jueves, 9 de julio de 2015

Cada nueve de julio

-¡A las nueve de la mañana en la casahermandad!

La orden era diáfana. El mes de julio había llegado, y con éste se esperaba que comenzase la Feria del Carmen.

Hacía un par de semanas habíamos terminado con la verbena de San Juan, un intento de sacar algunos duros que ayudase a la estricta economía de la hermandad, pero que conllevaba demasiados quehaceres y esfuerzos para tan pocos beneficios. Ahora, con aquella taxativa llamada, volvían los fantasmas de los montajes, las guardias y los turnos, pero a un nivel superlativo.

Aquella tarde habíamos empezado a trasladar en la camioneta, agenciada por Lorenzo -el hombre buscalotodo-, los herrajes verdes que se custodiaban en un pequeño trastero alquilado dentro del convento que auspiciaban a las Madres Capuchinas.

Eran las cinco de la tarde y repicaban campanas dentro del claustro que enmudecían el vocerío de los presentes -niños, la mayoría, que empezaban a hacerse hombres-, mientras soportábamos el peso de aquella estructura por construir que sacábamos en cadena del breve habitáculo.

- Cubicojo corto, cubicojo corto... ¡Cubicojo largo!

Y Herrera, el chico, -por apellidos, como en el colegio-, contaba lo inútil, apuntándolo con tiza -para más inri- en la trasera de aquél vehículo traído para la ocasión, pagando la factura de novato, mientras unos se sonreían y otros, tan perdidos como él, no sabíamos muy bien si acompañar las aviesas sonrisas, no sea que por burlarte de la ignorancia ajena tú fueses el próximo.

Ese año, hubo cambios internos en todas las cofradías, y el Obispado determinó la necesidad de unir en un solo grupo las anteriores juntas auxiliares que, algunas corporaciones, separaban por sexos.

Las niñas arrimaban sus delicados hombros a aquellos otros, tampoco demasiado fornidos, de los chicos, haciendo buena la normativa de la curia.

Entre golpes, que sonaban como si se cincelara -a lo taller del orfebre Domínguez- lo que sería nuestra caseta, iba alzándose aquella catedral que lo sería del comercio, bebercio y otros herzios.

-Aquí los paneles esos... -mandaba
Eduardo-.

-Antonio... Los cables de las lamparas de la cocina, ¿por dónde?- interrogaba un melenudo Morejón, mientras el eterno y siempre imprescindible Antonio Galán revisaba el resto de material-.

Quien más y quien menos se afanaba en hacer realidad aquella obra de ingeniería feriante bajo indicaciones, casi marciales, que recordaban el reciente pasado militar que había imperado en la hermandad, gracias a la castrense Junta de Gobierno que había regido sus designios durante ocho años.

Nueve de julio, y tras dos días intensos a turno partido con un calor que derretía las ideas, se empezaba a decorar, por fin, el armatoste metálico que habíamos levantado. Tocaba comprobar la destreza para hacer de la papiroflexia el revestimiento que diera color y aire festivo a esos tubos sin gracia alguna, dibujando de blancos, azules y rojos el ferroso recinto.

La hora del almuerzo marcaba el ahora y el después. Cuerpos derrengados por un levante incipiente, que ya venía vestido de corto a quedarse, y un cansino pasar de las horas hacían mella en jóvenes y mayores. Bernabé y Antonio Bernal se quedaban, bicicletas incluídas, haciendo la guardería en aquellas horas de plato en mesa, mientras buscaban el dial por el que escuchar la etapa de ese día del Tour de Francia.

Para esa ocasión se cambiaba, a decir del incombustible Ángel Camas, el Pufin (Surfing) por el Esprite (Sprite) -aunque él seguía prefiriendo el primero, porque era más económico. ¡Eso es un tesorero!-. Y en el momento que el sol estrangulaba más que quemaba, daba igual la marca del refresco, que entraban igual de bien (y eso pudo comprobarlo él mismo).

A eso de las cinco, el camino hacia La Magdalena era un calvario; con el estómago calmado y la morriña en pie de guerra, acompañados de la calima estival, pisar el terrizo de la antigua salina era un suplicio.

Sin embargo, esa tarde comenzaba una tradición: la merienda del Presi.

Sí, sí. Esa tarde de julio, el montaje de la caseta se posponía unos minutos. Era el cumpleaños de Jesús, delegado, representante o -como le decíamos- presidente del instaurado Grupo Joven. Unos simples bollos, a gusto de los insospechados comensales, suponía un regalo que daba un aporte extra de hermandad.

Así ese año, y al otro, y al siguiente, y al de después, cada nueve de julio se consolidaban esos breves minutos de punto y aparte en la laboriosa tarea, que no era más que el preámbulo de lo que aún restaba por llegar, casi una semana viviendo junto al Puente Zuazo y a sus albinas al compás de sevillanas (inolvidables aquellas de "Voy a sacar a bailar a la del vestido blanco").

Hoy, más de veinte años después, sigo recordando con cariño y nostalgia aquellas interminables jornadas de pre-feria. Sigo teniendo la visión de mi hermano Jesús Cruz, en aquél día de celebración para él y quienes lo queríamos (sentimiento que sigue patente), con los paquetes del rico dulce y esa expresión seria, pero ilusionada, en su rostro mientras nos los ofrecía.

Hoy, recuerdos de momentos de intensa amistad y efectiva hermandad junto a muchos que, hoy, la distancia nos mantiene separados, y en algunos casos de forma insalvable, a no ser que se mire al cielo.

En este otro nueve de julio...

¡Felicidades hermano!