martes, 28 de julio de 2015

Memorias de aquella Isla: Aquellas tiendas

La vida de una ciudad, un pueblo, entre otras cosas, también se mide por el movimiento de sus comercios. La aparición de nuevos establecimientos, no solo de grandes superficies, sino del pequeño y mediano empresario, pulsa cómo de bien o mal está económicamente el lugar.
 
San Fernando, tuvo calles comerciales más allá de Rosario, Real o San Rafael. Eran las vías de las tiendas de barrio, esas en las que el tendero te apuntaba la cuenta en un papel de estraza con números a la redondilla. Perfectos. Donde te despachaban un octavo de aquello, o cuarto y mitad de lo otro, y los gramos se quedaban para los libros de ciencias en el colegio.
 
 
 
Esos paraísos donde podía encontrarse de todo, el que te atendía te conocía de toda la vida, y podías dejar fiado sin tener que sacarte una tarjeta de crédito -nómina por delante-. Nada de inmensas calles donde te pierdes buscando un paquete de azúcar; ya cogía el vendedor y te localizaba el producto, y si estaba en lo alto, con un palo y un apaño al extremo, a modo de brazo con pinzas, te lo bajaba en un plis; ni de aires acondicionados que, den frío o calor, te hacen pillarla al salir a la calle. ¡Un ventilador! De esos de pie gris y aspas azuladas, con más polvillo que un bollo de La Victoria.
 
¿Eso de hacer de Indiana Jones, tratando de encontrar un responsable de departamento en aquel 'templo maldito' del gasto, a veces, innecesario? ¡Tesquiyá!
 
Paco, ¿tienes Dalky? -y Paco, que estaba cortando chorizo pamplonica, levantaba la mirada sobre la montura de unas gafas gruesas de pasta oscura y cristales de 'culobotella', te identificaba, bajaba de nuevo la vista, y respondía:
 
- En la cámara (frigorífica), arriba a la derecha. Detrás de los Chamburcy.
 
Eficacia cien por cien. Sin esperas, ni malas caras porque eres el cliente número doscientos que le pregunta.
 
Casi todas las tiendas eran auténticos museos.
 
Museo del Aroma. Donde era imposible no perderte entre los olores que rezumaban los productos que ofrecía.
 
Museo de las Ciencias.  Allí aprendías que:
 
´veintedelasmariposasmásochentadelcaféCienmásunoctavodeharinadegarbanzoscincuentaCientocincuenta
máscuartodesalchichóndoscincuentaCuatrocientasmáscuarentadeunpaquetedepapelhigiénicodelElefante
¡TotalCuatrocuarenta!'.
 
Sin anestesia. Mientras intentabas descifrar el trabalenguas matemático cuando, al mirar la cuenta en un trozo de papel de envolver viandas, aún ibas por el octavo de harina de garbanzos.
 
Museo de las Buenas Costumbres. Con su correspondientes 'Buenos días, tardes o noches' por delante. Con el tuteo respetuoso y no ese casi despectivo de hoy, donde se pierde la perspectiva, a veces, de las correctas maneras. Esas que, cuando se te colaba Pepa -la de Manolo, el de la Constructora- con toda la pachorra, utilizaba la gracia natural para echarle cara y, al final, te callabas porque, total... Por una botella de leche de 'La Merced', no te vas a poner a malas con la vecina.
 
 
 
Hagan lo mismo hoy... De todo hay, cierto, pero compruébenlo.
 
Museo de Historia. Cientos, miles, infinitas las de veces que se escuchaban (o se ponía la antena), mientras se aguardaba el turno o te despachaban y colocaban en aquellas balanzas, donde el visor del peso parecía un cuentakilómetros, el manjar elegido. Cuando no se utilizaba una romana...
 
Museo en sí mismo, donde era imposible dejar de mirar, porque lo mismo te colgaban un jamón del gran Jabugo o Guijuelo, que tenían tras un cristal -en oportuna refrigeración- un tinto Savin original (no era un reserva, pero bien acompañaba).
 
 
 
De las catacumbas ya ni hablamos. Auténticos y siempre abundantes tesoros, guardados a buen recaudo en la oscura habitación con la tenue luminaria de un par de bombillas desnudas. Pero eso como los archivos vaticanos: un misterio para el lego.
 
Algunos de aquellos escuetos locales, eran el santo grial para el ama de casa en apuro un domingo a la una de la tarde.
 
Pues sí. Había también tienda de guardia. Eso que hoy las grandes entidades llaman apertura extraordinaria, antes era un servicio común de algunos comerciantes (a.Ch. M. y L.)* que, con tino, abrían las mañanas dominicales y, en contadas excepciones, hasta por la tarde. Satisfaciendo las urgencias de los hogares. Tales eran, por ejemplo, Ultramarinos Pepe (en Ruiz Marcet) o La Llave-Real (frente al imprescindible El Dean -o Ardean, como gusten-). Ambos establecimientos aún perduran, solo cambiados unos metros la ubicación del segundo.
 
