sábado, 22 de marzo de 2014

La luna mordida


Las cosas no iban como había pensado. En un breve intervalo de tiempo pasó de la felicidad incontenida, promovida por un golpe de fortuna inesperado, a una caída libre en un barranco que, además de no verse un fondo, golpeaba y desgarraba su espíritu, ya dolorido, con ramajes de espino salientes.

Quizás las cosas debían haber sido de otra forma, quizás debió ser más previsor, quizás debió ser menos optimista y no fiarse de la bonanza del momento donde el gris tornó rosa, porque ese rosa se marchita como la flor a la que da color.

Era un hombre que creía que, en esta vida, todo se devuelve según hayas aportado. No en cantidad solo, sino en calidad. Su fe en un algo más allá de lo terrenal era, sin dudas, la auténtica fuente de alimentación que le hacía levantarse cada día, generándole la fuerza necesaria para un día más, y así muchos ya, seguir vivo en una carretera donde otros iban más seguros que él.

No se podía decir que fuese una persona descontenta de su realidad, pero ésta no era todo lo amable que él quería. Estimado en los círculos en los que se movía, que no eran muchos, su carácter y forma de ver las cosas les había granjeado muchas simpatías, a pesar de lo limitado de sus actuaciones en sociedad. De hecho, la ingrata verdad se desdibujaba cuando se hablaba con él. La que ofrecía eran tan distinta que nadie, jamás, podría imaginarse que la auténtica era tan cruel. 

En su recuerdo revivía de forma constante momentos pasados hace ya tiempo. Estampas de una niñez de felicidad inconmensurable, de una adolescencia donde la alegría era insultante, de una entrada a la madurez en la que se vislumbraba todo aquello que fue años atrás. Cuando retornaba de aquellos viajes al ayer, volvía lleno de paz.  Cualquier amargor se convertía en un dulce delicioso al que no quería perderle el sabor. 

A pesar de la crudeza del presente y la incertidumbre del futuro, aquello que insistía en no dejar volar, su "otra vida", le insuflaba el ánimo necesario para no caer en la desesperanza. Pensaba que sus recuerdos no eran un lastre; retumbaba en su interior las frases mil veces oídas que recomendaban, argumentaban, imponían abandonar lo que fue y mirar en la dirección opuesta. Pero aquello que decían que olvidara eran los vientos que lo hacían sentir libre, en un día a día en el que se tiraba con un paracaídas, sin saber si su mecanismo lo abriría a tiempo, pero que, en todo caso, con sus ojos cerrados, sabía que aquella sensación única de libertad mientras se dejaba acariciar por aquellos aires de levantes y ponientes de otras épocas no podía hacerle daño.

Alguien le dijo un día a sus padres, cuando contaba con no más de tres años, que ese niño sería alguien en la vida. En el cielo de su boca observó que se firmaba una peculiar forma crucífera y esta peculiaridad, como si del hechicero de una remota comunidad perdida en el tiempo se tratara, otorgó estas palabras al niño a modo de visionario encantamiento. Un Moisés en aguas de Egipto, una cenicienta viviendo su cuento en un palacio... Así lo creyó ver.

Las penas que le afligían lo derrotaban demasiado en los últimos meses. Maldecía, a pesar de todo, su desgracia, sus acciones pasadas. Esas que se hicieron sin pensar en sus resultados. Durante un tiempo quebrantó su propio evangelio, sus palabras, sus principios, aquello que seguía devotamente y lo ensalzaba como vitola de sí mismo orgulloso de ello. Mientras manchaba su alma, se iba arrepintiendo de sus actos, comprendió por primera vez qué era ser Judas y quiso dar cuenta de su inconsciencia. 

Por su mente pasaron ideas trágicas, pensamientos de obras griegas que mezclaban risas y lágrimas, contemplaba soluciones drásticas, pero en ninguna de ellas encontró el desenlace oportuno. Dejaría mucho atrás y todo seguiría igual. ¿Qué ganaba con eso? ¿La paz eterna? Su yo más cercano a Dios no creía en eso. Sabía que su alma sería incapaz de descansar sabiendo todo aquello y a todos aquellos que dejaría atrás, lamiendo heridas que no sanarían.

Lo único que podía hacer era luchar por seguir adelante, buscar, perseguir, insistir, perseverar en encontrar opciones que sirvieran de alivio a esa ingrata realidad que, como cuando salía a la calle, se ocultaba tras unas negras gafas, que tapaban ojeras de insomnio promovido por las dudas, el sinvivir, el desasosiego... 

Sabía que lo único que podía hacer era mirar hacia el frente y ser positivo. ¿Qué más podía hacer?

Cuando las cosas se enredan solo queda  tener paciencia y dedicarse a desenmarañar el nudo. A veces se quitarán unos, otras haremos uno nuevo donde ya deshicimos el primero. 

En las noches que vivía más que dormía, su mente se despejaba de los nubarrones que durante los días se acumulaban. El frescor se apoderaba de la tierra quemada por soles abrasadores que hacían pasto de las ilusiones, y se producía un inmenso alivio en su interior. En el cielo de las noches, la luna... Esa luna que una vez, en la inocencia de la infancia, le dijeron que podía coger si miraba entre el pulgar y el índice.

Esa luna, que fue icono de alcanzar cualquier cosa que deseáramos, en la que se reflejaban los sueños a conseguir, por muy imposible que parecieran; esa luna aparecía mordida, como si alguien hubiese arrancado de ella el trozo que le correspondía.

 Pero siempre saldrá una luna nueva...