lunes, 27 de octubre de 2014

Hojas




Miraba, sin ocuparme mucho en el entorno, hacia el suelo que el otoño había empezado a alfombrar de apergaminada hojarasca, tiñendo de marrones el gris acerado y el verde césped de los parques.

La mañana, fresca, era tranquila y transcurría pausada con un agradable olor a plantas regadas por el rocío de una madrugada húmeda. Disfrutaba de ella en tanto deambulaba en busca del beso reconfortante de un café vespertino.

Pisaba con gusto aquél tapiz que la naturaleza dejó a mis pies, mientras a mi alrededor seguían lloviendo hojas sin cesar, creando una reconfortante visión que rememoraban años ya perdidos en los calendarios. Caían al suelo avejentadas, rotas, por haber luchado más de la cuenta. 

En ese campo de batalla se contaban por cientos los muertos que, otrora, resistieron con entereza las embestidas de las tropas meteorológicas. El viento, como queriendo comprobar si había hecho bien su trabajo, removía la maltrecha fronda perecida y dispersaba su victoria entre las callejuelas adyacentes.

Al elevar la mirada, las ramas de la arboleda se veían huérfanas, tristes incluso. Madres sin hijos que añoraban sus caricias, que se sentían vacías, que no daban la sombra protectora que con ellos servían. El desolado cuadro era digno de ser enmarcado entre maderas nobles talladas, vestidas con pan de oro y ser expuesta en el mejor museo del mundo.

Era la imagen de una realidad invisible. No se ocultaba, pero era silenciosa su historia. El crepitar del follaje vencido que caía sobre el lecho mortecino desparramado en el suelo, llamaba a conciliar los pensamientos. Mis pasos, lentos y solemnes, quebrando aún más los imposibles huesos de aquellos restos, se alienaban con la apaciguada mañana que conmovía al alma.

En aquél camino vacío, donde la paradoja se hacía presente ante lo vivo y lo yerto, se concitaban en mi mente ideas que dirimían entre lo filosófico y lo espiritual. El fragante aroma de aquél cementerio insospechado, inexistente para muchos a los que las prisas cegaban en lo físico y en lo emocional, hacía elevar mi consciencia hacia un grado desconocido sobre aquello que discurre a nuestro alrededor y apenas observamos; esa vida paralela que no somos capaces siquiera de adivinar, que pasa junto a nosotros muda pero gritando sus gestos en olores y colores.

En mitad de aquella travesía bucólica, acompañado del trinar incansable de gorriones y las últimas golondrinas que aún quedaban, entre lo expirado y el instinto innato de respirar el oxígeno que llenaba todo de vida, encontré mi destino; un pequeño y reconfortante rincón del cuál salía un hipnotizante aroma a grano de café tostado. 

Al entrar observé la estampa quieta de los clientes, sentados, leyendo unos la prensa, otros conversando y el resto solo disfrutando del sosiego ante el deseado manjar líquido. Miré atrás y un breve golpe de aire, algo más gélido de lo que había soportado en todo el trayecto, pareció empujarme al interior del local. 

Pedí un café cortado a un hombre enjuto, entrado en años y con cara de bonachón, que me atendió con una cansada sonrisa, y me dispuse a sentarme en una mesa junto al único ventanal que allí había. 

Apostado en mi asiento, acompañado tan sólo por la indiferencia de cuantos allí habían, mi mente divagó de forma impredecible por un instante, y mi corazón se entristeció tan rápido como aquél pensamiento surgió. Dirigí la mirada desde la amplia cristalera hacia el atento camarero, y examiné sin mucha urgencia aquella estancia.

 "Todos somos hojas" -filosofé. Nuestra existencia pasa inadvertida para la mayoría, aunque nos sintamos especiales en nuestro entorno, ante quienes nos aman. Por mucho que seamos capaces de iluminar, de dar sentido, de hacer vibrar a quienes nos rodean. 

Al sorber el primer trago de aquél néctar negro tintado de leche, suspiré y sonreí con cierta dosis de resignación. Puede que sea triste, quizás a alguien le cause temor, pero es la vida que pide paso para seguir adelante dejando atrás aquello que ya cumplió su misión. 

A fin de cuentas, como dije, también somos hojas, y pasaremos.

domingo, 26 de octubre de 2014

Tiempo regalado (Reflexión en la noche del solsticio de invierno)





El solsticio de invierno llamó a la puerta para recordarnos que el tiempo pasa sin pedir permiso a nadie. En las mentes de todos, aquellas imágenes evocadoras de un insuficiente verano que, a pesar de su cercanía temporal, ya quedaba como parte de un pasado que se iba alejando a pasos agigantados.