Lugares que pertenecen a la historia de mi pueblo, y con nombre propio y de gran solera. Recordados son, por ejemplo, el local que hoy ocupa, frente a la pastelería La Nueva Campana, en la calle Rosario, que fue el de Vicente. Abrir sus puertas era volver lustros atrás. Alimentación Ginés, en la de Mazarredo, que era una provocación para el paladar y donde, casi nunca, había una hora donde poder ser atendido sin tener el breve espacio que quedaba entre el mostrador y la puerta totalmente copado. Su propietario, siempre con la sonrisa puesta, hizo del arte de cortar jamón algo virtuoso. Hasta se paladeaba en cada corte. Como buen empresario, sabía captar clientela ofreciendo sus productos mientras los servía. Casa Gregorio, en Cardenal Spínola.
 
 
 
 
Gregorio, montañés de aquellos de los que La Isla, en sus comienzos como población a extenderse, allá por el siglo XVIII, se plagó. Un pequeño accesorio -de tantos que tiene la ciudad-, que fue epicentro donde abastecer al consumidor de aquella zona linde del barrio pastoreño. Entusiasta e innovador, ferviente seguidor del Rácing de Santander -como bien lo hacía constar un banderín de aquel club colocado en un sitio preferente-, creó el primer servicio de reparto a domicilio que conocí (sin gasto alguno para el destinatario).
 
Justo al lado, a su izquierda, había un taller mecánico, donde muchos niños acudíamos a dar el coñazo y que nos llenaran las ruedas de las bicicletas o los balones. Y a la derecha estuvo, en los bajos del edificio con entrada por la calle Requetés de España (o Vicario), la Peña Taurina "Ruiz Miguel".
 
 
 
Barrios y tiendas tenían un especial vínculo. Tal era el citado de La Pastora y sus negocios como el de Alfredo, Paco , el Lechero (estos ya citados en otro capítulo anterior), el refino de la calle Santo Domingo, la panadería-bollería La Pastora (popularmente conocida como "El Lorito"), la pastelería La Estrella en la calle Hernán Cortés, Casa Sánchez en Santa Rosalía... Y antes de llegar a la calle Real, pasando por uno de los rincones más emblemáticos de todo San Fernando, el callejón de Croquer, una mínima librería, regentada por un  matrimonio ya anciano, donde lo mismo se podía encontrar una novela de Corín Tellado, que un TBO con la Familia Trapisonda o Gordito Relleno, una de aquellos coleccionables de Roberto Alcázar y Pedrin (digo...) que una de aquellas novelas del Far West.
 
 
 
 
Así, por ejemplo, en el barrio de la Iglesia Mayor, encontrábamos la popularísima "La Llave", en la calle Almirante Cervera; el bar Quitaapetito,  Alimentación El Cañón, o la panadería y Horno de San Lorenzo, sin salir de aquella calle. En la de Nicola, más conocida como Callejón de la Plaza de Toros, estaba "El Calabocillo". Una de aquellas tiendas-güichis de entonces, como lo fue la citada de Alfredo o Casa Sánchez.
 
 
 
Eran los años del boom de los videoclubs, como el DobleR que se hallaba junto al Callejón de los Palos (inicio de la calle Mariana de Arteaga), Sonimagen, en la calle de Las Cortes -cuando el teatro era un bingo-, aunque cuya actividad era la venta de artículos, como bien indica su nombre, de sonido e imagen. En los Almacenes Valle, donde lo mismo te encontrabas una película de Pajares y Esteso, que un traje para la boda de tu primo; o el llamado Paranoia, que fue todo un revulsivo en este sentido, situado en la calle Calatrava esquina con Maestro Portela, donde no había título que no se encontrase.
 
 
 
Tuvo mi tierra vida empresarial. Cines que se coparon y, a su cierre, aún había quienes querían sacarle rendimiento a los amplios, como pasó con el renombrado y recordado "Almirante" y pusieron después una discoteca. Papelerías con tanta solera como el Puente Zuazo; tal era el caso de García Bozano, La Voz o Piorno por ejemplo. Deportes como el Andalucía. Pastelerías como la de Picó, El Arqueño, Los Ángeles y aquella donde los quitahambres eran para quitarse el sombrero: Los Milagros.
 
