jueves, 20 de marzo de 2014

Mi vida escribiendo

Miento si digo que jamás pensé en dedicarme a escribir por gusto, no por dinero. Con 8 años los Reyes Magos me regalaron un Olivetti blanca, de teclas negras y gruesas. Y me dejaron una cuidadosa nota escrita con la misma máquina que rezaba: "Si no sabes usarla, no la uses". Firmaba Melchor.

Como quiera que no veía lógica al regalo hecho y a la nota dejada, opté por obviar el escrito y en mi habitación sobre el escritorio, empecé a imaginar mi primera novela. Una obra de misterio, cuyo mayor logro, para mi, fue escribir el nombre de los protagonistas en inglés. Eran cuatro y solo recuerdo el nombre de dos de ellos: Dick y Bobby.

Tras ello, cualquier empresa impuesta en el colegio donde se atreviese a retarme la escritura era considerada una afrenta a batir.

Ya adolescente, buscando un hueco en una sociedad que no me consideraba ni niño ni hombre, me aventuré a ser partícipe de mi fe, inculcada desde pequeño por mis padres y el colegio religioso donde cursé mis estudios básicos. En aquella búsqueda hallé cobijo en una hermandad penitencial, a la cual pertenecía desde la edad de 7 años. Tuve la fortuna de formar parte de su Secretaría y con el tiempo fui un ordenador de la historia de esta entidad, a todas luces incompleta, desordenada y desubicada por el mal uso de sus archivos.

Me atreví a indagar, a rebuscar entre papelajos que casi eran papiros, y comencé a ordenar la cronología y acontecimientos de casi 50 años de vivencias de aquella hermandad. A sacar datos desconocidos, ocultos tras los años, como la misma fecha fundacional -equivocada por un error de comprensión lectora de su primera acta oficial-.

Ahí empecé a ganarme cierto "respeto" por mis actitudes y aptitudes para escribir y ser coherente con lo que pasaba de papel a papel o incluso de mi cabeza al papel, en un alarde de independencia de aquellos legajos.

La realidad de mi ser como aficionado a escribir me llamó a ser, ya adulto y fuera del día a día de aquella asociación, exaltador de María Santísima. Los ojos de la dolorosa Virgen de la Salud me trasladaron al estrado vil de la palabra y al micrófono y a mi parecer no supe dar la talla, a pesar que lo escrito fuese -creía- de cierta calidad. 

Tras aquella experiencia, de la que salí con ojos llorosos, no fueron las letras mi refugio. ¿Qué escribir? ¿Para qué? ¿A quién le importaba lo que fuera a decir?

Pero hoy tengo muchas ganas de ser yo desde mis letras porque, a pesar de los malos momentos, mis letras me evaden. No me alejan. No... Me alivian.

Hoy mis letras soy yo y yo soy lo que escribo.