La noche se extendió una sola hora más, pero parecía que se alargara como si no tuviese fin. Acaso una cuestión psicológica. Sesenta minutos no podían convertirse en una eternidad, tan sólo eran eso: 3600 segundos. 

Las manillas del reloj pasaban pausadas, sin apresurar demasiado su monótona cadencia; como si haber regresado a la misma posición de hacía cincuenta y nueve minutos no le supusiera un lastre en el camino cuesta arriba en aquella negrura, donde el otoño se hacía adulto.

Una hora más... 

Quizás el tiempo quería proponer algo. Puede que intentara variar lo cotidiano. Incluso darte una lección, o que recuperaras aquello que debías haber realizado regalándote pasos de más -aunque ya estuviesen previstos-, pero casi seguro que no pensabas que fueran destinados a ti. 

A pesar de no querer entenderse, en la paz y soledad que sólo puede ofrecer el cielo enlutado, la historia se reiteraba de nuevo. A las tres de la madrugada, el mundo se revolvió entre las sábanas del sosiego, y el pasado regresó por un momento, queriendo dar la opción de retomar -tras doce movimientos bajo el cristal de la esfera del reloj- cualquier cosa que atrás hubiera quedado, ya sea pendiente o fraguándose en la imaginación.

Sin embargo, ¡ay! Que el tiempo sabe de destinos, de pasados y del momento vívido, pero no conoce al ser humano; que en el instante que quiso otorgar de nuevo la ocasión -para redimir o castigar a modo de repetición- casi todos dormían, sin caer en esa tentación de recuperar lo que el tiempo quiso regalar.


martes, 21 de octubre de 2014

El destino del amor

Dicen que el amor es locura, dolor, alegría, sinsabor, sinrazón, sorpresa, aventura, rebeldía, sosiego, misión, destino, camino, espino, flor. 

Dicen tanto sobre qué es el amor... Qué ingredientes debe condimentarlo y cuáles sobran que le quitan sabor. Qué notas forman, o no, melodía en esa orquesta del corazón. 

Son tan innumerables sus condiciones para que funcione como un contrato por el que se luchó, que se olvidaron preguntarle al mismo amor. 

El amor es algo vivo, sensación, sentimiento, no sólo reglas de comunión. Padece, vibra... ¿Pero quién le avisó? 

Hay quienes piensan que el amor aparece o se esfumó, que juega a ser esquivo, esperanza o perdición. 

Muchos creen que el amor es fiel, sólo por ser amor. Que si se hiere, se muere porque una flecha lo desangró.

Nadie le dijo de su virtud, y se pensaba que era un regalo que alguien se encontró: Un diamante en el trayecto de dos.

El amor es el alma, la promesa, el fervor, la caída, la mano que lo levantó, la caricia, el beso, el verso, la pasión convertida en íntima religión.

El amor es la víctima insospechada que nadie invitó, que se hizo humano para poder morir por su propia razón.

Qué destino más incierto, suspirar por lo que nació: siempre enamorado o sufriendo por amor

miércoles, 15 de octubre de 2014

De los amigos virtuales IV




Puñaladas traperas

Dudaba, pero no... Al final la trilogía se hizo saga, gracias a las sorpresas o al simple devenir de las redes sociales que, sin duda, dan para esto y más.

He comprobado -mejor dicho, corroborado-, cuán ignorantes somos respecto a los que nos complacemos en adoptar como compañeros por este espacio virtual del Facebook, Twitter y demás. 

- "¿¡Ignorante!? ¿¡Me ha llamado ignorante!?"-

¡Pues sí! ¡Ignorante, reitero! 

Sin duda, uno de los fundamentos de estas asociaciones no regladas, que son las redes sociales es compartir. ¡Lo que sea! Pero compartir. Porque ya sabemos que necesitamos darnos a conocer en nuestras múltiples facetas y a varios niveles buscando, casi siempre, el apoyo moral a nuestras percepciones, reivindicaciones, motivaciones y cuantos iones, protones y neutrones hagan falta. 

