- "¿Te encuentras bien?" - se preocupó la causante de aquella alargada sombra que avanzaba hacia el jardín detrás de aquel asiento.
- "¡Sandra! ¿Pasa algo?" - insistió con premura. Ana sabía que algo le ocurría, no era muy normal ver a su amiga en esa actitud.
Sandrá, sin mediar una sola vocal, movió su cabeza de izquierda a derecha negando cualquier incidencia, colocando su mano derecha sobre sus ojos, a modo de visera.
- "Me preocupaba que no te presentaras. Cuando vi que eran más de las seis decidí salir a mirar cerca de la entrada. Comenzaba a temer que no vendrías".- Una batería de incertidumbres cayeron como un inesperado asalto. Los pómulos de Ana se dibujaron de un fucsia que delataban la impresión de ver a Sandra en el lugar de la cita.
Ni una ni otra sabían mirarse a los ojos. Parecían querer esconder algún tipo de secreto, o quizás pretendían evitar cruzar de nuevo el umbral en el que días atrás penetraron juntas, entre notas de Mozart y espumosos caldos franceses.
Ana era una artista del interiorismo, especializada en hacer realidad las excentricidades que encargaban a la empresa donde trabajaba. Su último trabajo una remembranza del preciosismo francés en un palacete del XIX.
Era una mujer cerca de los 30 años, muy atractiva, cuyos ojos cyan podían servir, sin duda, para portada de cualquier anuncio publicitario que estuviese relacionado con la belleza. Llamativa también por su estatura, rozando lo prohibido con su metro ochenta y tres, y unos cabellos ensortijados cuyo color asimilaba el del sol en su ocaso.
Aquella mujer que haría sucumbir al más avezado varón que intentase conquistarla, estaba supeditada a aquella chica aún sentada. Sentía que, por algún motivo, aquella joven que admiraba por su gran caracter, mantenía sometidas sus palabras.
Deslizó sus manos de los bolsillos de la gabardina que la resguardaba del incipiente frío que la tarde ya dejaba adivinar; una manos cuidadas con unas uñas blancas y trabajadas con manicura francesa que dispuso ante su anhelada cita.
Sandra engarzó sus manos con las de Ana. Desaparecieron las sombras de aquél eclipse inesperado, y la luz se hizo diáfana entre los ojos de las dos mujeres. Sus dedos, inconscientes, se deslizaron simulando sinuosas columnas corintias.
No cabían palabras. No existía nada. Tan solo dos miradas y unas manos enlazadas.
(Continuará)
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