 
  Me dejo muchos, pero que muchos de aquellos establecimientos que fueron referentes en mi pueblo. Imposible olvidar Galerías MónacoModas Jisol, Aparicio, Seón para el hombre; el bar La Marina o el  siempre rememorado restaurante La Maestranza -estos últimos puntos ineludibles para nuestros pelones-. Indispensable Alimentación La Cita, la Panadería Ruiz. Eterno El 44. ¿Y de El 45, quién se acuerda? El Sotanillo, otro clásico. Luchadores empedernidos por mantener las buenas costumbres de no faltar a encuentros que ya se antojan dentro de lo clásico: La Mallorquina o La Gran Vía. Más que clásicos, incunables Almacenes Blanco, Corsetería Ramírez o Mercería Aragón, cuyo escaparate, en el último caso, es un visor de cada fiesta que repercute en La Isla. El Pasaje de la Música, Créditos Dice, Casa Naca, Bar Santander, Repuestos El Canario, Farmacia Matute, Autoescuela Anglada...
 
 
 
   Así podía copar páginas enteras, pero ya hay otras publicaciones de grandes escritores de referencia que los detallan con mucha más precisión, estos y otros que no aparecen aquí. No los evoco por olvido, ni porque no tuvieran su importancia para el comercio local, sino porque si paso a detallar cada uno, este capítulo no acabaría. Todos tuvieron repercusión en los isleños de los ochenta y los noventa y, gracias a Dios, aún hoy podemos seguir adquiriendo sus productos en algunos de ellos.
 
   Eso sí, me dejo un sector oculto. No... No es el de las grandes empresas, como la E. N. Bazán, por ejemplo, o la mismísima Armada Española -que también contribuyó lo suyo-. O a aquellas dedicadas a nuestra cultura de la sal o los productos del mar. Tampoco me refiero a aquel apoteósico resurgir de las freidurías/churrerías de extremo a extremo de la ciudad, como la del Nazareno, en Montañeses de La Isla, Virgen del Carmen, junto al conocido como Callejón de los Gritos,  La Ruleta, Tetuán, o la de inexcusable parada de Antonio  en la calle Ancha -activos todavía-... Que hacían que los itinerarios no se centrasen solo en las de la calle Real o en la de La Estación.
 
 
 
   No. Existía otro comercio más íntimo, más cercano todavía que algunos de los nombrados. Eran aquellos regentados por vecinos en sus propios domicilios, normalmente de chucherías. Siempre abiertos, sin horarios, una delicia para los niños, donde no se te ocurría entrar dando bandazos junto a otro amigo, pues entrabas en una vivienda particular. Rafaela, Catalina, Rosa... Eran empresarias, nunca mejor dicho, de andar por casa. Podían denominarse, quizás, empresas domésticas. No había barrio que no contase con una.
 
   Hoy el emprendedor en San Fernando se lo piensa, aunque algo hemos avanzado; donde antes había un banco, hoy hay una nueva iniciativa y, desde luego retornar a la época a.Ch.M.L*. parece complejo.

   ¿Que qué época es esa? Pues la que había antes de los chinos, moros y latinos.
 
   ¡Cuidado! Me merecen el mayor respeto, no lo digo en modo despectivo alguno, pues muy buenos amigos tengo entre ellos. Pero está claro que ellos cuentan, unos con beneficios fiscales que no poseemos los españoles, y otros con el empuje que les han dado sus antecesores cuando -qué cosas- nos conquistaron con sus chiquiprecios. Antes íbamos a Ceuta por un transistor AM/FM, o a ver qué podíamos traer de allí baratito sin pasar por el de la tienda de siempre, que es un carero; hoy, no nos hace falta coger el Ferry para cruzar el Estrecho.
 
    En memoria de aquellos negocios que han quedado impresos en la vida de los isleños, los conocieran o no, la última fotografía es de uno de aquellos de toda la vida, aunque desapareciese hace años: Los Dardanelos.

Imágenes tomadas de "SanFernandoyyo.blogspot.com" y del "El Güichi de Carlos"
 
 

lunes, 27 de julio de 2015

La promesa

Te voy hacer una promesa que es como la ola en el mar. 

No voy a proclamar pactos de fuegos fatuos, que desaparecen sin saber dónde van.

No quemaré mi nombre junto al tuyo en un papel, representando en el amor unirse sin final.
                Mas si las cenizas se las lleva el viento,
              ¿quién me dice por dónde las esparcirá?

No los escribiré en el árbol en su madera, que se moja y se pudre, que se seca y se acaba por astillar.
                  
No los grabaré en oro ni plata que el destino, más que cruel , puede ser antojadizo y es muy efímero el metal.
                     ¿Es más importante el brillo de los quilates o el peso de la necesidad?
                      Poderoso caballero, cáncer de la humanidad.

