miércoles, 1 de abril de 2015

Capirotes blancos

Hay días en el año que te hacen sudar más que otros, bien porque las temperaturas se exhiban con sus altos grados, bien porque en esas jornadas en concreto algo nos haga convertirnos en fuente que chorrea incesante el salado líquido humano.

Para mí, desde que contaba siete años de edad, uno de esos días era el Lunes Santo. Tan solo percibir el ambiente era... ¿Cómo explicarlo? Era un cúmulo de sensaciones tal que desde el primer repique, dado por la mañana, hasta el último en la recogida, todo me hacía estremecer.

Pero de tantos y tantos lunesantos vivídos, tengo una imagen grabada en las largas horas del penitente peregrinar: incontables capirotes blancos.

Cuando la noche ya se apoderaba de todo el sabor cofrade que la tarde se había encargado de colorear, la luz de mi cirio embargaba mis sentidos -tan solo atentos a la llamada del tintineo del jefe de mi sección- cerraba los ojos, casi pretendiendo que ese gesto sirviera de alguna forma de alivio -más psicológico que físico-, y en esa supuesta oscuridad, mi mente vislumbraba una escena llena de capas rojas recortadas por los hombros por albos antifaces.

Reconozco que aquella imagen no lograba que alcanzase reposo alguno, como pretendía al fundir mis párpados en un abrazo. Todo lo contrario, me recordaba lo que aún quedaba por cubrir: tres... Quizás dos horas aún, soportando la incomodidad de aquél cartón sin más, y la asfixiante falta de aire fresco bajo la tela que cubría mi rostro.

Ahora que, por el momento, no cumplo con esa liturgia de revestirme con la túnica de mi hermandad, rememoro aquella visión para hacerla un emblema de una época de mi vida.

Capirotes blancos desde mi niñez, planchados con mimo por mi madre, que junto al resto del ropaje colgado con pulcritud monjil, confirmaba el protocolo que firmaba el inminente cumplimiento de ser vestida.

Primor de puntadas que afianzaban el escudo del que me sentía orgulloso, y parecía que palpitaba al sentirlo tan cerca del corazón una vez terminado de hilar.

Ceremonia de devoción, que a las cinco de la tarde -con la puntualidad de quien sabe que debe cumplir una misión-, se iniciaba con el nervio y el amor de probarse por última vez ese año, para no volver a quitársela, aquella túnica. Y una vez colocado el cíngulo y acomodada la capa, tocaba ponerse el capirote que te hacía un desconocido para todos, y debía ayudar a evadirte de todo aquello que no fuera llevar a efecto ese porqué me visto de penitente.

Capirotes blancos hacia la parroquia; en espera en aquél patio trasero de arena, o frente a las puertas que se abrían y te mostraban un barrio entero esperando ver a su primera cofradía.

Al abrir los ojos de nuevo, regresando de mi abstracción, observaba cómo mis hermanos de devoción mostraban síntomas de cansancio, de relajo que se ocultaba al paso de la pértiga que ordenaba las filas. A mi alrededor una relativa soledad mientras oía, por un lado, aplaudir al Misterio que ya dejaba Ancha, y el alegre redoblar del campanario pastoreño que anunciaba a la ciudad entera que ya regresaba Ecce Homo a su casa, por otro.

Campanillas de orden me mandaban reanudar la marcha, y terminaban por despertarme de ese estado hipnótico en el que me encontraba.

Ya que solo son recuerdos, también los hago mi lema, pues aún cierro los ojos, a pesar del tiempo, y los sigo imaginando como si no hubiera dejado de procesionar. 

Allí están. Como siempre...

Como una parte indivisible de mí, a pesar de los años y la distancia, que se jacta de ser un cofrade de capirote blanco del Lunes Santo.