jueves, 29 de enero de 2015

La mano derecha (La labor social en las hermandades

Un relato. Os propongo un relato sobre la mano izquierda y la derecha. Sobre porqué, a veces, es necesario que una sepa qué hace la otra.

El papel de las hermandades y su relevancia social.



LA MANO DERECHA 

Durante mucho tiempo la mano izquierda no sabía que hacía la otra. Por desgracia, la derecha se afanaba en trabajar bajo el anonimato, silente, abnegada y comprometida por su papel intermediario entre el pueblo y la Iglesia, y al estar tan cerca de la gente sabía de sus necesidades.

La izquierda, en tanto, actuaba a la vista. Su misión era más ostentosa y debía encargarse del protocolo que tenía también como misión. Sin embargo, la siniestra era duramente criticada, acusada de derrochadora, sentenciada por muchos que la juzgaban solo por lo que ella hacía.

Pero ambas manos eran parte del mismo cuerpo. A su cabeza nunca le importó que u na de sus extremidades fuese lacerada, mientras parecía que fuese manca la otra; inexistente.

Pero no era así. No es así, de hecho. La encomiable labor de la mano diestra debe ser conocida, no puede quedarse para las catacumbas cofrades. Al igual que existen misioneros, que dan su vida por muchos que solo vemos en su desgracia por televisión, también están las HERMANDADES, su LABOR SOCIAL debe ser expuesta, para callar bocas ignorantes, y para que la sociedad sepa que esos cristianos de a pie no solo gastan el dinero (invierten en patrimonio, mejor dicho, que revierte en turismo en Semana Santa y en platos de comida en la casa de artesanos y empleados de esas fábricas del arte de esta tierra nuestra. Es decir: crean riqueza hacia el pueblo).

Por cierto, ese dinero no proviene del erario municipal, sino de sus propios hermanos y simpatizantes.

A ver cuántas formaciones políticas, sindicales, organizaciones varias no caritativas, pueden decir esto. ¡Ah! Y sin colgarse medallas ni obtener mayor beneficio que la de ayudar al prójimo SIN IMPORTAR CREDO NI IDEOLOGÍA.

Reflexiones para una noche

Llegan estas horas, preparas la última liturgia antes que la negrura se haga tan intensa, tan inmensa, que no sabrás si solo duermes o has dejado de vivir. ¿Quién sabe?

Antes de que los párpados cubran con su sábana de piel la luz que nos hace ver la vida, recostado sobre la cama, en el silencio que solo la noche regala -y que, a veces, no sabemos apreciar en su justa medida-, nuestra insaciable necesidad de seguir en el mundo nos condena a permanecer atados al día que ya murió, y a ese poco le importa el bien o el daño que trajo, tan solo pasó sobre nosotros; primero silente, sin prisa en ser descubierto entre el frío de la madrugada, y con el primer rayo de sol ya nos aturdía, sacándonos del único sitio donde estamos protegidos: nuestros sueños.



En tu mente resuenan momentos de esa jornada que ha quedado nada más que para el recuerdo, reflejada con la frialdad de unos números en alguna agenda, en algún papel escolar, en cualquier anotación que deba ser clasificada. Quedará oculta entre los miles de segundos que le precederán.

Apoyada tu cabeza sobre el reposo de la almohada, aún pretenderás darle vueltas a lo que no hiciste, a lo que te faltó o sobró, a quién dejaste de ver porque no te apetecía, o a quién le volviste a dar la mano o a arroparlo en un abrazo. 

Te morderás el labio inferior y entornarás los ojos mientras te dices lo estúpido que fuiste ante el momento en el que debieras haber sido fuerte, capaz, y haber resuelto las cosas de otra forma. En ese momento algo te golpea en la tranquilidad de esas horas intempestivas, y parece que te despierta, que te deja sin respirar... Al final recapacitas y te rindes a lo que ya no se puede cambiar.

¿Y ahora? 

La realidad es que una fuerza invisible logra que, por fin, las persianas que cubren tus iris comiencen a ceder. Caen despacio, pero a plomo. Luchas en un intento hercúleo por demostrar que todo lo puedes, pero no es así.

Tu conciencia, la que te ha mantenido despierto en combate con tu propio ser está siendo vencida. Poco importa ya qué hayas llevado a cabo, qué maldad o qué beneficio reportases al mundo para que, algún día, el Universo te lo demande o te lo premie. Unos dedos imperceptibles a la vista, pero no al tacto, se empeñan en que ya es la hora y te cierran las cortinas para que dejes de ver por las ventanas a la que cada día te asomas al mundo.