Empero, más de una vez chocamos con el muro de la discordia. Lo que dimos por sentado, comprensible, sin tacha, sin peros, se desmadeja, se deshilacha, se tambalea... Se trata de "la opinión del otro". Terrible, malintencionada, llena de puntos, sugerencias y preguntas que tratan de desbordar tu planteamiento. Entramos ahí en la zona de los combates escritos

El ring dispuesto (y lo has decorado tú) y eso parece un espectáculo de "Pressing Catch" (¿recuerdan?). Unos a favor, otros en contra y durante la contienda se van eliminando actores (por lo general aburridos de la polémica que, por otro lado, no iniciaron ellos y solo se sumaron por afinidad a cualquiera de las partes). 

En un momento dado, incluso tras haberse podido caldear la discusión ante un debate que, por tu parte, no creías podría organizarse, la batalla cesa. El mágico dedito del "ME GUSTA" surge, de vez en cuando,  a modo de tímido favor, para una u otra, pero sin la intención de meterse en líos. Queda una sensación algo amarga pues, en realidad, aquél mensaje que pretendías dar no ha causado el efecto previsto en su totalidad, pero claro... Son las consecuencias por exponer. Las divergencias son parte de nuestra capacidad para dirimir acerca de lo que creemos correcto o no, de lo que consideramos un imposible o algo posible de realizar, etcétera.

Surge una paz incómoda, sobre todo con quien ha surgido el enfrentamiento de posiciones, y de forma inesperada se enciende una luz roja. Una alarma -que es tu cara sorprendida y congestionada por lo imprevisto-, al ver cómo ese mismo afiliado (ver De los amigos virtuales I y II) ha puesto en público juicio, a espaldas tuya (sin tu expreso conocimiento al menos), tu deliberación personal, aquella que defendiste con ahínco. 

Puede decirse que al plantear algo en una página, muro o cuenta, nada es privado y por tanto no es susceptible de considerarse un "delito de traición a la intimidad", sin embargo sí puede considerarse el hecho de utilizar tus palabras en busca de algún tipo de rédito -cual sea- una puñalada trapera. Una mala jugada de quien, se supone, puede llamarse "amigo" (insisto en las dos primeras partes de esta saga).

Sin dudas es un acto hecho con mala fe, buscando la mofa hacia algo que es personal y debe ser respetado, en cuanto no agreda la racionalidad ni sea una constatada falta hacia la sociedad. Aquí se llega a ese punto donde, de nuevo, se piensa en una nueva limpieza de virus y demás detritus que infectan tus redes y te hacen sentir mal e, incluso, hasta hacerte enfermar (no pocas veces he escuchado a alguno decir que alguien, a través de Facebook o Twitter, le ha dado horrorosos quebraderos de cabeza).

Me planteo. ¿Hasta qué punto puede ser alguien tan ruin como para reírse de ti a tus espaldas? Siendo, además, un cobarde, incapaz de no haber sabido solventar las cosas sin tener que humillarte en su propia cuenta (quizás suene excesivo, pero está bien plasmada la frase). ¿Dónde queda el respeto por el pensamiento ajeno? ¿Quién es capaz, entonces, de dar lecciones? 

Parafraseando a Aquél: "Quien esté libre de falsedades que tire la primera piedra".

domingo, 12 de octubre de 2014

El país avergonzado

A veces leo del triste lugar que se avergüenza de su historia plagada, dicen, de sangre y opresión.

Leo de cuánto mal hicieron aquellos antepasados y hoy sus generaciones futuras van lamiéndose sus heridas, clamando gritos de lucha por la libertad de aquellos que se definen como afectados, renegando de su propia realidad como herederos de esos que abominan.

Observo cómo otros, en sitios más apartados, celebran con orgullo la memoria de lo que hoy son. Muestran con satisfacción lo que aprendieron, no festejan lo malo junto a lo bueno de su ayer, tan sólo lo unen en el diario que durante siglos han ido escribiendo. Reconocen que aquello que fue un error y lo que supuso un acierto no es, sino, algo inherente a su condición nacional, que ha conformado su ser y que el tiempo -sabio y paciente- ha colocado en su estantería correspondiente, señalado con precisión para que se vuelva, o no, a utilizar. ¡Eso es una auténtica memoria histórica!

Hoy, doce de octubre, hay una España que quiere enterrar de una vez lo que es indivisible en ella, porque los años no pueden volver a recuperarse. Somos un país con un pasado inamovible, como cualquiera, pero maleable a las conveniencias ideológicas. Somos una nación pésima que se acompleja de sus símbolos, de su génesis, de sí misma hoy y anteayer. Disfrazamos las verdades, las prostituimos vendiéndolas según creamos, y es tan ruin el lupanar donde las deshonramos, que ante tanta depravación ya no sabemos reconocer la mentira, ni somos capaces de discernir lo cierto.

