martes, 17 de marzo de 2015

Aquellas lluvias de cuaresma

Seguro que para no pocos, las lluvias en esta época donde se aglutinan las emociones traen un aire de especial nostalgia.

¡Estoy convencido!

Eso me ha ocurrido. De repente, un insospechado olor al viejo almacén de mi hermandad -venido de no sé dónde-, me ha abstraído a mi época de preadolescente. Me ha hecho recordar mi primer concierto de marchas procesionales en el salón de actos de las Carmelitas, organizado (creo recordar por la JCC).

Llegaba empapado por el tremendo aguacero que caía, con la tarde ya venida a menos. Desde fuera oía el melodioso estruendo. "Estrella sublime" sonaba mientras me acomodaba en uno de los últimos asientos de aquél lugar, concurrido hasta la misma entrada. Allí mismo escuché "La Saeta" adaptada para ser interpretada por una banda de música y, si no yerro, fue la del Maestro Tejera la primera que, al menos en La Isla, quien la tocó.

Me imbuía lo más profundo que podía, y en ese mar de sensaciones pasadas encontré tesoros que yacían oculto bajo las arenas del olvido -qué frase más manida-.




Hallé una circular -1/87 y 2/87-. Dos folios que me acuciaban a cumplir mi sueño de vestir la túnica de mi cofradía. En el primero (1/87), indicaba los días:

"... Carrasco. La C. El primer día. Veintisiete de febrero".

Tras leer, como si fuera para sacar mayor nota en un examen, cada punto de esa primera página, llegué a ese punto X determinante del donativo.

"¡Setecientas pesetas!"

Habían subido en doscientas desde el año anterior.

El segundo (2/87), en un tono duro que parecía adivinarse por las exposiciones de aquél papel, nos dejaba muy claro las exigencias que conllevaba la salida penitencial.

Cuántos recuerdos pueden llover en días como los de hoy...

En mi memoria, como si fuese una noria, daban vueltas otras imágenes. Años de niñez y juventud plagados de vivencias alrededor de una afición. ¿Por qué la voy a llamar de otra forma? Era así. Imagino que para pocos niños la cuaresma y la Semana Santa no serían otra cosa.

Por esas calendas de perfecto imberbe, vivir esta época de introspección para el católico no era sino mera diversión. Un motivo para esperar algo especial que acababa, para mí, la triste mañana del Domingo de Resurrección, que daba paso a una tarde de añoranzas. Qué paradoja.




Remembranzas de noches lluviosas, allá por el año 1986, de reuniones en los salones parroquiales de la nueva parroquia de La Ardila, con ese olor (otra vez los olores) a nuevo. A nuevo y a expectante. A ilusionante, mientras se creaba la Junta Pro-Cultos de la hermandad de Humildad y Paciencia.

Aún sin almacén, toda ella se concentraba en una mínima oficina -aunque  creo que su utilidad principal fue la de cuarto de limpieza-, bajo las escaleras que daban acceso a la planta noble del edificio anexo a la iglesia.

Veo con nitidez las quedadas los sábados para ir a buscar pan duro y venderlo para ganar unos duros, el maratón de fútbol sala en el colegio Arquitecto Leoz para seguir recaudando fondos -casi todo se fundamentaba en eso: en salir adelante-. La primera talla (bueno, la segunda) de María Santísima de las Penas, que se guardaba con celo en una de las dependencias de ese mismo colegio. Postular, y que los vecinos del barrio te apoyasen porque querían tener una cofradía allí, mientras el resto de la ciudad se extrañaba de aquellos papeles rectangulares fotocopiados con las imágenes del Cristo y la Virgen.

"¿Humildad y qué...?" 

"¿De dónde sale"?

El primer almacén en la calle Santo Entierro, la primera venera entregada -oscura como ella sola-, la primera bandera, azul con la cruz blanca y el escudo bordado, la primera y estoica salida procesional con un calor sofocante en aquél primer Domingo de Ramos de 1988...



Recuerdos, recuerdos y más recuerdos...

