sábado, 28 de marzo de 2015

A María de la Salud


Yo creía que tardaría en volver a verte pero, una vez más, no puedo dar las cosas por sentadas.

Soñaba, en mis más profundas ilusiones, ver tu cara con el olor al nuevo azahar recién nacido embargando ese momento. Paladear cada segundo mientras me perdía en mis pensamientos y quedar embelesado con la simple estampa de tu hechura entre varales quietos.

Me había hecho a la idea de que todo se quedara en eso... En sueños.

No le puedo quitar razón al tiempo -señor de los destinos-, que es el único capaz de darte lo que quieres, en la visión más positiva de éste. Mis dudas se disiparon al saberte tan cerca.

Mis mejores presagios -deseos de que se hiciese realidad un desenlace inesperado- se confirmaban, y la noticia me llegaba como llega el palio que todos esperan por la calle 
Ancha , con el entusiasmo de quienes se han llevado meses aguardándola, y al contemplarla no pueden evitar que de sus ojos hasta se asomen las lágrimas -esas que a ella le faltan- de emoción incontrolada.

No fue un Lunes Santo, de nuevo erraba; fue un veinticinco de marzo, cuando de forma inesperada, esa tarde quedaba enmarcada para siempre en mi alma, y veía como de las puertas más humanas salía, coronada de la luz que ningún brillante, oro ni plata jamás reflejara, a la mujer que nunca tanto hubiese imaginado sus manos querer besarlas.

María te llamas, porque no podía ser de otra forma. Salud, tu advocación que una promesa de madre a Madre tu nombre completara.

Ya no tengo presente a mi reina solo en rezos y miradas que se hacen desde la distancia, que ya estás Salud de mis amores, rodeada de tu camarista que te mima y te pone todavía más guapa. 
De mayordomos -hermanos que desde ya te alaban- que te tienen preparado ese altar, que es la cuna donde descansas, con piropos que son el mismo celo de los que te ansiaban.

Ya te tengo, mi niña, en casa.