Pesan los ojos y pesan las acciones; puede que no todas, pero de cualquier manera unas son más cargas que otras. ¡Malditos remordimientos!

El telón se cierra y la función termina. El actor se esconde tras las oscuras bambalinas del teatro en el que hemos representando nuestra función diaria. No hay aplausos, ni palabra alguna cruza nuestros oídos. Tan solo silencio. El ensordecedor grito de la noche, ese al que tanto tememos, la mudez de las impresiones, de las voces, nos embriaga con su licor de nada.



Acostados en nuestra cama, somos solo nosotros, y estamos en grave peligro de dejarnos atormentar por nuestra voz interior, esa que nos juzga y nos condena; la misma que tan pocos golpecitos en la espalda hace que nos demos.


¡Shhhhh! ¿No oyes? Aparta esa arpía que te lacera implacable y escucha el sonido del vacío. Puedes usarlo como quieras. Hazle caso. Enlaza tus pestañas y déjate llevar por esa impresionante sensación de paz que tienes a tu alcance pero no logras vislumbrar.

Es de noche. No pienses, no te atormentes, no hagas planes, no elucubres sobre el mañana, aquella es otra obra por interpretar. Aparca los miedos ante el futuro, despégate de los que ya conoces. Este es tu momento, tuyo y de nadie más: suéñalo.



domingo, 25 de enero de 2015

El día más bonito

- "¿El día más bonito?"

Sentado frente a un ventanal, esa pregunta sobrevenida a raíz de un libro que había estado leyendo hacía poco, le mantenía absorto en aquella fría y soleada tarde de domingo.


Le parecía tan idiota aquello. Discurrir sobre algo tan complejo teniendo que recurrir, además, a su ya maltrecha memoria. De hecho le cansaba el simple hecho de tener que considerarlo. No tenía ganas de echar la vista atrás.

Sin embargo, algo le atrapaba en aquella madeja de recuerdos en la que, de forma inconsciente, se había enredado. En su particular álbum mental, algunas páginas ya denotaban el paso del tiempo, y otras ni tan siquiera las recordaba de los años que no ejecutaba tales ejercicios de memoria.

Con cierta dificultad empezó a rememorar estampas del colegio; con sorpresa, por su cabeza desfilaban con el orden relativo de una antígua fotografía que recordaba, los rostros de sus compañeros, y más increíble le parecía poder ponerle nombres a sus caras. No podía evitar una sonrisa, que daba a entender la satisfacción que aquellos años le ofrecían. 



Aún creía oir la sirena que reclamaba a los alumnos su presencia en las clases. En su mente veía los cuadernos de escritura, con sus grafías redondeadas y tan perfectas, o los de matemáticas, con marcial orden numérico.

La magia de las neuronas hizo que sus conexiones sinápticas le llevaran a la época del instituto. Sus primeros devaneos con las chicas de su clase, las primeras tonterías de adolescente, las bravuconadas  del inexperto que todo lo quiere probar, la seguridad de quien no teme, la ignorancia de quien cree saberlo todo, la fuerza en su origen más  primitivo: allá donde empieza a nacer el hombre, deshaciéndose de la piel de niño. 

Era vivir sin miedo a lo nuevo. 

La vida es un laberinto donde, una vez se entra, solo puedes transitarlo hasta que halles la salida que no sabes tras qué calle encontrarás. Y todo laberinto, por muy divertida que parezca la prueba, puede llegar a ahogar. No saber si la dirección que tomas es la correcta, y no hará sino perderte más. La duda siempre presente del qué hacemos aquí. Miedos que no nos abandonan y que son menos cuando, en ese galimatías que es la vida, encontramos otros que nos acompañen. Amigos, que se hacen imprescindibles para comprender la necesidad de no querer estar solos.


Seguía ojeando su bitácora, y con ella las coordenadas de aquellos puertos e islas en la inmensidad del mar de su vida, donde pudo desembarcar para buscar aquello que iba haciéndole falta conforme navegaba. Tesoros, planos por los que guiarse, brújulas que le ayudasen a no extraviarse...

No le estaba resultando tan incómoda la búsqueda. De hecho, esta aventura insospechada le estaba devolviendo  la alegría de la que tiempo atrás se nutría.

En su memoria surgió aquél enero donde conoció a su esposa, conociéndola como solo pueden recordarse las mejores ocasiones: inesperadamente.

