, los más avezados saltaban entre el incendiario monumento a la motivación por destruir lo que creíamos nos había dañado. Todo ello, acompañado de alguna barra donde aliviar gargantas, estómagos y, algunos, otras penas para olvidar.

La fiesta de los caseros era el preludio de lo que quedaba por venir en julio.

Tras la traca de fuegos artificiales, alguno completaba el ensalmo bajo las aguas aquietadas, dando más de un susto a chocos, lisas y mojarras, que dudo esperasen invasión alguna a tales horas en la tranquilidad de su salino hogar.
 
 

En tanto, la mayoría enfilaba el Camino de la Cruz  (http://latardetranquila.blogspot.com/2015/06/memorias-de-aquella-isla-la-leyenda-del.html)  para dispersarse tras el nostálgico paisaje de chumberas y araucarias; aunque, a esas horas, no era melancolía lo que se palpaba, sino la sensación de qué lejos se estaba, desde allí, de cualquier sitio.

La noche se apaciguaba y, tras los pasos de los que regresaban limpios de males, el ladrar lejano de algún perro, el sonido del motor de una Campera imposible de señalar su rumbo, la tediosa cadencia del canto de los grillos y, en la lejanía, la banda sonora de alguna película traída por los vientos marineros desde el mismo manchón de Madariaga.

Había empezado, de forma oficial para nosotros, aquel maravilloso verano.


Hoy se ha hecho feria de aquella velada junto al fuego y al mar, y ha quedado para el recuerdo su sencillez, pero no su espíritu, gracias a Dios... Y a sus vecinos.
 
 
 

miércoles, 10 de junio de 2015

Memorias de aquella Isla: De las distancias

Decimos -yo al menos- que San Fernando es un gran pueblo, o una pequeña ciudad. Con menos terreno que el que ocupaba un 600 aparcado es, a pesar de ello, una de las localidades andaluzas con mayor densidad y con una maldición en el número de habitantes que expone tener; ya ni recuerdo cuánto tiempo llevamos los de aquí arguyendo que somos cien mil almas (en cifras oficiosas), pero eso es tanto como decir que el San Fernando C.D es equipo de Segunda -no ya de Segunda B- por campo, afición y población: es decir, puede ser, pero no llegamos aún a ello.
 
Con lo de la extensión quería exponer que, salvo para visitar las nuevas urbanizaciones que hay en lo que ya decimos el extrarradio, podemos ir a pie a cualquier sitio gracias, también, a que nos han dejado la callerreal como una autopista: libre de gracia alguna y con casi nada que te detenga (eso sí, de pagar el peaje de la paciencia nadie nos ha librado todavía).



Antes, al menos, te parabas para cruzar de acera; te quedabas acarajotao oyendo el pipipipi ese que pusieron en los nuevos semáforos -con pitito y botoncito ad hoc, el cuál ingénuamente pulsábamos de forma inmisericorde, cual mensaje en Morse para forzar el rojo, con el fin de detener a los automóviles-. Entre eso y los pasos de peatones en forma de cuesta, La Isla empezaba a ser una ciudad accesible para personas con ciertas discapacidades. Yo no sé a ellos, pero cuando el pitito aquél tomaba visos de electrocardiograma plano, y el pipipipi era casi un piiiii, anunciando que ya se ponía la luz verde para los vehículos, me entraba un estrés... Ahora me pasa lo mismo pero con el muñequito o el segundero. Cuando el primero pasa de andar a correr, puedo asegurar que sudo y todo.
 
Perdón, otro capítulo donde me disipo (y van diez).
 
Decía que, al menos, cuando deambulabas por aquella calle de las tres avenidas, tenías que hacer un stop peatonal obligado, ya sea por los coches en la hora de los atascos -a eso de las doce de la mañana-, que ahí pensabas "menos mal que he dejado el coche aparcado por el Parque", y ya te parecía lejos solo para ir hasta Correos a echar una carta. Pero, o era eso o aparcar con miedo en la misma calle Dolores, y rezar porque los municipales a esa hora estuviesen en el Torreplaza desayunando.




A eso iba. A la impresión que tenía antes sobre lo extensa que era La Isla.
 
Recuerdo que en la calle Calatrava había una pollería (también, en vocablo culto, llamadas Asadores de pollos. Hasta el vocabulario popular se nos va desgajando) que vendía uno de aquellos manjares desplumados y salseados más exquisitos. Yo, que vivía en la calle Escaño, para ir a comprarlo, acudía junto a mi padre, en el SEAT 127 familiar (éramos cinco y cabíamos. ¿¡Qué es eso de monovolumen!?).
 
Hoy no se me ocurre gastar ni un solo decilitro gasolina para ello.
 
Ya dije en la primera entrada de estas Memorias de aquella Isla, ¡que hasta cinco líneas de autobuses existieron! Y me cabe la duda de si no llegó a crearse una más que, si fue así, duró lo que el Paseo de la Magdalena presentable.
 
