sábado, 28 de junio de 2014

Dime si no es amor

- "Son cosas de chiquillos" -justificaba su madre, esgrimiendo una sonrisa que ocultaba una mentira-

En su cabeza, con apenas 13 años, Marcos se disputaba con un millón de sensaciones a las que a su edad ya correspondían salir. La tranquilidad de aquél joven se tornaron dudas, sinsentidos, recelos, rabia incluso. Para él, lo que hacía poco era algo dado por sentado estaba dejando de serlo. Los pequeños engaños a los que había estado expuesto, que lo escudaban de la realidad mundana, dejaron de interponerse en su existencia.

Poco a poco sorbía y tragaba, no pocas veces atragantándose, los caldos que esta viña del Señor poseía. Algunos dulces, otros secos, muchos avinagrados. Su percepción de lo que le rodeaba comenzaba a variar con suma presteza. Su único tio paterno le decía que, "a veces, es mejor cerrar los ojos y no mirar qué bebes si no tienes más remedio que tomarlo".

Ahora comprendía aquél dilema.

Estudiante aceptable, cumplía como cualquier chico de su edad con los preceptos que la sociedad tenía establecidos para él: hasta sufrir por amor.

En su pequeño universo que ocultaba tras la puerta de su habitación, padecía en silencio el dolor intenso que provoca ese sentimiento tan único como difícil. 

Por la ventana que tenía ante la mesa donde se disponía su ordenador, veía discurrir la tarde, tranquila, silenciosa, tediosa incluso. Ante él un cuaderno abierto con incontables garabatos que dejaban adivinar ese estado complicado para el que no se encuentran amigos a quien acudir; esa sensación de soledad infinita; ese desierto donde, aunque grites, nadie te escucha; ese limbo en el que te hayas perdido, confundido... 

El joven estaba enamorado. Enamorado y temeroso.

Sentado en su cama, apoyado en la pared, intentaba plasmar en el papel aquello que deseaba decir sin miedos. El amor que anhelaba ni tan siquiera se imaginaba que aquél chico, vivaracho y bien plantado, sentía que el mundo empezaba a girar en sentido contrario cuando se encontraban. Ninguno de sus compañeros de grupo, con los que compartía los grandes secretos de esas edades, podía suponer que ese rompecorazones entre las chicas de su clase era incapaz de salir de un caparazón donde se escondía una gran timidez, un profundo terror a desvelar el secreto que mejor guardaba, y no era de nadie, sólo suyo. 

De su lápiz no salía una sola palabra con sentido práctico, era como adivinar un cuadro del arte más abstracto; mil pinceladas que se arremolinaban en un mundo de colores que era imposible imaginar si no estás en la mente de su autor. En su corazón sus sentimientos eran claros, las letras se extendían perfectas, correctas, ordenadas, directas, pero no sencillas; porque era tal la amalgama de contradicciones que su cabeza le planteaba, que la facilidad de lo expresado chocaba de frente con lo que tenía que hacer saber.

De sus dedos, liberados en la destreza de la escritura, salían brillantes interpretaciones sobre lo que tan hondo y fuerte sentía; la mina se deslizaba sobre el folio con la misma habilidad que un patinador dibuja ochos sobre el hielo. Las letras se configuraban con presteza para confirmar aquello que el chico ya sabía. 

Del negro carboncillo, las más hermosas pinturas de amor con las formas más bellas que ningún artista supo estampar jamás; los versos más exquisitos que nunca poeta alguno escribió; la representación más perfecta que ningún escultor logró realizar. Era aquella lámina la fórmula artística  por excelencia que mejor podía representar algo tan imposible de reflejar como el amor.

Sin embargo, todo lo que era capaz de revelar en aquél breve espacio del A4 era a todas luces insuficiente para clamarlo a cada viento que llegase y lo dispersara como el polen, haciendo brotar nuevas flores con savia nueva en cualquier tierra.

Sólo pudo darlo a conocer a quien estaba seguro que no le fallaría, el único ser humano que jamás le traicionaría: su madre.

