martes, 28 de julio de 2015

Memorias de aquella Isla: Aquellas tiendas

La vida de una ciudad, un pueblo, entre otras cosas, también se mide por el movimiento de sus comercios. La aparición de nuevos establecimientos, no solo de grandes superficies, sino del pequeño y mediano empresario, pulsa cómo de bien o mal está económicamente el lugar.
 
San Fernando, tuvo calles comerciales más allá de Rosario, Real o San Rafael. Eran las vías de las tiendas de barrio, esas en las que el tendero te apuntaba la cuenta en un papel de estraza con números a la redondilla. Perfectos. Donde te despachaban un octavo de aquello, o cuarto y mitad de lo otro, y los gramos se quedaban para los libros de ciencias en el colegio.
 
 
 
Esos paraísos donde podía encontrarse de todo, el que te atendía te conocía de toda la vida, y podías dejar fiado sin tener que sacarte una tarjeta de crédito -nómina por delante-. Nada de inmensas calles donde te pierdes buscando un paquete de azúcar; ya cogía el vendedor y te localizaba el producto, y si estaba en lo alto, con un palo y un apaño al extremo, a modo de brazo con pinzas, te lo bajaba en un plis; ni de aires acondicionados que, den frío o calor, te hacen pillarla al salir a la calle. ¡Un ventilador! De esos de pie gris y aspas azuladas, con más polvillo que un bollo de La Victoria.
 
¿Eso de hacer de Indiana Jones, tratando de encontrar un responsable de departamento en aquel 'templo maldito' del gasto, a veces, innecesario? ¡Tesquiyá!
 
Paco, ¿tienes Dalky? -y Paco, que estaba cortando chorizo pamplonica, levantaba la mirada sobre la montura de unas gafas gruesas de pasta oscura y cristales de 'culobotella', te identificaba, bajaba de nuevo la vista, y respondía:
 
- En la cámara (frigorífica), arriba a la derecha. Detrás de los Chamburcy.
 
Eficacia cien por cien. Sin esperas, ni malas caras porque eres el cliente número doscientos que le pregunta.
 
Casi todas las tiendas eran auténticos museos.
 
Museo del Aroma. Donde era imposible no perderte entre los olores que rezumaban los productos que ofrecía.
 
Museo de las Ciencias.  Allí aprendías que:
 
´veintedelasmariposasmásochentadelcaféCienmásunoctavodeharinadegarbanzoscincuentaCientocincuenta
máscuartodesalchichóndoscincuentaCuatrocientasmáscuarentadeunpaquetedepapelhigiénicodelElefante
¡TotalCuatrocuarenta!'.
 
Sin anestesia. Mientras intentabas descifrar el trabalenguas matemático cuando, al mirar la cuenta en un trozo de papel de envolver viandas, aún ibas por el octavo de harina de garbanzos.
 
Museo de las Buenas Costumbres. Con su correspondientes 'Buenos días, tardes o noches' por delante. Con el tuteo respetuoso y no ese casi despectivo de hoy, donde se pierde la perspectiva, a veces, de las correctas maneras. Esas que, cuando se te colaba Pepa -la de Manolo, el de la Constructora- con toda la pachorra, utilizaba la gracia natural para echarle cara y, al final, te callabas porque, total... Por una botella de leche de 'La Merced', no te vas a poner a malas con la vecina.
 
 
 
Hagan lo mismo hoy... De todo hay, cierto, pero compruébenlo.
 
Museo de Historia. Cientos, miles, infinitas las de veces que se escuchaban (o se ponía la antena), mientras se aguardaba el turno o te despachaban y colocaban en aquellas balanzas, donde el visor del peso parecía un cuentakilómetros, el manjar elegido. Cuando no se utilizaba una romana...
 
Museo en sí mismo, donde era imposible dejar de mirar, porque lo mismo te colgaban un jamón del gran Jabugo o Guijuelo, que tenían tras un cristal -en oportuna refrigeración- un tinto Savin original (no era un reserva, pero bien acompañaba).
 
 
 
De las catacumbas ya ni hablamos. Auténticos y siempre abundantes tesoros, guardados a buen recaudo en la oscura habitación con la tenue luminaria de un par de bombillas desnudas. Pero eso como los archivos vaticanos: un misterio para el lego.
 
Algunos de aquellos escuetos locales, eran el santo grial para el ama de casa en apuro un domingo a la una de la tarde.
 