No los haré zurcir en seda alguna. Que la tela se puede deshilachar, y no hay remiendo que la dejase igual. 

No dejaré que los cincelen en mármol, evocando a la eternidad, que el recuerdo en piedra es fría sensibilidad.

Así, te voy a hacer una promesa que es como la ola en el mar, que muere en la orilla y renace allá, donde la inmensidad.

No dejaré de ser espuma de sal. No dejaré de ser quien robe el corazón que en la arena dibujas. Ladrón que se deja robar.

                                Si me llevo de la arena el palpitar, tú te llevas el latido de mi profundidad.
En el rumor del mar, en su quietud o en la tempestad, en su susurro sin final, es donde nuestros nombres -prometo- no morirán.


domingo, 26 de julio de 2015

Esencia. Un trazo del flamenco

La esencia es la gota del perfume, esa que sola se basta para penetrar. No hay que buscar en lo externo que la banaliza.

El estertor del cantaor, los ojos cerrados sintiendo el quejío, los puños cerrados agarrando el alma o las manos abiertas entregándonosla.

La vibración de la guitarra en su femenino cuerpo de madera, que rompe del espíritu la pasión.

La percusión de las palmas creando el compás.

Bandera, la falda de la bailaora. Taconeo que hipnotiza. Ensalmo el movimiento de sus dedos.

Hombría la del bailaor. Marciales sus botines, que desfilan sobre el suelo marcando el ritmo, mientras la flamenca le baila los amores.

El río fino de mesa en mesa, que riega los cristales esbeltos de claro oro, mientras los nudillos hacen de improvisadas cajas sobre el tablero.

El laberinto de los sentidos. Donde el oído ve, sin necesidad de tener ojos, y éstos son capaces de oír sin despegar los párpados. Donde el tacto se hace gusto que goza paladeando el arte, y el gusto tienta la emoción. El olfato es el único capaz de mantenerse cuerdo, hasta que cae solera de Chiclana o de Jerez en la cata.

Fervor, sentimiento. Es la religión del flamenco. Donde la oración en su liturgia es un hondo cante.

¿La esencia? Empaparse de esa sola gota.

(Fotografía de Juan Silva)




sábado, 25 de julio de 2015

Despedidas



Si un adiós lo acompaña una sonrisa, es una invitación a otra bienvenida.
Si el adiós lo acompaña una mirada perdida, es un no sé si volverás a mi vida.
Si ese adiós lo acompaña un beso, es más un hasta luego que el regreso avisa.
Si aún al adiós lo acompaña una mueca descreida, porque jamás retornes suplica.
Si aquél adiós lo acompaña un suspiro, es el alma quien crepita a llama viva.
La despedida es un sentir complejo, pero no hay adiós que el espíritu no conciba.
Pero aquella que logra que las lágrimas quemen, es la que se recuerda hasta el fin de los días.


Cuando cae la noche

Cuando la noche cae es cuando el espíritu más se eleva porque, cuando el día cede, la negrura libera.

Ponte a revisar tu mañana. Tus idas, tus venidas, tus obligaciones, el horario hecho a la medida.

Cuando cae la noche, respiras. El aire te despeja, cuando antes te apresaba el mínimo aliento que dieras.

Ponte a contemplar ahora, cuando las calles están oscurecidas, si al inspirar hondo no notas en verdad la vida.

Cuando cae la noche, cuando se hunde el sol tras las sabanas marineras y al cielo le salen lentejuelas.


viernes, 10 de julio de 2015

Memorias de aquella Isla: Una de fantasmas

Con seguridad, muchos sepan de historias que pondrían la piel de gallina. Vivencias de un amigo de un amigo, que se lo contó un vecino que es padre de un compañero del colegio del niño. Narraciones que, quizás, nos han acompañado durante años a través de la tradición oral familiar, como parte de ese legado que nuestros mayores nos dejaron y, hoy, forman parte inherente de nuestra particular leyenda porque, auque no creamos en ellos, los fantasmas siempre han acompañado al hombre.

Así, por ejemplo, en mi casa, consta la del pato que, al ser degollado la noche del veintitrés de diciembre, para ser servido como cena en la gran velada de la Nochebuena al día siguiente, se vengó de su verdugo –mi abuelo paterno- el cuál no era especialmente ducho en esos menesteres que, como buen gitano que era, cualquier cosa relacionada con la muerte le imponía grandísimo respeto. ¡Cualquiera hacía que Juan cogiese un ataúd para honrar a difunto alguno!



Pues el citado ánade, como queriendo escarmentarlo, al asir el buen hombre el cuchillo para rebanarle el cuello y justo en el momento de gestar tal acto, a juicio del padre de mi padre, el animal expiró mientras profería un espeluznante “¡Juaaaan!”.

