viernes, 11 de julio de 2014

Amor de plata

 Tomaba la joven las telas entre sus dedos. Su piel suave se confundía con la seda que la cubría de brillante y deslizante pátina.

En su dormitorio, mientras recogía lo necesario, asomaba por el único ventanal que poseía las primeras luces plateadas de la noche. Una luna generosa, embarazada de su propio sortilegio, plena de un blanco radiante, simulaba ser el sol que iluminaba las sombras y entraba sigilosa pero apabullante a través de los vidrios del tragaluz.

Entre sus manos, útiles de coquetería femenina que guardaba con mimo en una escueta bolsa de mil lentejuelas que reflejaban, como diminutos espejos, la luz argéntea de la indiscreta espía que entre cristales curioseaba. Se revelaba ante ella su propia imagen en un espejo que engullía toda la estancia, que la hacía suya en su cuerpo nitido, reverberando la belleza que imitaba. 

Extendió en una caricia infinita su cabello del color de la miel, mientras el peine surcaba con suavidad las finas hebras cobrizas que se prolongaban más allá de sus breves hombros. Y sonreía. Sin duda la cita lo merecía.

En un lago cercano de agua limpias que obsequiaba a sus escasos visitantes con reflejos esmeraldas, esperaba a la muchacha su amante para vivir un romance furtivo donde no existía lo prosaico, donde todo era conjunción, armonía, belleza; la tosquedad quedaba velada y vergonzosa ante la poesía que ambas emanaban en sus frugales encuentros.

¡Sí, ambas!

La chica conoció ese amor como se conocen todos los amores: de forma inesperada. Y quedó hechizada al saberse sorprendida de una mirada que no se ocultaba, que suspiraba cuando bajo aquél espejo de aguas claras no podía contemplar a la niña que desnuda se bañaba.

De pensar en ese instante donde la magia embargaría todo, dejó el cepillo que araba su cabello y buscó presurosa el camino que la llevara hasta el sitio preciado. Una imagen digna del mejor autor, capaz de reflejar un edén celestial

Llegada al paraíso descalzó sus pies y buscó con sus plantas el frescor de ese estanque en aquella noche de verano. Y como cumpliendo la costumbre por nadie dictada, dejó caer el vestido que tapaba un cuerpo como de cera esculpido. Tersa al tacto, su piel se erizaba mientras se arropaba entre aquellas sábanas mojadas, y con una mueca malvada marcaba de soslayo un gesto indecente y sus manos cubría con delicadeza el lecho prohibido de su torso desnudo.

Y allí estaba su amante con su sonrisa de plata, con ojos de enamorada y sin mediar palabra. No se escondía. La muchacha nadaba mientras se sentía observada. En aquél paraje que pareciese único se encontraban sin nadie que las molestara. Solas, únicas en un mundo creado por ellas.

La chica se alzó. Con medio cuerpo fuera del agua parecía una sirena de aquellas que con sus cantos atrapaban las almas de los marinos. Permanecía silente. Tan sólo miraba. Levantó sus brazos y provocó dos cascadas que en aquél silencio sonaban a melodía encantada, y entre los hilos de agua, que simulaban ser alas de ángel, aparecieron unos brazos que pretendían agarrarla.

Unas manos etéreas la asían de su cintura e iban acariciándola como si le dieran besos. Poco a poco... Saboreando el aroma de aquél cuerpo empapado de laguna y sudores que creaban un éxtasis de dulce y salado. Al abrir sus ojos -que gozaban cerrados- vio a su amor mirándola, esbozando siempre su sonrisa de plata. Sus dedos irreales la modelaban mientras se dejaba inmortalizar entre las sombras que la amparaban.

Salió de aquella quimera líquida sorbiendo el olor de flores que eran un jardín entero. Se tumbó entre ellas, sobre la hierba fresca, y entornando de nuevo sus verdes pupilas dejó ser cortejada. Halagada por una amante, la de la sonrisa de plata, la de las manos abstractas, la que la besó mientras la tocaba...

La adoradora le hablaba en versos de aires, con estrofas de ráfagas de dama de noche perfumadas... Y mientras le recitaba, la arrullaba y la cubría con su cuerpo que era manta estrellada. 

La joven recuperó la mirada y admiró aquella sonrisa plateada, la misma que contempló tras la vidriera de su alcoba mientras se peinaba.

Y sonreía... 

Sonreía pensado que la cita lo merecía. Que enamorarse de la luna todo el mundo podía, pero no todos dirían que fue la luna quien quedó prendía.