Miró de reojo, volviendo su cabeza hacia la cocina, y allí la escuchaba tararear no se qué canción que tan poco le gustaba a él. Retomó su vista hacia el cristal, y entornó sus ojos con un gesto de alivio y añoranza mientras volaba, sin moverse de su asiento, a aquella tarde invernal que le pareció más primaveral y perfecta que cualquiera que abril o mayo pudieran regalar.



Desde ahí sus recuerdos fueron como un tornado. Las escenas se sucedían incesantes, sin tregua, no había pasado tanto desde aquél instante, y las vivencias se hacían mucho más nítidas.

Seguía dando vueltas en su laberinto, sin mucho interés por encontrar la salida; no cejaba en el empeño de seguir apuntando notas en su bitácora para volver a encontrarse en un futuro, para no cometer una y otra vez los mismos errores. 

A él retornaban los días de los  nacimientos de cada uno de sus hijos, y era tal la alegría que le inundaba ante ellos, que sus labios se extendían a su máximo exponente, remarcándose bajo cada pómulo una marca, en forma de arruga, que era la demostración física de aquella felicidad.

Su boda, su primer coche, su primer empleo que le ofreció seguridad, su primera ilusión ante el nacimiento del primogénito...

Se dio cuenta que en cada etapa de su vida se dieron varios momentos especiales, felices, imborrables, únicos. 

Retomó el libro que dejó sobre una mesilla en el salón, y lo abrió por la página marcada. Separó las hojas con sus dedos pulgar y meñique, y extendió su mano sobre ambas partes abiertas y leyó: "¿Cuál dices que fue el día más bonito de tu vida? No seas estúpido, la vida no tiene un día así, la vida es como una pirámide: la base de nuestra felicidad consiste en no dejar de poner piedra sobre piedra hasta que, al término, veamos que nuestra obra no se derrumba"


Cerró con mimo aquél tarugo de hojas encuadernadas, y ante él, en una onírica representación, se hizo presente aquella obra que el libro mencionaba. No estaba equivocado del todo, pero en algo no estaba de acuerdo: sí existen unos días más hermosos que otros: una piedra, un día; un día hermoso, otra altura. Y la pirámide se levanta así.

Se levantó con algo de esfuerzo y un leve quejido, y dirigió sus pasos hacia la cocina. Se detuvo silencioso ante la puerta, mientras observaba cómo su mujer se afanaba en terminar de hacer el almuerzo, y pensó que el día más bonito de su vida fue aquella tarde de enero cuando la conoció, y pudo compartir con ella lo que tenía vivido y seguir compartiendo lo que le quedaba por vivir.


viernes, 23 de enero de 2015

Barriendo mi casita

A la comparsa de Sevilla: "Los que barren pa'casita".



 De la educación de mis padres aprendí a ser correcto cuando visitaba casa ajena, que ni los niños, por serlo, se libran de cumplir esa condena.

Con los años comprendí la razón de tal postura, cuando salía con mis amigos sin tutores que corrigiesen mi compostura, demostrando saber tener mesura.

De ese aprendizaje quise creer que los demás también sabían, y que en mi casa con el mismo respeto me tratarían sin tener que sufrir el desprecio del que venía.

Hoy he visto con desilusión cómo a quienes con los brazos abiertos he recibido, me han herido con palabras que parecían cuchillos.

Venían vestidos de lo mismo para lo que han llegado, barrenderos que desde su casa han traído la misma porquería de la que tanto se ha maldicho.

Con sus gargantas afiladas de aceros, destrozaban con mandobles de sarcasmos todo aquello que tanto se había denunciado de dejar de ser enemigos y convertirnos en hermanos.

¡Ay hermano! Hermano de donde la alta torre vigila, y sus campanas te avisan de que esa tierra bien vale una misa. Hermano de donde la tierra de María. Hermano, te perdió tu codicia.

No te prohíbo que me hables de tu madre en esta casa que visitas; ni de lo bonita que es, que si luce mejor que la mía, pero no voy a permitir que le escupas como una arpía.

Si quieres decirle piropos, criticar lo que la envídian por ser solo la más afortunada mora de la morería, acunarla sin descanso entre coplas de comparsistas ¡Adelante! Pero no te atrevas a ensuciar mi espejo de sal con tu sonrisa viperina.

Hermano, que vienes desde Sevilla, cantando a los vientos de Levante y de Poniente, que querías adorar solo a la ciudad donde viniste a la vida.

Hermano con tus letras sin ironías, insultando con la falsa modestia de quien se cree dueño de la palabra solo por estar ahí arriba, pisando las tablas del templo de la valentía.

No te confundas, hermano, que no es valor lo que has echado, sino burda bravuconería, que para cantar a Sevilla no hay que servirse de chulería.