Pues sí. Había también tienda de guardia. Eso que hoy las grandes entidades llaman apertura extraordinaria, antes era un servicio común de algunos comerciantes (a.Ch. M. y L.)* que, con tino, abrían las mañanas dominicales y, en contadas excepciones, hasta por la tarde. Satisfaciendo las urgencias de los hogares. Tales eran, por ejemplo, Ultramarinos Pepe (en Ruiz Marcet) o La Llave-Real (frente al imprescindible El Dean -o Ardean, como gusten-). Ambos establecimientos aún perduran, solo cambiados unos metros la ubicación del segundo.
 
Lugares que pertenecen a la historia de mi pueblo, y con nombre propio y de gran solera. Recordados son, por ejemplo, el local que hoy ocupa, frente a la pastelería La Nueva Campana, en la calle Rosario, que fue el de Vicente. Abrir sus puertas era volver lustros atrás. Alimentación Ginés, en la de Mazarredo, que era una provocación para el paladar y donde, casi nunca, había una hora donde poder ser atendido sin tener el breve espacio que quedaba entre el mostrador y la puerta totalmente copado. Su propietario, siempre con la sonrisa puesta, hizo del arte de cortar jamón algo virtuoso. Hasta se paladeaba en cada corte. Como buen empresario, sabía captar clientela ofreciendo sus productos mientras los servía. Casa Gregorio, en Cardenal Spínola.
 
 
 
 
Gregorio, montañés de aquellos de los que La Isla, en sus comienzos como población a extenderse, allá por el siglo XVIII, se plagó. Un pequeño accesorio -de tantos que tiene la ciudad-, que fue epicentro donde abastecer al consumidor de aquella zona linde del barrio pastoreño. Entusiasta e innovador, ferviente seguidor del Rácing de Santander -como bien lo hacía constar un banderín de aquel club colocado en un sitio preferente-, creó el primer servicio de reparto a domicilio que conocí (sin gasto alguno para el destinatario).
 
Justo al lado, a su izquierda, había un taller mecánico, donde muchos niños acudíamos a dar el coñazo y que nos llenaran las ruedas de las bicicletas o los balones. Y a la derecha estuvo, en los bajos del edificio con entrada por la calle Requetés de España (o Vicario), la Peña Taurina "Ruiz Miguel".
 
 
 
Barrios y tiendas tenían un especial vínculo. Tal era el citado de La Pastora y sus negocios como el de Alfredo, Paco , el Lechero (estos ya citados en otro capítulo anterior), el refino de la calle Santo Domingo, la panadería-bollería La Pastora (popularmente conocida como "El Lorito"), la pastelería La Estrella en la calle Hernán Cortés, Casa Sánchez en Santa Rosalía... Y antes de llegar a la calle Real, pasando por uno de los rincones más emblemáticos de todo San Fernando, el callejón de Croquer, una mínima librería, regentada por un  matrimonio ya anciano, donde lo mismo se podía encontrar una novela de Corín Tellado, que un TBO con la Familia Trapisonda o Gordito Relleno, una de aquellos coleccionables de Roberto Alcázar y Pedrin (digo...) que una de aquellas novelas del Far West.
 
 
 
 
Así, por ejemplo, en el barrio de la Iglesia Mayor, encontrábamos la popularísima "La Llave", en la calle Almirante Cervera; el bar Quitaapetito,  Alimentación El Cañón, o la panadería y Horno de San Lorenzo, sin salir de aquella calle. En la de Nicola, más conocida como Callejón de la Plaza de Toros, estaba "El Calabocillo". Una de aquellas tiendas-güichis de entonces, como lo fue la citada de Alfredo o Casa Sánchez.
 
 
 
Eran los años del boom de los videoclubs, como el DobleR que se hallaba junto al Callejón de los Palos (inicio de la calle Mariana de Arteaga), Sonimagen, en la calle de Las Cortes -cuando el teatro era un bingo-, aunque cuya actividad era la venta de artículos, como bien indica su nombre, de sonido e imagen. En los Almacenes Valle, donde lo mismo te encontrabas una película de Pajares y Esteso, que un traje para la boda de tu primo; o el llamado Paranoia, que fue todo un revulsivo en este sentido, situado en la calle Calatrava esquina con Maestro Portela, donde no había título que no se encontrase.
 