Sufría por saberse hechizado por unos ojos verdes que convertían aquél encantamiento en maldición. No comprendía cómo algo tan fascinante podía convertirse en yugo. ¿Por qué su dicha se tornaba padecimiento? Se enfadaba con él mismo por su cobardía. ¿En serio había una ambición que no lograría culminar? La rabia le quemaba y su sangre hervía convirtiendo su corazón en la espita furibunda de una olla a presión por la que escapaba con vehemencia el aroma de lo que en su interior se cocinaba. 

En los momentos donde el cielo y el infierno se conjuraban en cruél y bendita unión, haciendo aparecer al ángel endemoniado causante de tan celestial tortura, rechinaba el alma y saltaba de gozo, sus pupilas se agrandaban mientras sus ojos huían en otra dirección, su corazón latía con tal fuerza que moría más que vivía, sus labios se extendían en una sonrisa mientras que el resto de sus facciones pretendían no desvelarse. Era una contradicción que dejaba sin dudas al sentimiento que le corroía; un veneno que tomaba con la esperanza de imitar a aquellos amantes italianos que quisieron engañar a sus familias para que nadie cercenara su amor.  ¿Era posible que tanto fervor supusiera tal dolor? ¿Sería normal que tal sufrimiento reportara tanta pasión?

Su cara de niño, que dejaba ya de serlo, era un rosario doloroso que se rezaba en silencio. Cada lágrima derramada por el desconcierto, una de sus cuentas; la duda su cruz. Y entre sus dedos el devocionario con las letanías de su propia pasión. 

Sentía que no sería correspondido. Que aquella ilusión, mantenida con la vida de la lumbre de una vela para que sólo pudiera encontrarla él entre sus penumbras, se iría apagando. Que el cabo se iría consumiendo sin remisión y que tras éste sólo quedaría, desparramada en un plato, la cera endurecida que costaría lo indecible separarla de aquél recipiente vacío y frío que una vez fue sustento que mantenía erguida y segura la llama.

Al mirar por la ventana observó que la noche había despertado de su sueño. El día consumió el último hálito pereciendo a manos de la amada oscurecida. 

Con los codos apostados en el alféizar del tragaluz, apoyaba su cabeza entre los nudillos de sus manos y discernía ante un cielo en el que sólo veía alguna estrella fiel; quizás su madre tenía razón. ¿Qué sabía él de estas cosas? Nunca había hablado con su padre de ello, jamás nasie cercano tse detuvo en descubrirle su misma emoción, no conocía a quien soportara lo que él. 

Puede que todo fuese por el fruto amargo recogido y recién probado al sobrepasar la linde donde las mieles te las servían dulces y sabrosas cuando eras un inocente creyente. A lo mejor no era real lo que creía sentir, sino sólo un reflejo demasiado nítido como si el de un espejo inmaculado se tratase. 

La vez que le expuso a su madre la inquietud que le aturdía, percibió como los ocres iris de sus ojos se cristalizaban.

 Con un rápido movimiento ella intentó resarcir su impresión, pero quedó la huella enrojecida que la deja al descubierto. Su niño le planteaba un dilema para el que no tenía respuesta, por primera vez no sabía qué contestar. Recordaba cómo le tomó ambas manos con las suyas, aterciopeladas y cálidas y por resolución le afirmó con un tono sumamente terso, tanto que casi sintió como aquellas palabras le acariciaban el cabello: 

-"Cariño... Eso son cosas de chiquillos. No te preocupes por ello, todo surgirá a su tiempo"-

Y con aquellas palabras, atusándole su pelo aún, cerró los ojos y bostezó cansado.

 El cuaderno que yacía sobre su cama lo colocó en la mesa donde reposaba el ordenador, y replegó las sábanas que cubrían su lecho. Su figura, recostada de lado, aparentaba ser tan infantil que no se correspondía con la envergadura que su cuerpo había adquirido. Dormía, pero con la mano debajo de la almohada que le ofrecía el sosiego del dueño, agarraba una fotografía que aparecía fechada en el verano pasado. En la imagen dos personas, él y Carlos, su mejor amigo, su gran compañero, su etéreo amor.