El pobre de mi abuelo, con ese reparo que ya le provocaba tener que sacrificar al plumífero, soltó un exabrupto impropio de él, tiró la afilada guillotina al suelo, y dejó al desgraciado pato dando vueltas descabezado, dejando las paredes y el suelo del patinillo como si hubiese matado un cochino en lugar de un ave.

Ni que decir tiene que el bicho en cuestión no fue sino su último y desaforado cuac lo que exhaló, entre el miedo y el dolor. Asimismo, tampoco sería difícil suponer que en la casa de mi padre, no se mató un animal más.

Bueno, vergüenzas aparte, regresando al tema que exponía. Quien más y quien menos, tendrá en su haber alguna atribución que, como manda todo buen anecdotario, podamos contar en esos momentos donde las circunstancias nos permiten desenvolvernos con más facilidad para sacarla de nuestro particular baúl de los recuerdos que es nuestra mente.

Indagando por aquí y por allá de mis memorias de aquella Isla, me vienen a la mente algunos relatos escuchados de pequeño sobre espectros a altas horas de la noche que aparecían con más intención de que la gente se ocultara que, precisamente, de aparecerse a ellos. Son los de aquellos años de las cartillas de racionamiento, del queso americano y del Plan Marshall, que creaba fantasmas allá donde la necesidad ya era, en sí misma, algo terrorífico, y el estraperlo estaba al orden del día, y en orden de busca y captura por la Policía.

Sin embargo, sí recuerdo, con conocimiento de causa, hechos que fueron alguna vez vox populi, teniendo cierta repercusión; aunque quedaron ya en tonos ajados e, incluso, hasta olvidados.

Eran los tiempos donde llamábamos a la Verónica. Un espíritu, suponíamos femenino, que dormía esperando ser despertada al ser nombrada tres veces, mientras se la conjuraba ante una Biblia –que digo yo que sería por darle más morbo- que, cerrada, mordía unas tijeras entre sus páginas. Al terminar el ensalmo, se aguardaba que la tal presencia hiciese acto de lo idem.

Este ser era, sobre todo, reclamado por las niñas. ¿Motivos? ¡Ni idea! Como tampoco entendía porqué les era atractivo Miguelito Bosé con su Don Diablo.




Los niños veíamos estupefactos como la tele era la entrada de unos seres que se llevaban a la pequeña Caroline a una dimensión desconocida. Algunos veíamos aquél programa del doctor Jiménez del Oso (Más allá), y nuestros sueños comenzaban a perturbarse por culpa de misterios como el del Crimen de los Galindos, OVNIS y demás caterva fantasmagórica con que el conocido psiquiatra y periodista nos dejaba pasmados en cada emisión.

Dicho lo cuál, uno -que ya entraba en una edad en la que se empapaba de todo y, al tratar de estos temas, hasta la cama-, rememoraba la historia de la alfombra maldita encontrada en el descampado que ocupaba la trasera del bloque cuatro de la barriada Bazán, tras el muro que separaba aquella zona de las vías del tren. ¿La desconocen?



Una niña que jugaba en aquel lugar la encontró en un estado tan ideal, que no se resistió a tomarla para sí, colocándola en su habitación.

Durante las dos noches posteriores, ni ésta ni su hermana, con la que compartía dormitorio, pudieron conciliar el sueño, debido a –según ellas- una honda respiración que las atemorizaban haciéndoles imposible el sueño y que, a su decir, procedían de la citada esterilla.

Mentes aviesas dicen que aquello no fue más que una evasión psicológica de la pequeña para evitar pensar que aquellos jadeos venían, en realidad, de la habitación contígua, donde cohabitaban sus progenitores. Siendo que aquellos estertores le resultaban sobrecogedores.

En fin, realidad o no, lo cierto era que en mi cuarto no entraba felpudo alguno, por si las moscas.

De aquellos años, donde la imaginación infantil era capaz de desbordar cualquier realidad adulta, mantengo frescos en mi retentiva algunos sucesos que se dijeron reales, por cuanto contaron con más de un testigo que confirmó su veracidad; algunos por gente de edad avanzada que no ganaba nada con difundirlo.

El primero de ellos -podríamos titular El patio- hace referencia a una antigua casa de vecinos que existió en la calle Escaño, justo al lado de un comercio dedicado a los profesionales de la brocha gorda (Pinturas San Fernando), y frente a la vía Arias de Miranda, donde las oficinas y el aparcamiento de Capitanía.


 
Aquella vivienda tenía dos plantas y, por entonces, su conservación ya dejaba que desear, tanto que terminó por perderse del catastro urbano y, con mucha probabilidad, de la retentiva del isleño.