 
 
Tuvo mi tierra vida empresarial. Cines que se coparon y, a su cierre, aún había quienes querían sacarle rendimiento a los amplios, como pasó con el renombrado y recordado "Almirante" y pusieron después una discoteca. Papelerías con tanta solera como el Puente Zuazo; tal era el caso de García Bozano, La Voz o Piorno por ejemplo. Deportes como el Andalucía. Pastelerías como la de Picó, El Arqueño, Los Ángeles y aquella donde los quitahambres eran para quitarse el sombrero: Los Milagros.
 
 
  Me dejo muchos, pero que muchos de aquellos establecimientos que fueron referentes en mi pueblo. Imposible olvidar Galerías MónacoModas Jisol, Aparicio, Seón para el hombre; el bar La Marina o el  siempre rememorado restaurante La Maestranza -estos últimos puntos ineludibles para nuestros pelones-. Indispensable Alimentación La Cita, la Panadería Ruiz. Eterno El 44. ¿Y de El 45, quién se acuerda? El Sotanillo, otro clásico. Luchadores empedernidos por mantener las buenas costumbres de no faltar a encuentros que ya se antojan dentro de lo clásico: La Mallorquina o La Gran Vía. Más que clásicos, incunables Almacenes Blanco, Corsetería Ramírez o Mercería Aragón, cuyo escaparate, en el último caso, es un visor de cada fiesta que repercute en La Isla. El Pasaje de la Música, Créditos Dice, Casa Naca, Bar Santander, Repuestos El Canario, Farmacia Matute, Autoescuela Anglada...
 
 
 
   Así podía copar páginas enteras, pero ya hay otras publicaciones de grandes escritores de referencia que los detallan con mucha más precisión, estos y otros que no aparecen aquí. No los evoco por olvido, ni porque no tuvieran su importancia para el comercio local, sino porque si paso a detallar cada uno, este capítulo no acabaría. Todos tuvieron repercusión en los isleños de los ochenta y los noventa y, gracias a Dios, aún hoy podemos seguir adquiriendo sus productos en algunos de ellos.
 
   Eso sí, me dejo un sector oculto. No... No es el de las grandes empresas, como la E. N. Bazán, por ejemplo, o la mismísima Armada Española -que también contribuyó lo suyo-. O a aquellas dedicadas a nuestra cultura de la sal o los productos del mar. Tampoco me refiero a aquel apoteósico resurgir de las freidurías/churrerías de extremo a extremo de la ciudad, como la del Nazareno, en Montañeses de La Isla, Virgen del Carmen, junto al conocido como Callejón de los Gritos,  La Ruleta, Tetuán, o la de inexcusable parada de Antonio  en la calle Ancha -activos todavía-... Que hacían que los itinerarios no se centrasen solo en las de la calle Real o en la de La Estación.
 
 
 
   No. Existía otro comercio más íntimo, más cercano todavía que algunos de los nombrados. Eran aquellos regentados por vecinos en sus propios domicilios, normalmente de chucherías. Siempre abiertos, sin horarios, una delicia para los niños, donde no se te ocurría entrar dando bandazos junto a otro amigo, pues entrabas en una vivienda particular. Rafaela, Catalina, Rosa... Eran empresarias, nunca mejor dicho, de andar por casa. Podían denominarse, quizás, empresas domésticas. No había barrio que no contase con una.
 
   Hoy el emprendedor en San Fernando se lo piensa, aunque algo hemos avanzado; donde antes había un banco, hoy hay una nueva iniciativa y, desde luego retornar a la época a.Ch.M.L*. parece complejo.

   ¿Que qué época es esa? Pues la que había antes de los chinos, moros y latinos.
 
   ¡Cuidado! Me merecen el mayor respeto, no lo digo en modo despectivo alguno, pues muy buenos amigos tengo entre ellos. Pero está claro que ellos cuentan, unos con beneficios fiscales que no poseemos los españoles, y otros con el empuje que les han dado sus antecesores cuando -qué cosas- nos conquistaron con sus chiquiprecios. Antes íbamos a Ceuta por un transistor AM/FM, o a ver qué podíamos traer de allí baratito sin pasar por el de la tienda de siempre, que es un carero; hoy, no nos hace falta coger el Ferry para cruzar el Estrecho.
 
    En memoria de aquellos negocios que han quedado impresos en la vida de los isleños, los conocieran o no, la última fotografía es de uno de aquellos de toda la vida, aunque desapareciese hace años: Los Dardanelos.

Imágenes tomadas de "SanFernandoyyo.blogspot.com" y del "El Güichi de Carlos"