Hoy es la fiesta del País de Nunca Jamás. Ese lugar existe y es España

Mientras unos ejercerán su patriotismo, su orgullo por ser descendientes de uno de los países que fue envidia de grandes potencias, otros descargaran en gestos y palabras zafias y burlonas todo el peso de la rebelión contra su propia biografía como nación. Así España, una vez más, dará muestras a propios y ajenos de lo poco que nos gusta aprender de los hechos, y de nuestra terca negación a verlos como parte de lo que hoy somos.

Seguiremos alzando banderas que no son sino enseñas del odio (¿Libertad? Que alguien sea capaz de decirme qué colores representa unidad y cuáles confrontación). Seguiremos confundiendo ser español con ser fascista -qué gusta esta palabra-. Seguiremos apoyando revoluciones ajenas que se sustentan en el rencor hacia nosotros mismos, y aún hablan de conquistadores y conquistados. Seguiremos reclamando deudas que debieron enterrarse cuando nos reencontramos como hermanos un seis de diciembre 1978. Seguiremos siendo un país de ofendidos por cualquier cosa que suene a Hispanidad.

Bienvenidos al País de Nunca Jamás, donde los pensamientos no crecen y permanecen ajenos, viviendo en cada uno de nosotros según queramos jugar.

¡VIVA ESPAÑA!


sábado, 11 de octubre de 2014

Un breve instante (recuerdos de mi tierra)

"...sólo se escuchan las campanas de la Iglesia Mayor. Ese primer café...".

Se despertó el sábado con la paz del asueto y el coleteo aún de la movida semana que lo precedió. Era como un desierto sin eco. Un gran y reconfortante vacío de ajetreos tras volver de viaje.

La humeante paz del grano hecho néctar para despertar los sentidos, hipnotizaba con su sinuoso baile sobre el cáliz del que emanaba. El ensordecedor silencio era como una nana que aplacaba, todavía más, el alma dormida del recién resucitado del sueño breve con que la vida nos otorga la quietud necesaria.

La monotonía de los ruidos de la casa -esos que no se suelen escuchar el resto del día-, se acoplaban en plácida sinfonía a la orquesta pausada de aquella mañana sabatina que marcaba los ritmos de su sereno corazón, percusionista incesante que imponía la vitalidad a cada momento.

Las noticias en el papel reciclado la desperezaban, mientras disfrutaba del sonido, que se le antojaba rancio, del pasar de las grandes hojas grisáceas del diario.

Un café, un periódico, una melodía de ruidos caseros, el silencio del resto del mundo y las campanadas desde las torres de la iglesia cercana, como señal inequívoca de una paz que solo su ciudad desde la niñez le podía regalar.


jueves, 9 de octubre de 2014

Morir de amor (Artículo)

Excalibur, ha muerto. Así. El pobre y fiel animal, en previsión de que la desgracia viral africana (una más) empezara a campar entre los sistemas respiratorios españoles, ha sido la víctima cruél y propiciatoria. Por un error -o a saber- de su segura amada dueña, él ha tenido que dar su vida sin saber porqué. Triste destino el tuyo/ amigo fiel de tus amos/ que serviste ejemplo/ para unos u otros humanos.

Y así  es. España, se moviliza contra la muerte del can. Gritos de "¡Asesinos, asesinos!" ante las puertas de la auxiliar de enfermería infectada por la silente enfermedad, ante la imagen de la docilidad, el miedo y la confusión más terrible plasmada en la figura de una criatura con cara de bueno y nombre de terrible tizona. 

Excalibur miraba entre sorprendido y perdido aquellas escenas que rompían la normalidad de su casa. Seres embuchados en ternos que hacían irreconocible su humanidad se alzaban hacia él, extrañado y asustado, para no sabía qué y lo trasladaban a un incierto lugar (¿cuántas veces no se habría metido en otro coche, junto a sus adorados dueños, en busca de algún lugar de asueto y disfrutar con ellos?). 

Tras los barrotes, una vez ya en aquél vehículo desconocido, sus ojos clamaban respuestas ante el desasosiego. Veía personas  gritando desaforadas, escuchaba su nombre coreado y no podía hacer nada. ¿Quienes eran aquellos que parecían recriminarle algo?