De interior sombrío, su parte superior constaba de un pasillo que rodeaba en cuadrado toda la planta inferior, con una gran balconada corrida de artística herrajería que, además, estaba cubierta por una pequeña marquesina de igual material. Contaba con un amplio patio, ubicándose en el centro un pozo de mármol que, desde la calle, podía observarse, y una columnata de piedra que parecía soportar el peso de la zona alta del edificio.

Los pocos vecinos que ya quedaban en aquella casona, aseguraban que cada madrugada, a eso de las cinco o las seis, podían oírse cánticos provenientes del donde estaba el aljibe aseverando, incluso, que aquellas voces, capaces de despertarles, se asemejaban a maitines, argumentándose la aparición de una procesión monacal en tanto se escuchaban aquellos rezos. Hasta una de las dos personas que regían y atendían el negocio de los colores, reconoció que en su local aparecía material en distinto lugar del que estaba ubicado el día anterior al cierre.

Desde luego, para los que conocimos la casa quedará la duda. A pesar que el citado edificio se reformó, y perdió parte de esa imagen tétrica que regalaba, ¿se seguirán registrando esas voces que cantan como si de monjes en oración se tratasen?

Otra de aquellas historias me trasladan a la hoy Escuela de Estudios Técnicos “San José”, lo que antaño fue el antiguo Hospital del mismo nombre, y que el obispo Fray Tomás del Valle vio oportuno crear para poder atender a personas enfermas que no tenían, además, disponibilidad económica. (sobre el cuál hay un interesante estudio, obra del doctor Juan Manuel Cubillana de la Cruz, "El Hospital de San José de la Isla de León. 1767-1956")



Es impresionante entrar en sus aulas en la actualidad, y encontrarse con aquellos azulejos que llevan la friolera de tres siglos argamasados a aquellas paredes. De fijarse bien y contemplar vetustos clavos ennegrecidos por los años, fijados allí por la necesidad de servir de soporte a crucifijos, antiguos cabeceros de las camas o, incluso, algún tipo de sujeción para los enfermos.

Empero, aquellos muros también guardan las experiencias de las vidas de muchos que perecieron allí.



Hace ya más de dos décadas, se produjo la remodelación de la institución hospitalaria para pasar a ser docente. Por entonces, recién iniciada la década de los noventa, no pocos alumnos que estudiábamos allí hacíamos  prácticas de mecanografía y dábamos clases de informática, en el sótano. Un lugar frío, separado por impersonales mamparas, donde el teclear era un constante.

Aquellas antiguas Olivetti Lexicon de duro armazón metálico, y las más modernas –entonces- con la carcasa de plástico, las llamadas LINEA 98, las LETTERA… Rugían incesantes.

- qwert qwert qwert qwert...
- poiuy poiuy poiuy poiuy...


 

Al final del día, cuando ya solo quedaban algunos alumnos en las clases casi nocturnas de las últimas horas ejerciendo un poco los dedos con las endurecidas teclas, el traqueteo era monótono y muy separado, cansino. En un ambiente incierto donde se aguardaba con desespero que sonara la campana que nos daba la libertad sin peros, la inmensa sala -otrora decían donde se preservaban los cadáveres de los enfermos fallecidos- permanecía encendida solo en su inicio, el fondo estaba totalmente a oscuras. Había una parte de aquella estancia llena de máquinas de escribir sin personas que, prometo, acongojaba. Tal repelús pueden confirmarlo quienes estando allí a esas horas oían, entre el asombro y la negación, un inesperado timbrazo, acompañado de un incipiente teclear, apenas dos tap tap.

- ¡¡CLIN!!

Era como si alguien hubiese terminado un texto y hubiese cambiado de renglón.

Suficiente interacción con lo desconocido como para que el personal presente, perdiera el aliento buscando la escalera que subía hasta el patio.

Reconozco que tengo alguna más que me dejo en el tintero. Lugares de esta Isla nuestra que mantiene, porqué no, ese halo que nos sumerje en lo sobrenatural, como es la Salina Dolores, el dispensario de la Cruz Roja -ese del que tanto se ha hablado por último debido a su desconocida restauración-, la parroquia de la Pastora, la sala de profundis en el convento de la iglesia del Carmen, o su sacristía, el cementerio de la ciudad, incluso el Callejón de Croquer..., bien por su propia historia, bien por las leyendas populares, bien porque la sociedad necesita creer en algo más de lo que le rodea que, desde mi punto de vista, a veces resulta más terrible que cualquier encuentro con un ente paranormal. Y, desde luego, tenemos auténticos expedientes X que serían dignos que investigara Iker Jiménez, como son las restauraciones de nuestro ayuntamiento, de la Casa Lazaga, del porqué se derribó la casa de Camarón, qué va a pasar con nuestro patrimonio más olvidado, como el Cementerio de los Ingleses o el penal de las Cuatro Torres en La Carraca...



