La mañana, fresca, era tranquila y transcurría pausada con un agradable olor a plantas regadas por el rocío de una madrugada húmeda. Disfrutaba de ella en tanto deambulaba en busca del beso reconfortante de un café vespertino.
Pisaba con gusto aquél tapiz que la naturaleza dejó a mis pies, mientras a mi alrededor seguían lloviendo hojas sin cesar, creando una reconfortante visión que rememoraban años ya perdidos en los calendarios. Caían al suelo avejentadas, rotas, por haber luchado más de la cuenta.
En ese campo de batalla se contaban por cientos los muertos que, otrora, resistieron con entereza las embestidas de las tropas meteorológicas. El viento, como queriendo comprobar si había hecho bien su trabajo, removía la maltrecha fronda perecida y dispersaba su victoria entre las callejuelas adyacentes.
Al elevar la mirada, las ramas de la arboleda se veían huérfanas, tristes incluso. Madres sin hijos que añoraban sus caricias, que se sentían vacías, que no daban la sombra protectora que con ellos servían. El desolado cuadro era digno de ser enmarcado entre maderas nobles talladas, vestidas con pan de oro y ser expuesta en el mejor museo del mundo.
Era la imagen de una realidad invisible. No se ocultaba, pero era silenciosa su historia. El crepitar del follaje vencido que caía sobre el lecho mortecino desparramado en el suelo, llamaba a conciliar los pensamientos. Mis pasos, lentos y solemnes, quebrando aún más los imposibles huesos de aquellos restos, se alienaban con la apaciguada mañana que conmovía al alma.
En aquél camino vacío, donde la paradoja se hacía presente ante lo vivo y lo yerto, se concitaban en mi mente ideas que dirimían entre lo filosófico y lo espiritual. El fragante aroma de aquél cementerio insospechado, inexistente para muchos a los que las prisas cegaban en lo físico y en lo emocional, hacía elevar mi consciencia hacia un grado desconocido sobre aquello que discurre a nuestro alrededor y apenas observamos; esa vida paralela que no somos capaces siquiera de adivinar, que pasa junto a nosotros muda pero gritando sus gestos en olores y colores.
En mitad de aquella travesía bucólica, acompañado del trinar incansable de gorriones y las últimas golondrinas que aún quedaban, entre lo expirado y el instinto innato de respirar el oxígeno que llenaba todo de vida, encontré mi destino; un pequeño y reconfortante rincón del cuál salía un hipnotizante aroma a grano de café tostado.
Al entrar observé la estampa quieta de los clientes, sentados, leyendo unos la prensa, otros conversando y el resto solo disfrutando del sosiego ante el deseado manjar líquido. Miré atrás y un breve golpe de aire, algo más gélido de lo que había soportado en todo el trayecto, pareció empujarme al interior del local.
Pedí un café cortado a un hombre enjuto, entrado en años y con cara de bonachón, que me atendió con una cansada sonrisa, y me dispuse a sentarme en una mesa junto al único ventanal que allí había.
Apostado en mi asiento, acompañado tan sólo por la indiferencia de cuantos allí habían, mi mente divagó de forma impredecible por un instante, y mi corazón se entristeció tan rápido como aquél pensamiento surgió. Dirigí la mirada desde la amplia cristalera hacia el atento camarero, y examiné sin mucha urgencia aquella estancia.
"Todos somos hojas" -filosofé. Nuestra existencia pasa inadvertida para la mayoría, aunque nos sintamos especiales en nuestro entorno, ante quienes nos aman. Por mucho que seamos capaces de iluminar, de dar sentido, de hacer vibrar a quienes nos rodean.
Al sorber el primer trago de aquél néctar negro tintado de leche, suspiré y sonreí con cierta dosis de resignación. Puede que sea triste, quizás a alguien le cause temor, pero es la vida que pide paso para seguir adelante dejando atrás aquello que ya cumplió su misión.
A fin de cuentas, como dije, también somos hojas, y pasaremos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por comentar. Este blog está registrado en Safe Creative®