Si treinta años llevas, porque te picó el gusanillo de esta Cádiz mía, vistiéndote por febrero de todo aquello que imaginas, ¿no será que lo que tienes es envidia?

¡Ay, comparsista del tres al cuarto! Que para cantar al compás que querías, has cometido el error de insultar a quien oirte venía, y en vez de aplausos te llevas su rebeldía.

Yo también barro para mi casita, pero que sepas, que la porquería que aquí has tirado, lo siento, te la llevas a Sevilla.








martes, 20 de enero de 2015

¿Dónde está Antonio?





Son las once y media del Lunes Santo y las calles del barrio lucen incomparables, aunque sean las mismas de siempre ante el acontecimiento casi inminente que se espera.

La plaza, animada, deja vislumbrar un aire de incontenida emoción y alegría; banco ocupados de almohadas y fajas, veneras que bombean orgullosas simulando corazones palpitantes. Propios y extraños custodian las puertas del templo pastoreño y aguardan pacientes que finalice la misa de Acción de Gracias para poder contemplar, un año más aunque siempre parezca la primera vez, el áureo gabbatha convertido en Misterio.

Cielos albos de nubes que muestran un exhuberante celeste, y el sol -el ansiado- se pavonea luciendo majestuoso, coronando la recoleta plazuela. Todo parece perfecto. Nada hace sospechar que el tan anhelado día pueda verse truncado. El vaivén de personas trasegando entre Maldonado y Marconi denota que todo sigue bien. Sonrisas cómplices que alivian tensiones. Abrazos a aquellos que han llegado de otras tierras para cumplir la tradición y revestirse de blancos, rojos y azules o que, por contra, han dejado sus hábitos tendidos sobre la cama, a modo de no deseada penitencia, y traen consigo nuevas y futuras devociones de desconfiadas miradas ante la novedad.

Arriba, donde la Casahermandad, todo fluye. Se ultiman los preparativos. Todo está listo. Quien eche un vistazo a sus estancias observará un desorden que llama la atención, y se hace realidad la ficción que hace unos meses se plasmaba en esos cachivaches y papelajos hoy esparcidos por cualquier sitio.

Sin embargo, abajo, en la parroquia, un detalle llama la atención. Ha pasado casi desapercibido para el visitante. Un simple detalle... Un ejemplo de cómo, a pesar de todo, el ser humano sigue sintiendo la necesidad de no olvidar, o mejor dicho, de recordar cosas, momentos, situaciones y personas. 

Alguien, a quien la curiosidad no le permite obviar ese detalle, se acerca a uno de los que custodian las andas y, con intriga, pregunta: "¿Por quién está esa pértiga inclinada sobre la delantera del paso?".

Ese ejemplo.

Este año nos ha dejado una persona fundamental, pasando inadvertido pero imprescindible para conocer el auténtico sentido de la palabra que tanto usamos y poco comprendemos: Hermandad. Alguien que ha sido para muchos una motivación, por cuanto representaba como persona y como cofrade; capaz de convertirse, tan solo con su personalidad, paciencia y una perenne y agradecida sonrisa, en referente a seguir.

Es muy sencillo buscar palabras que engrandezcan a la persona cuando ésta fallece. Sin embargo, cuando son capaces de expresar un sentimiento, sorprende, sobre todo cuando a través de ellas se descubre una realidad latente que permanecía oculta en muchos y que, por desgracia, no mostramos en los momentos oportunos. 

Esa realidad es el cariño que sale al exterior mostrándose en lágrimas.

Este año, cuando el Lunes Santo asome por las esquinas del antiguo lugar de las albinas de la Puente y pasee por sus calles, revoltoso y agitado, se dirá: "¿Dónde está Antonio? No lo he visto por ningún lado, ni he oído su voz en toda la mañana".

Antonio, querido Lunes, ha ido a visitar al mismo Padre. Ha sido invitado de honor en el palco único del Cielo, y allí está. 

Cuando doblen las campanas alegres, jugueteando con los vientos de esta bendita Isla, y desde la plaza las oraciones se conviertan en notas sobre pentagramas; cuando la Cruz de Guía torne por Real y Salud bendiga con su discurrir al pueblo que la clama; cuando Jesús coronado se presente más allá de las lindes de su barrio y todo el cortejo penitencial enfile su caminar hacia la Carrera Oficial, allí también estará Antonio. Sentado en su alto palco, dando la venia al Fiscal con su sempiterna sonrisa, saludando con la humildad de siempre, inclinando con suavidad la cabeza a cada uno de los que pasemos ante su celestial entarimado.