Así, había paradas, por ejemplo, desde El Carmen -dirección San Francisco- frente al solar que había en lo que hoy es la biblioteca "Luis Berenguer", otra frente a "Recreativos El Carmen" (originalidad ante todo), justo antes de la esquina de la avenida Manuel de Falla. Donde, por cierto, había una pastelería, atravesando dicha avenida y pasando la joyería de la familia Jones, junto a la Mercería Loli, que me recordaba mucho a la de La Victoria y, ¿a que no adivinan cómo se llamaba?
 
Pues eso. Desde Borrego hasta la Compañía de María podía contarse, en un solo sentido, hasta cuatro paradas en ese breve espacio, y no sé si otras tantas a la viceversa. A ver... Una donde el colegio Miramar, otra donde la Casa de la Juventud -pasando Roype-, otra en la misma Alameda del General Pidal, la del Patio Cambiazo... ¡Buf! ¡Pues fíjense! Hagan lo que los psicólogos llaman un mapa cognitivo (un mapa mental, vamos, grosso modo) y calculen distancias y paradas.
 


Y aún así, entonces, parecía que hubiese más público en las calles que hoy.
 
Visto así, pareciera que San Fernando era una enorme orbe, aunque solo tuviese cuatro grandes vías: Real, San Marcos, Pery Junquera y la de la Carretera de La Carraca.
 
Cierto es que ya casi no hay terraplenes urbanos; esos que habían en el Almendral,  por Cañorrera, El Boquete... Aquellos eran terrados donde muchos niños hacíamos como los topguns (o toh-gan, en nuestro decir) con las bicicletas G.A.C., ORBY, algunos la sin par MOTORETTA, en vez de reactores; cogíamos velocidad, y salíamos disparados al cielo, tras enfilar un advertido montículo que hacía las veces de lanzadera.
 
¡Qué de postillas no habrán salido en nuestras rodillas al terminar el vuelo en aterrizaje forzoso!
 
En mi álbum particular, volviendo a lo de las distancias, tengo la imagen clara, al salir una tarde invernal del Liceo -donde estudiaba-, y tomar el camino hacia el parque Sacramento, para ir a casa de un amigo a hacer la tarea. Al pasar aquella zona -donde se solían instalar los circos que venían por la ciudad-, había que transitar por un callejón angosto que, en las anochecidas, bien pudiera haber servido a Michael Jackson (Maikelyason en mi lengua vernácula) para una de las escenas de su "Thriller".
 
Aquél camino con una sola farola -que no daba luz... ¡Daba miedo!-, que se sujetaba a la fachada sobre una cancela verde, que daba entrada a una huerta. Lo demás era todo chumberas y pedregal. Al pasar aquella temible callejuela, dabas a un inmenso terreno baldío, plagado de la misma vegetación, con lagartijas que eran Tiranosaurios Rex y con más socavones que la orilla de la segunda pista de Camposoto.


Con mis libros de texto Senda y Regata en una maleta, de la marca de ropa juvenil "Río Grande" , llegar desde la zona de Tercio de Flandes, con aquella cuesta horrorosa que padecíamos los alumnos de ese colegio -que los días de levante parecíamos Clint Eastwood (Clin-nisvu en isleño), pero mascando arenisca en vez de tabaco- hasta la Plaza de los Poetas Andaluces, era una odisea hoy inexistente. Ahora, todo ese desierto que describía está perfectamente urbanizado, y con una vida y un callejero impensable en el año ochenta y poco.




Ir a la barriada Bazán, a la de La Ardila, o a La Casería, por ejemplo, era considerado una temeridad hacerlo andando. Sin embargo, para algunos descerebrados (como el que suscribe), que tomaba dirección al primero de los núcleos nombrados, entre vinagrillos, sobre el camino que existía paralelo a la ya citada Carretera de la Carraca, aquella travesía era una aventura que, en mi caso, obtenía el premio de diez duros (o veinte) que me daba mi abuela, para coger el Chulo de vuelta. Cinco era lo que costaba el billete del autobús, lo otro para chucherías variadas, o guardarlo hasta reunir los quince que valía la entrada para la sesión infantil del Cine Almirante (que ese sábado estrenaban Rambo).


Sería mi estatura, y que mi visión y patitas de pequeño saltamontes, recorriendo las calvas que entonces existían, hacía que creyese que mi pueblo era enorme. Sería que, cuando volvía de la escuela a mi casa, sisando el dinero del autobús para gastarlo en Petas-Zetas, en un Cheiw de menta, en Chimos, en un Pita Gol (el instrumento musical más dulce), o en un cartucho de altramuces (eso de chochitos de vieha me daba repelús), uno iba con otra tranquilidad.


 

 



Sería que, para mí, no había más mundo que mi pueblo. Seguramente sería eso.



(Fotografías en El blog de Milano, Leonor Montañés (San Fernando y yo), Ayuntamiento de San Fernando y otros autores)