En fin, parafraseando al citado y archiconocido periodista... Desde el Candray del Misterio, hasta la próxima.





(Imágenes en SANFERNANDOYYOBLOGSPOT.COM, ISLAPASIÓN, y particular)





jueves, 9 de julio de 2015

Cada nueve de julio

-¡A las nueve de la mañana en la casahermandad!

La orden era diáfana. El mes de julio había llegado, y con éste se esperaba que comenzase la Feria del Carmen.

Hacía un par de semanas habíamos terminado con la verbena de San Juan, un intento de sacar algunos duros que ayudase a la estricta economía de la hermandad, pero que conllevaba demasiados quehaceres y esfuerzos para tan pocos beneficios. Ahora, con aquella taxativa llamada, volvían los fantasmas de los montajes, las guardias y los turnos, pero a un nivel superlativo.

Aquella tarde habíamos empezado a trasladar en la camioneta, agenciada por Lorenzo -el hombre buscalotodo-, los herrajes verdes que se custodiaban en un pequeño trastero alquilado dentro del convento que auspiciaban a las Madres Capuchinas.

Eran las cinco de la tarde y repicaban campanas dentro del claustro que enmudecían el vocerío de los presentes -niños, la mayoría, que empezaban a hacerse hombres-, mientras soportábamos el peso de aquella estructura por construir que sacábamos en cadena del breve habitáculo.

- Cubicojo corto, cubicojo corto... ¡Cubicojo largo!

Y Herrera, el chico, -por apellidos, como en el colegio-, contaba lo inútil, apuntándolo con tiza -para más inri- en la trasera de aquél vehículo traído para la ocasión, pagando la factura de novato, mientras unos se sonreían y otros, tan perdidos como él, no sabíamos muy bien si acompañar las aviesas sonrisas, no sea que por burlarte de la ignorancia ajena tú fueses el próximo.

Ese año, hubo cambios internos en todas las cofradías, y el Obispado determinó la necesidad de unir en un solo grupo las anteriores juntas auxiliares que, algunas corporaciones, separaban por sexos.

Las niñas arrimaban sus delicados hombros a aquellos otros, tampoco demasiado fornidos, de los chicos, haciendo buena la normativa de la curia.

Entre golpes, que sonaban como si se cincelara -a lo taller del orfebre Domínguez- lo que sería nuestra caseta, iba alzándose aquella catedral que lo sería del comercio, bebercio y otros herzios.

-Aquí los paneles esos... -mandaba
Eduardo-.

-Antonio... Los cables de las lamparas de la cocina, ¿por dónde?- interrogaba un melenudo Morejón, mientras el eterno y siempre imprescindible Antonio Galán revisaba el resto de material-.

Quien más y quien menos se afanaba en hacer realidad aquella obra de ingeniería feriante bajo indicaciones, casi marciales, que recordaban el reciente pasado militar que había imperado en la hermandad, gracias a la castrense Junta de Gobierno que había regido sus designios durante ocho años.

Nueve de julio, y tras dos días intensos a turno partido con un calor que derretía las ideas, se empezaba a decorar, por fin, el armatoste metálico que habíamos levantado. Tocaba comprobar la destreza para hacer de la papiroflexia el revestimiento que diera color y aire festivo a esos tubos sin gracia alguna, dibujando de blancos, azules y rojos el ferroso recinto.

La hora del almuerzo marcaba el ahora y el después. Cuerpos derrengados por un levante incipiente, que ya venía vestido de corto a quedarse, y un cansino pasar de las horas hacían mella en jóvenes y mayores. Bernabé y Antonio Bernal se quedaban, bicicletas incluídas, haciendo la guardería en aquellas horas de plato en mesa, mientras buscaban el dial por el que escuchar la etapa de ese día del Tour de Francia.

Para esa ocasión se cambiaba, a decir del incombustible Ángel Camas, el Pufin (Surfing) por el Esprite (Sprite) -aunque él seguía prefiriendo el primero, porque era más económico. ¡Eso es un tesorero!-. Y en el momento que el sol estrangulaba más que quemaba, daba igual la marca del refresco, que entraban igual de bien (y eso pudo comprobarlo él mismo).

A eso de las cinco, el camino hacia La Magdalena era un calvario; con el estómago calmado y la morriña en pie de guerra, acompañados de la calima estival, pisar el terrizo de la antigua salina era un suplicio.

Sin embargo, esa tarde comenzaba una tradición: la merienda del Presi.

