viernes, 3 de abril de 2015

Viernes Santo en mis recuerdos

El Viernes Santo siempre fue un día triste para mí. Una jornada de recuerdos cercanos que, poco a poco, se antojaban en hacerse lejanos, como si el Lunes de Pascua fuese un abismo, que se agrandaba si miraba hacia el Domingo de Ramos.

Remembranzas de tardes donde el sol coqueteaba con las nubes, haciendo notar que Cristo había muerto.

Luto en La Isla. Las campanas desde El Carmen tañían ante el suceso, así como hoy sigue ocurriendo.

Melancolía de aquellos días donde cambiaba el blanco de mi antifaz -del Ecce Homo y Gran Poder- por el de una almohada para llevar sobre mi cerviz siempre un calvario.

Andanzas de cofrade al que no le bastaba padecer coronado bajo un capirote, sino que quería conocer, si acaso de soslayo, qué era sufrir, como Jesús, soportando el peso de la madera cayendo a plomo.

En la estrechez del paso viejo que llevaba a María -institución hecha andas-, recuerdo bajar las rampas de la mayor iglesia con el cofrade himno franciscano, y justo sobre mí estaba la Madre Dolorosa junto a la Cruz. No cabía mayor Soledad.

Voces que guiaban mi voluntaria ceguera bajo las caídas negras, y que sucumbían ante la tragedia de la cruz, sola también, envuelta del sudario. Eran la emoción del pueblo, que convertía en marejada de sentimientos la calma de aquella escena que andaba cortito y a las bandas -como Dios manda-.

Tardes de Viernes Santo donde el azar del tiempo, sin abandonar mi empeño de querer dejar el madero, con la madurez de los años, amando cada vez más ese día amargo para el cristiano, colgaba mi traje y mi venera de cordón rojiblanco, después de haber velado a Cristo mismo entregado.

Y con el rito de siempre, a la hora de los Santos Oficios, pertrechado con mis avíos del trabajo bajo los palos, me encaminaba -por el mismo itinerario, como si fuese algo obligado-, Capitanía, Croquer, Real... Aunque ahora dejaba la Iglesia Mayor a un lado. Me persignaba y miraba con cariño, pero buscando un nuevo destino, allá donde el antiguo hospicio. El mismo sitio donde mucho tiempo antes, acudía mi padre para cargar en la Madrugá a la Señora de los Desamparados.

Qué añoranzas de aquellas tardes de Viernes Santo.

Tres golpes secos. La llamada de un capataz que mandaba callando. Pasos casi racheados y sobre mí, de nuevo, la cruz. Otra vez el Gólgota, la soledad del que ha muerto clavado. Distinto, pero casi lo mismo. Sangre de mi Señor, que ha convertido la roca en un campo de lirios.

Aquellos momentos grabados con el cincel del tiempo -que no pasa ni en balde, ni lento-, han dejado en mi memoria recuerdos que no están tan lejos.

Pero hoy, como entonces, cuando en las calles ya no se oye el muñidor del Santo Entierro, ni suena Mater Mea cuando la Madre se reencuentra con el duelo, ni desde San José se escuchan tambores que evocan el dolor, y solo quedan por los callejones un Rosario de desconsuelos, retornan a mi memoria vivencias únicas del Viernes Santo ancladas en otros momentos.

Madrugá isleña

El momento cumbre de la Semana Santa es la Madrugá. Así, en mayúsculas.

Es la noche que sirve de puente hacia la tragedia del Viernes Santo. La noche donde la Vida va encontrando su horrible final, y al amanecer somos capaces de observar que el Señor parece estar, en verdad, cansado. O puede que lo estemos nosotros, y creamos adivinar su zancada lenta y su espalda más quebrada por el peso de la cruz.

¡A saber!

Es la noche de la Esperanza, del Silencio, del Señor de esta bendita tierra. De recogidas de hermandades de barrios en la intimidad de sus gentes, que las aguardan para darles el calor que nadie mejor que ellos saben darles. Desde Pastora hasta la Casería, parando antes en la Bazán.

Dicen que en San Fernando no existe Madrugá. Pero habiendo vivido otras, con sus magníficas escenas llenas de las leyendas que sus pueblos recrearon haciéndolas grandes, hecho en falta la mía. La que conocí siendo niño y descubrí en mi juventud.

La de las tinieblas que acompañan a Cristo en su expiración. La del crujir de su cruz sobre el sobrio paso. La del vacío de palabras. La del sonido inconfundible del andar cargador. La de la voz queda del capataz. La de las miradas a lo alto, buscando la expresión del último segundo que precede a la muerte.

Verde sobre negro. Dándonos un mensaje solapado:
¡Siempre hay Esperanza!

La espesura que dejó la exhalación del Hijo, la Madre la alivia con la luz de su candelería. Tambores que suenan a luto entre calles oscurecidas.

En San Francisco se concitan las sombras y el recogimiento.

Las dos de la madrugada es el contrapunto. Emoción contenida. Murmullos que se hacen clamor.

¡En La Isla manda Dios!

¿A alguien no le queda claro?

Regidor perpétuo, Fuente de devoción, Manantial de promesas, Pañuelo de los desconsuelos, Refugio de los desesperados.

¡Los siglos no pueden equivocarse!

El gentío clamará a su paso, y las saetas serán los pentagramas que sirvan para que no se pierda el mecío, cuando los metales y la percusión enmudezcan para dejarlas escuchar.

Cirios morados alumbran el camino, hasta que el alba nos descubra porqué a Jesús Nazareno, en La Isla, le dicen El Viejo. Y allá por Calleancha, su silueta se recorte en una perfecta postal de nuestra Semana Santa.

Dolores saldrá a buscarlo, entre la bulla y su llanto, y es en la mañana del Viernes Santo cuando el encuentro es el rito que se reza callando.

Rostros satisfechos de un pueblo que se recoge cumpliendo la tradición. Desperdigada procesión de fieles que se retiran al merecido descanso, renovando su maltrecha energía en La Mallorquina, El Pescaíto, La Italiana, El 44...

Bendita esa costumbre que no se debe perder: la de esa Madrugá isleña tan íntima, tan nuestra.

No es la Madrugá macarena, ni la que va trianeando. No es la del Gran Poder, que desde San Lorenzo los costaleros llevan racheando. No es la de los Gitanos, ni la del Silencio de Monsalves, ni la del Calvario. Es la Madrugá de mi Isla de San Fernando.

¿Quién dijo que mi ciudad no tenía esa noche de transito, ensalmo que la hiciera mágica?