Él no lo sabía, pero aquél desconocido animalito, del que sólo sus vecinos, quizás, conocerían su nombre, se convertía en el símbolo de un país. Una nación que se unía a partes, unos para pedir su libertad, otros para que se hiciera lo necesario y, en todo caso, ambas  coincidían en lo terrible de las circunstancias: de nuevo, un inocente pagaba ante lo injusto de una situación que se fue de las manos.

- "Excalibur ha muerto sin sufrir". Las palabras del encargado de dar la noticia,  esperada pero no deseada, no calmaron a nadie. El país entero discernía y discutía sobre lo necesario o no de aquella medida, en tanto la afectada dueña era tratada en un hospital y otros posibles contagiados puestos bajo estricta observación. La rabia de aquellos que solicitaban la revisión y revocación de la condena explotaba en innumerables  bombardeos de indignación.

Han matado a una mascota sin culpa de nada. Y la tristeza inundó España, un país que se desagua por el sumidero de su propia incoherencia. Una vez más, España se dividía: ahora por Excalibur. No. No es sólo un perro, es un ejemplo. Una realidad de hasta qué punto somos unos inconscientes y cómo somos manipulados, adiestrados y organizados por quienes tienen intereses mayores que la vida de nadie (sea humano o animal). Sí, he dicho nadie, no voy a haver diferencias, en este caso, entre hombres y perro.

Mientras se daba la noticia de una profesional que había sucumbido al mismo mal que mató al enfermo que trató, el pánico se hizo presente no ya en España, sino en Europa, y todos acusaban la incapacidad de un Gobierno superado por una situación inesperada. Así, en las redes sociales, se podían leer mensajes ensalzando al desgraciado animal sentenciado y ejecutado, y despellejando al sacerdote fallecido por habernos traído el Ébola

Esa es la visión de parte de este país demagógico. El misionero fallecido por este virus exponía su vida por otras personas en África. Arriesgándose bien por sólo profesar una fe distinta, bien por contraer alguna enfermedad, y en España hay quienes, por el mero hecho de ser sacerdote, lo crucifican en muerte. ¿Banalizo?  Es coherencia y humanidad.

Por desgracia, muchos intereses son los que quieren despistarse en estos momentos, relativos a muchas cuestiones de índole político, social y económico, y ha sido una enfermedad  de fuera de nuestras fronteras la que ha  venido a ayudar a más de uno para ello. 

Las redes no son -valga lo apropiado-inmunes, y sólo hay que leer comentarios y lo despectivo de sus tratamientos para con el padre Miguel. Sólo echar un vistazo para llorar con los pésames de muchos entristecidos e indignados con la muerte de Excalibur. Sólo detenerte un momento para recapacitar sobre la facilidad de infestarnos de otro virus, también callado y ruín, como es el de la insensibilidad moral que nos aqueja.

La muerte de un hombre y un animal me han hecho comprender, más aún, cómo cada vez entiendo menos esta sociedad. 

Tan sólo una reflexión final: En el caso de Excalibur y del padre Miguel, qué curiosa coincidencia, ambos murieron por haber demostrado su amor

lunes, 6 de octubre de 2014

Esperanzas




Oía desde siempre acerca de las miserias de las épocas pasadas. De cuántos inconvenientes pasaron sus padres y abuelos en unos años donde, por desgracia, todo se racionaba. Penurias y hambrunas de posguerra. Sin embargo, partes de aquellas historias se le asemejaban a la realidad que vivía. Un mundo enfrentado por ideologías y con la mismas necesidades básicas de entonces: dinero y pan

Empleado tras una mesa con papeles que no cesaban, sustentaba a su familia con un salario ajustado, muy ajustado. Como parte de la sociedad donde se desenvolvía, soñaba con esos placeres vanos con que el consumismo regalaba los ojos y entusiasmaba corazones. ¿Por qué no iba a darse un capricho él o los suyos?