Sí, sí. Esa tarde de julio, el montaje de la caseta se posponía unos minutos. Era el cumpleaños de Jesús, delegado, representante o -como le decíamos- presidente del instaurado Grupo Joven. Unos simples bollos, a gusto de los insospechados comensales, suponía un regalo que daba un aporte extra de hermandad.

Así ese año, y al otro, y al siguiente, y al de después, cada nueve de julio se consolidaban esos breves minutos de punto y aparte en la laboriosa tarea, que no era más que el preámbulo de lo que aún restaba por llegar, casi una semana viviendo junto al Puente Zuazo y a sus albinas al compás de sevillanas (inolvidables aquellas de "Voy a sacar a bailar a la del vestido blanco").

Hoy, más de veinte años después, sigo recordando con cariño y nostalgia aquellas interminables jornadas de pre-feria. Sigo teniendo la visión de mi hermano Jesús Cruz, en aquél día de celebración para él y quienes lo queríamos (sentimiento que sigue patente), con los paquetes del rico dulce y esa expresión seria, pero ilusionada, en su rostro mientras nos los ofrecía.

Hoy, recuerdos de momentos de intensa amistad y efectiva hermandad junto a muchos que, hoy, la distancia nos mantiene separados, y en algunos casos de forma insalvable, a no ser que se mire al cielo.

En este otro nueve de julio...

¡Felicidades hermano!

miércoles, 8 de julio de 2015

Volver

Vuelve el caminante al camino que anduvo una vez, mientras miraba atrás con pesadez.

La ida se torna destino, como la vuelta, buscando las piedras que pisamos de niños.

Regresa el emigrante con la maleta llena de recuerdos, distintos de aquellos con los que se fue.

Ahora después de los años, él es el extraño. Camina, buscando perdido, calor que le de abrigo.

Su rostro distinto, su porte desconocido, su voz olvidada, su nombre... "¿Quién dice ser?".

Su retorno, como el del soldado vencido, como el del vagabundo sin amigos, un tránsito frio. 

Retorna el exiliado, el descreído, el que huyó, el que se rebeló, el que echaron. Hoy, el arrepentido es.

Sus pasos son una llamada al tiempo, la vida corriendo, un deseo, un grito que clama regocijo. 

Ahí están las piedras, amigo. El mismo sol, los mismos vientos. Toca empezar otra vez.


(Imagen Julian Ramos)


domingo, 5 de julio de 2015

Una lágrima



Una lágrima no inunda, pero ahoga.
No es un mar, pero deja su rastro en las orillas de la cara.
No aboca, pero evoca y provoca.
No mata, pero es una herida de guerra.
Es un grito en silencio.
Una palabra que no necesita de garganta.
Un lamento que se derrama.
Una protesta que desde lo profundo clama.
Un suspiro que se moja.
Una caricia empapada
Una desilusión que se resbala.
Vivencias concentradas en agua salada.
Una emoción que se escapa.
Un discurso con la boca cerrada.
Un metal maleable.
Una corazonada.
Un espejo.
Una despedida.
Un gajo de alma.
                         Una lágrima es el combustible que el corazón arranca, lo acelera o lo para.





sábado, 4 de julio de 2015

La última noche


La última noche que viví contigo fue solo un momento compartido. No llegó a ser de esas que hablan de amor y destino.

Quien supiera lo que el nuevo amanecer trae bajo su abrigo, seguro que haría de la última oscuridad el ocaso más sentido.

Las miradas perdidas en la nada, sin fundamento la estancia entre dos almas, tan solo el abismo entre ambas sin importar el mañana.

Qué confianza tan grosera, egoísta, pretenciosa y, a la par tan descuidada; insistir en ser dueños de aquello que no se sabe nada.

Ahora que la distancia es una cadena, por horas perpetua, añoro no haber sabido libar del tiempo más de su preciosa esencia.

¿Quién sabe lo que, tras las sábanas de la madrugada, el nuevo día nos aguarda?¿Y si bajo sus sedas sea la última vez que se besan nuestras espaldas?

La vida es como la hoja que cuelga, que el soplo del viento puede ser el postrer aliento que sienta prendida en la rama.

Tan cerca, y no haber cogido tu mano mientras dormías. Tan bella, y no haber quedado extasiado a tu lado, y sentirme culpable de hacerlo ante las estrellas.

Recuérdame -¡Sin miedo!- que en cada puesta de sol empieza el sueño de hacer realidad mi deseo de sentir el latido desde tu pecho.

No hay otro instante como ese. Donde el silencio es un regalo, y la soledad entre dos el momento donde la negrura obra el milagro.

Los nuevos rayos que alumbren la calma que la espesura zaina dejó tras su marcha, sean testigos de una nueva última noche que de amor y destino hablaba.

(Imagen de Sergio Gutiérrez)