Oir a lo lejos ensayar a la banda de cornetas y tambores de la hermandad del Gran Poder, que por el recién construido puente de la variante (hoy con el nombre del Titular de la hermandad de la Bazán), parecía venir en apresurado procesionar. O a la del Medinaceli, ensayando allá donde la Asociación de Vecinos "La Alegría" .

Era cuando los pasos en esa bendita Isla andaban sin más.


La visita obligada a la sala de exposiciones de la extinta Caja Postal, frente a la Alameda, donde la hermandad de la Misericordia mostraba arte en miniatura con su concurso de pasos.
Iba pertrechado con la recién recogida ropa de mi cofradía, con un intenso aroma a naftalina y el escudo bien visible -ese orgullo de pertenencia- a través de la bolsa blanca.

Qué mimo el de aquél hombre, menudo y siempre sonriente, pitillo cayendo sobre el labio inferior, para doblar la túnica y entregártela.



Es tal la amalgama de remembranzas que he logrado recuperar, que no hay orden en las fechas. Es como si el tiempo se mezclase, al igual que cuando se barajan las cartas.

Esa partida -precisamente a esos juegos de estrategia en sotas y caballos- por las de las tardes en la Casa de Hermandad. Ese trivial cofrade. Esas horas y horas de charlas monotemáticas. Esos paseos en la tranquilidad de la incipiente madurez, calle Real arriba, calle Real abajo, mientras perpetrábamos, con alevosía, acudir a algún evento donde disfrutar de aquello que nos hacía tremendamente felices. Preocupados solo, tras cumplir nuestras obligaciones como estudiantes, en volver a vernos la tarde siguiente, y hacer realidad aquello que nos unía y tantas veces ya he repetido durante este escrito: Hermandad.

Era una época de intensos encuentros. De conocer a nueva gente. De aprender y de querer poner en práctica lo aprendido. De vivir como únicas aquellas fechas. De ver nuestra Semana Santa como LA Semana Santa, tan solo superada por la ensoñada sevillana. Aquella madre y maestra a la que anhelábamos escaparnos en fechas previas a la gran fecha esperada con ansias para ver, in situ, las devociones más universales y mil veces contempladas en no experimentadas, per se, procesiones en los días santos del reino cofrade hispalense.

Acudir a pasar un buen rato -a modo de salida del trabajo-, a La Trepá -mi querido refugio-. Primero en la calle San Diego de Alcalá y más tarde en Almirante Cervera, a respirar aire puro -aire puro de cofrades-. Siempre creí que para ser tertuliano en La Trepá, debías saber manejarte. Su ambiente, más especializado que bien pertrechado -aunque de todo había-, era un compendio de las artes semanasanteras: cargadores, músicos, ex-miembros de juntas de gobierno... Pero con grado. Personajes con galones, con más años que los reunidos entre los tres o cuatro amigos que acudíamos, al principio, a departir en aquel selecto club. Gentes que tocaban otros palos y tenían su propia forma
de pensar dentro del ámbito cofradiero.


El Agüaero era otra cosa. Otro... Caché.



Momentos irrepetibles, desde luego.

La lluvia cede. Deja un agradable aroma a paz.

 Sin los gritos de niños jugando, sin el ajetreo propio de otros días, donde se ha aprovechado hasta última hora la bonanza de esta pre-primavera que hemos estado gozando, con el fresco recién llegado tras los chaparrones del día de hoy, se van alejando estas memorias

En realidad siempre están ahí. Como esos naufragios que nos dejan su preciada carga. A veces, son irrecuperables, otras -como hoy- sí se pueden traer a la superficie, y con ellas una sonrisa por el botín reencontrado.

Hoy, este aguacero, me ha traído el recuerdo de aquellas lluvias de cuaresma. Puede que no todos los recuerdos sean con el agua como sayo pero, desde luego, sí ha tenido mucho que ver que las de hoy me hayan servido para sentir esas otras que, como las golondrinas de Bécquer, no volverán.




Imágenes de los archivos de "Bajo los Palos" y de la Asociación de Belenistas de San Fernando