domingo, 21 de diciembre de 2014

Entre mil almas

La mañana animaba a disfrutarla. Un inmejorable domingo de invierno que rememoraba aquellos otros primaverales que tanta felicidad solían regalar sus soles.

Pasear por el parque animaba siempre su ánimo, de cuando en cuando, cabizbajo. Aquella alameda sin muros colindaba con el cementerio, y no era raro verlo transitar de recinto a recinto, como deseando encontrar en vida el sosiego que solo en la muerte se puede hallar. 





Ese día decidió visitar aquella ciudad de los silencios. Entrar a través de la portada centenaria con el Alfa y el
Omega como bienvenida causaba en él una profunda sensación de tranquilidad. Sentía como, si tras aquellas murallas de antiguo adobe, acabaran todos los problemas para él. Y, en cierto modo, así era.



Al pisar el grisáceo enlosado del camposanto, su respiración agitada por una extraña emoción se volvía pausada, como si la lúgubre calma del lugar lo aplacara. Quizás era verdad eso que alguna vez escuchó sobre que los muertos, en ese terreno de la podredumbre, absorben la vitalidad que solo la vida da. Quién sabe...

A sus pies una melodía que sonaba a fúnebre; sus pisadas, que se hacían eco entre las calles de nichos.

"Buen padre y esposo. 1903-1962" Leía en uno de los mármoles en tanto continuaba su procesionar. Recapacitaba, casi sin querelo, acerca de aquél hombre que ya llevaba medio siglo allí apostado. Se preguntaba quién sería, qué habría conseguido, qué sueños dejó sin poder alcanzar, qué fue para quienes le conocieron, cuántas penurias resistió.



Una batería de cuestiones que le llevaban a una realidad: la que se mostraba ante él. Daba igual si la persona que se ocultó entre aquellos ladrillos ya eternos era catedrático de Matemáticas o un simple trabajador sin más. A partir de ese punto solo era importante su memoria, el recuerdo que dejó, las risas que regaló, las lágrimas con las que bañó mejillas -da igual su porqué-. Era el ejemplo máximo que a él le bastaba para animarse tras las desazones de la existencia.



No estaba loco, no. Filosofaba con la muerte, porque la vida era demasiado práctica: "Tanto tienes, tanto vales. Tanto vales, tanto te admiran. Tanto te admiran, tanto te consideran. Tanto te consideran, tanto eres". Aunque la realidad no fuera tal y resultases ser un auténtico estúpido engreído sin corazón ni sentimientos por lo que no fuese tú o tu círculo más íntimo. 

En su vuelta por las avenidas, para muchos de la desesperanza, se detenía a contemplar las lápidas de los pequeños ángeles que, por su inexperiencia en este mundo, no les valía otro trato que ese: ser portadores del mismo espíritu de Dios por sus almas blancas.



Inhalaba el aire, a veces viciado, de ciertos callejones que parecían escondidos y obscuros y olían ciertamente a muerto. Un hedor rancio que no resultaba, a priori, desagradable, sino insólito; desconocido para no pocos que no sabrían definir lo que respiraban, suponiendo que eran las flores marchitas lo que reconocían.


Ese perfume agrio, que le era familiar, le indicaba que en aquél sitio escondido y sombrío se reunían aquellas ánimas que antes de serlo fueron malhechores de alguna u otra forma y, tras el tránsito de la muerte, continuaron sin encontrar el camino hacia la luz, persiguiendo sin duda las nieblas de lo incierto, quedándose vagando y perdidos en un mar sin faros.



El recorrido por el museo de los tributos a los que se fueron culminaba frente a la capilla y los panteones de ilustres personalidades, que procuraron mostrar el esplendor de sus actos en sus tumbas. Se encaminó hacia la salida y cierta melancolía se apoderó de él, así como una inconmensurable paz.

 Al reencontrarse con el día más allá de los entristecidos cipreses, contempló un parque infantil que se erigía como Meca de peregrinos niños, que se apoderaban de las atracciones que aguardaban como si fuese el mismo maná. Sonrió condescendiente, y acudió a su mente la imagen de un querubín serigrafiado en una alba losa encastrillada en el funesto hueco hecho de la pared.

"La vida es demasiado práctica -se insistió- y no concibe la felicidad sin la pena".

Se abrochó un poco más su abrigo, y con la mañana despidiéndose en una solana tarde que recién llegaba, suspiró, exhalando el último aliento de aquella quietud que dejaba atrás entre mil almas, y se resignó a seguir deambulando en el pragmatismo de lo vital.




Regreso de un desconocido

Andaba hacia donde me aguardaban, sin prisa, sin pausa, aparcando mi mirada, que no mis pasos, en aquellos rincones que me vieron crecer. 

Detenía mis oídos, que no mi camino, voces que se me antojaban familiares y me di cuenta cuánto las añoraba, sin cuento alguno de falsas nostalgias.

Retornaba a mí conocidas formas de expresión, casi olvidadas en el cementerio de la memoria, y asomaba a mi cara una sonrisa sin ser forzada; sincera y natural, como la de un niño.

Acudían ajadas estampas de otros tiempos, reflejadas en los rostros avejentados de aquellos con los que alguna vez compartí algo.

Comprobé que yo también había cambiado, ganado en pliegues sobre mi piel y en blancos en mi sien. Y comprendí que era un extraño entre la mayoría de la que una vez me rodeé. Entonces la sonrisa se tornó en una mueca de tristeza, de melancolía, de resignación.

Mientras intentaba pasar inadvertido entre quienes dudaban de si el desconocido que discurría entre ellos era tal, preferí seguir adelante con la mirada perdida, sin llegar a estarlo en realidad, camuflando el verdadero sentimiento que pretendía mandar en mi alma, casi deshojada: El de la emoción de querer ser reconocido y bienvenido, como el hijo pródigo que regresa al hogar.

Pero mis pies no hacían caso al corazón, sino a la cabeza y prosiguieron sus andares hacia el destino que tenían previsto. Pero era inevitable, casi ineludible, pasear mis ojos por aquellos pasajes de mi niñez, mi adolescencia, mi juventud y mi incipiente madurez, y como si de una traicionera trampa se tratara mi espíritu, que se hallaba revuelto, golpeó mis pupilas hacia unas losas en un albo muro que dibujaban una de las pasiones de mi vida, una de las primitivas motivaciones que me hicieron como soy y que, por la maldad de mis acciones, me recrimino cada día no haberla seguido con el mismo afán de entonces. En la piedra fría, un nombre: el mío. 

La triste mueca recobró su original fuer, y volvió a alumbrar mi cara una sonrisa disimulada que calmaba la desazón de mi ser.

Volví la vista atrás, como queriendo deshacer el mal trago del momento pasado deteniéndome, esta vez sí, asistiendo a mi memoria momentos de un ayer que no me sonaba tan lejano, aunque sin duda ya lo es. 

Encaminé de nuevo mi rumbo, y pensé satisfecho que en aquella nívea pared quedaría de alguna forma grabado el recuerdo de aquella vez que formé parte del lugar aquél.