sábado, 3 de mayo de 2014

El amor se equivocó (VII)

El eclipse tenía forma de mujer, y la luna que cubría al sol se llamaba Ana.

- "¿Te encuentras bien?" - se preocupó la causante de aquella alargada sombra que avanzaba hacia el jardín detrás de aquel asiento.

- "¡Sandra! ¿Pasa algo?" - insistió con premura. Ana sabía que algo le ocurría, no era muy normal ver a su amiga en esa actitud.

Sandrá, sin mediar una sola vocal, movió su cabeza de izquierda a derecha negando cualquier incidencia, colocando su mano derecha sobre sus ojos, a modo de visera.

- "Me preocupaba que no te presentaras. Cuando vi que eran más de las seis decidí salir a mirar cerca de la entrada. Comenzaba a temer que no vendrías".- Una batería de incertidumbres cayeron como un inesperado asalto. Los pómulos de Ana se dibujaron de un fucsia que delataban la impresión de ver a Sandra en el lugar de la cita.

Ni una ni otra sabían mirarse a los ojos. Parecían querer esconder algún tipo de secreto, o quizás pretendían evitar cruzar de nuevo el umbral en el que días atrás penetraron juntas, entre notas de Mozart  y espumosos caldos franceses.

Ana era una artista del interiorismo, especializada en hacer realidad las  excentricidades que encargaban a la empresa donde trabajaba. Su último trabajo una remembranza del preciosismo francés en un palacete del XIX.

 Era una mujer cerca de los 30 años, muy atractiva, cuyos ojos cyan podían servir, sin duda, para portada de cualquier anuncio publicitario que estuviese relacionado con la belleza. Llamativa también por su estatura, rozando lo prohibido con su metro ochenta y tres, y unos cabellos ensortijados cuyo color asimilaba el del sol en su ocaso.

Aquella mujer que haría sucumbir al más avezado varón que intentase conquistarla, estaba supeditada a aquella chica aún sentada. Sentía que, por algún motivo, aquella joven que admiraba por su gran caracter, mantenía sometidas sus palabras.

Deslizó sus manos de los bolsillos de la gabardina que la resguardaba del incipiente frío que la tarde ya dejaba adivinar; una manos cuidadas con unas uñas blancas y trabajadas con manicura francesa que dispuso ante su anhelada cita.

Sandra engarzó sus manos con las de Ana. Desaparecieron las sombras de aquél eclipse inesperado, y la luz se hizo diáfana entre los ojos de las dos mujeres. Sus dedos, inconscientes, se deslizaron simulando sinuosas columnas corintias.

No cabían palabras. No existía nada. Tan solo dos miradas y unas manos enlazadas.


                                          (Continuará)



                                     

El amor se equivocó (VI)

-"¿Sandra?"- espetó una voz femenina desde el auricular del teléfono.

La muchacha pensó que lo mejor hubiese sido dejarlo sonar, pero un reflejo natural hizo que conectara con aquella llamada.

Suspiró, como para darse tiempo a rehacerse y encontrar un tono de voz apropiado y respondió.

- "Sara... ¿Qué sucede?"- interrogó con expectación.

Sara y Sandra se conocían desde hacía un par de años cuando la primera entró en su círculo de amigos de forma casual, de la mano de una amistad en común.

- "¿Sabes algo de Ana? Llevo intentando dar con ella desde esta mañana, pero no lo consigo."

Sandra tragó saliva y se concedió un par de segundos para responder. En realidad no tenía porqué faltar a la verdad, pero algo dentro de ella le urgía a que no fuese sincera.

- "No, Sara. Hablé esta mañana con ella, me dijo que estaba ocupada con un encargo de última hora que le habían propuesto en la oficina" - Mintió... Y su ya dislocado corazón bombeaba a tal velocidad que sintió la necesidad de sentarse.

- "Bien. No sabía nada. Pues no le insistiré más. Cuando Ana está con sus proyectos no existe para nadie"- Un alivio sopló su espíritu aquietado. Se inclinó y ocultó su cara entre las palmas de sus blancas y finas manos. 

-"Qué locura..."- dijo en voz inaudible, mientras negaba con su cabeza sin apartar las manos de su rostro. 

Haberle ocultado la verdad a Sara fue una reacción nada habitual. Ni a Sara ni a nadie. Sandra tenía por norma no mentir por defecto. Consideraba que era no ser fiel a sí misma. 

-"Si no me gusta que me engañen, no puedo engañar."- Era el karma: Haz con el mundo lo que quieras que el mundo haga contigo. Y, de repente, no se sintió bien consigo. No vibraba en comunión con el universo.

Mientras ocupaba su mente con aquél castigo más allá de lo físico, ante ella una sombra ocultó la claridad que aún había en el banco donde se sentó. De forma inconsciente, recordó aquella escena de Apocalypto donde un eclipse solar hacía temblar de miedo a toda una civilización, y el sacrificio de sangre al dios Sol era el único recurso para liberarse de la oscuridad eterna. Un dios enfadado. Un dios que castigaba a su pueblo cuando no hacían lo que debían.

Decidió bajar sus manos, mientras de su frente el leve reflejo de un sudor agónico serpenteaba señalando una tensión que la hacía padecer. 

Al alzar los ojos, cegada por la luz de aquella tarde que languidecía poco a poco, la sorprendió una silueta esbelta y bien definida: su eclipse.


                            (Continuará)