Querido Antonio, este año seguiremos contando contigo porque, sin duda, desde muy temprano te esperaremos para preparar el ágape para después de la salida procesional de ese lunes tan esperado, y te reclamaremos, como salvavidas, en busca de aquello que Salvador no encuentra. Iremos a a la caseta, cuando la Feria, esperando verte ya ataviado en la cocina con tu inmaculado delantal, preparando con paciencia la masa de tus tortillitas de camarones. Te instaremos en cada necesidad que nos surja...

Añorado Antonio, disfruta de la paz que solo el de Arriba sabe dar, que aquí nunca dejaremos de quererte y recordarte



martes, 13 de enero de 2015

El descanso de los ángeles

¿Alguien sabe dónde van los ángeles cuando descansan?

Sí, descansar. ¿O los soldados de Dios no tienen derecho a tal? Hasta Él tuvo un día de respiro, ¿por qué ellos no?

Quizás reposen entre nube y nube, donde se forman esas figuras tan azarosas que nuestra mente finita solo alcanza a imaginar aquello que reconoció alguna vez: Una muralla, un animal, una montaña... 

Puede que lo inimaginable sea realidad y aquél trozo de tela algodonosa, que pone parches al cielo, sea donde la cohorte celestial se desprenda de la carga de su divinidad para convertirse a semejanza de aquello que proteje. Allí, quizás, se desprenden de las alas de sus espaldas, como si portarlas les supusiera una severa carga.

Sus cabellos, que aparentaban ser oro mismo, parecen no ser tanto como rayos de sol, sino más bien cenizos; es el castigo de ser eternos protectores. El desgaste de una batalla que dura toda una vida. 

Maestros sin libros, que enseñan lecciones cuando el silencio abarca los sentidos en lo profundo de sus alumnos -allá donde el alma-, cuando se calma la furia del desasosiego humano; ese fuego que no se extingue porque la voluntad del hombre está hecha de leños resecos.

Cansados por la vileza de los actos de sus protegidos, entornan sus ojos entristecidos hacia el abismo terrenal, observando de reojo cómo la crueldad renace insistente, resistente a ser vencida. Desde su atalaya contemplan a otros como ellos, que defienden con vehemencia incluso hasta a quienes les injurian, los ignoran, los desprecian, o tan solo no creen en su existencia. La vida del ángel, más allá de su estática representación, es el teatro al que se ven abocados. Actores que se esconden tras un telón de incompresión.

Pero allí están, permanentes; atentos a su deber; cumpliendo con fidelidad su misión hasta el fin de los días, sabedores que su cometido es infinito.

No pueden odiar, no saben hacerlo, y su enfado solo consiste en insistir en el combate para el que fueron preparados; allá donde la crudeza de sus pupilos les llega como puñal por la espalda, relegándolos a mera  superstición para unos o simple invención para otros, mientras dan por hecho -vanidosa humanidad- que conviven solos en este universo.

Entre jirones de aquellas nubes, destrozadas por el azaroso viento, reposan  las huestes de Dios, con sus alas replegadas, descargándose de tanto dolor. 

Quizás el descanso del guerrero no sea más que limpiarse del barro, en el que se afanan por salir bien parados; lamerse las heridas, hacerlas marca y enseñarlas como triunfos de haber peleado contra el mismísimo Diablo.

Puede que cuando cierren los ojos no recuerden la belleza de su Reino, sino la última batalla. El brazo en alto, blandiendo su poder. La voz potente, ahuyentando demonios en nombre del Divino. La mirada retadora, deshaciendo como lava cualquier roca que ose ser escollo en su camino.

¿Dónde se reponen de sus pesares? 

Puede que en esos andrajos sueltos en el tapiz añil del cielo se relaman, escondidos, doloridos, retomando el valor de no dejarse embaucar por el general del Ejército negro, que una vez fue uno de ellos. Que es más fácil aliarse con los hombres, que defenderlos.

No se detiene el tiempo, y me pregunto si los ángeles en realidad descansan o continúan hacia un fin sin desaliento.



domingo, 4 de enero de 2015

Rabia



Mi pregón sin palabras. Mis palabras sin aliento que hablan desde lo lejos. Desde lo lejos de unas letras que se escriben con resentimiento. 

Resentimiento por no verte, por no besar la mano que aún así siento, y sienten mis labios que hoy están huérfanos de rozar con ellos la tersura de tus dedos.

Y miro hacia el cielo, y en el cielo veo el mismo color que ven los que te están viendo, y siento envidia de ellos, y de ellos me revelo porque me dan celos.