Caprichos... A eso aspiraba cada primero de mes. A alegrar el deseo de adquisición de su familia. ¿Qué mayor satisfacción que comprar el juguete que sus hijos anhelaban o aquellos zapatos de los que su esposa estaba tan prendada? Un capricho. Sólo eso. ¿A quién hacía daño? ¿No era más bien hacer uso de la famosa cita "trabaja para vivir, no vivas para trabajar"

Su ilusión ante aquellas perspectivas se volvía opaca cuando, tras mirar su cuenta bancaria, contemplaba desasosegado cómo ésta había mermado en apenas horas. Los débitos contraídos, unos por necesidades elementales, otros por haberse dejado llevar por sus anhelos, aparecían en el extracto en papel que un cajero automático le despensó servil y maquiavélico. La realidad entonces tornaba como un gélido aire, capaz de congelar la sangre en sus venas. Caía a plomo la felicidad al suelo y sus ansias por ofrecer un poco de calidad extra en su casa, se esparcían por el aire como aquél trozo de papel de números empequeñecidos con el logotipo del banco. Rotos en minúsculos pedazos, como si aquella acción le liberase de un sortilegio que hubiera provocado su desgracia.

Pensar en aquello le hacía caminar cabizbajo y reflexivo. ¿Qué hacer para solventar tanta angustia basada en su paupérrima economía? Se había desecho, como pudo, de gastos supérfluos. Tuvo la fuerza de voluntad de no hacer compras que, a priori, no fuesen imprescindibles. Se guardaba de hacer salidas ociosas si no había necesidad. Buscó mejores ofertas que rebajasen los costes de aquellas facturas obligatorias. Vendió aquello que consideró moneda de cambio y le proporcionase algún tipo de alivio, ya sea por poseer un capital remanente o tener que abonar algo menos dentro de aquella vorágine insaciable de facturas que clamaban, como jauría hambrienta, inexorable y puntual en cada inicio de una nueva vuelta de hoja en el calendario.

Vivir al día era duro. Sabía que no era el único, que los habían peor que él, pero eso no era consuelo alguno. ¿Quién puede quedarse tranquilo porque otros sufran más que uno mismo? ¿Qué falta de humanidad es esa? En su mente aparecían fugaces escenas con las sonrisas como protagonistas en los rostros de sus hijos. Momentos como grabados en piedra -que nadie pueda borrarlos- donde miraba a los ojos de su mujer, que eran todo un manual de cómo sentirse dichosos. Eran el cuadro perfecto. Ese que mantienes inalterable en el salón de tu casa en un sitio bien visible, del que te sientes orgulloso de tener y mostrar. 

Asomaban al exterior lágrimas de rabia y un dolor infinito. Punzante. Porque en su pesar también cabía la culpa de sentirse responsable de aquella situación. El coraje de no haber podido ofrecer nada mejor. Se creía, no un fracasado, pero sí un desnatado de la vida, que no aportaba más que agua para suplir lo que en realidad hacía falta. Durante las noches perdía su mirada en el zaino paisaje que abarcaba la inmensidad de lo insondable, y dejaba su mente en blanco. Era como escapar de la realidad, aunque era consciente que tras las cortinas que ocultaban su terraza del resto de la casa, todo seguía igual. Aire fresco para una mente caldeada.

Pero los días transcurrirían, se harían mil malabarismos sobre la cuerda floja de lo cotidiano para poder llegar al otro extremo sin caer y no romperse la crisma. Se conjurarían momentos donde las risas se aliarían con las circunstancias en algúna ocasión, y cualquier problema quedaría en el olvido, al menos, durante unas horas. Llegarían visitas, noticias, sorpresas, que levantarían el espíritu o lo harían removerse del apoltronado penar de a diario. De nuevo esperaría a ese primero de mes. Otra vez más. Con ingente cantidad de cuentas hechas, aguardaría paciente que las luces de aquella tragaperras que era su cuenta corriente, dejara de alumbrarse por el desconsolado rojo y lo apabullara con los colores de felicidad del papel moneda.

La ruleta de la vida sigue. Es insistente y nosotros somos empedernidos jugadores, aunque hayamos perdido todo jugando en ella. A pesar de no tener más ganas de hacerla girar. La rueda del destino no deja de dar vueltas. Puede que tengamos que respirar hondo y ser positivos, quizás así se detenga en una casilla afortunada. Empujarla con desgana o con poca fe es hacer que casi no se mueva de allí donde ya se encuentra detenida y, para nuestro mal, tenemos que volver a jugar con las mismas penas.

En su aparente normalidad, solventando a duras penas los problemas que se generaban día tras día, seguía esperando poder alcanzar algo nuevo alguna vez y, sin duda, a pesar de todo, como fuera y en cualquier situación, disfrutar de aquellas sonrisas y esos ojos -compendios de la felicidad- que le hacían seguir avanzando aún con el lodo de las contrariedades hasta la cuello.