viernes, 1 de enero de 2016

Memorias de aquella Isla: Aquellos duros antiguos


Póngame un café... ¿Cuánto es?

- Uno diez

Y uno se toma el humeante néctar con el mayor gusto del mundo. Lee el diario, conversa con los parroquianos del local, trasiega en su teléfono móvil o, con total tranquilidad, solo disfruta del momento.

Con los años tan solo varían las formas; intentamos mantener las costumbres alterando lo necesario, según las circunstancias. Así yo, en mi miarmera ciudad de acogida, sigo conservando algunos de aquellos ritos de cuando vivía en La Isla. Por ejemplo, el del café. 



Me gusta detener mis pasos en lugares tan de aquí, que me parezca seguir tan allí. No sé si me explico. Esto mismo es lo que logra que, de cuando en cuando, la luz del recuerdo se encienda, como ahora.

Así hacía en uno de mis rincones favoritos, la plaza de San Lorenzo -donde Dios se hospeda en Sevilla-, y al pedir un cortado en El Sardinero, acudieron entonces mis visitas habituales al Horno Colón o a El Pescaíto, donde estuve trabajando para pagarme mi estancia como estudiante en la hispalense orbe. Al pedir la cuenta, Juani, el camarero, me dijo con amabilidad que era uno con veinte. De repente pensé, que qué pasada. ¡Doscientas pelas por una taza de un trago!

Como un rayo a mi mente vi aquellos carrillos situados de forma estratégica en las esquinas de plazas, colegios y calles de trasiego, como el de Juan Sisí en la Bazán, o el que se ponía en la esquina del antiguo bar "La plata", o en la alameda del Carmen, donde lo mismo te vendían un cigarrillo que chucherías, frutos secos, cartuchos de altramuces por dos duros; las tiendas del barrio de toda la vida, donde podías comprar pastelitos del "Un, dos, trespor cinco o, en el verano, pedías un vaso de La Casera por apenas uno; y aquellos benditos lugares, templos -como dije en alguna ocasión- del comercio y el bebercio, donde la tapa de chocos fritos, ensaladilla rusa, albóndigas, carne al toro y otras delicatessen, con bebida incluída, te salía por veinticinco duros.





Entonces, el Chulo costaba veinticinco pesetas, y fue casi un escándalo cuando lo subieron a treinta. Aquellos recreativos a los que iba, como el Saque bola, el Real o el Ancha (que era como para perderse), por esos mismos cinco duros echabas un ratito ameno en sus máquinas o futbolines. Un poco más caros eran los billares, pero eso era otro nivel.

Convivíamos con el pasado sin demasiados problemas; al reverso de las monedas lo mismo te encontrabas al rey Juan Carlos que al general Franco. Y nadie le hacía ascos a ninguno, ¿¡eh!? Que la pela es la pela.


Recuerdo el primer billete de mil pesetas que vi. Ahí, con apenas siete años, conocí a don Benito Pérez Galdós. En el colegio era inevitable que, en la lección de Literatura dedicada a los autores románticos del XIX, al hablar de Follas novas -con cachondeíto incluído- y Rosalía de Castro me acordase del morado de quinientas. Ese papel tan deseado que mi abuela o mis tatas me daban dobladitos hasta la extenuación, a lo que seguía la frase:

-Toma hijo... Esto para la hucha.



Allá por 1987 la rubia evolucionó. En los bolsillos aparecían las hexagonales (a pesar de ser circulares) de doscientas y las magníficas de quinientas. A la citada escritora gallega y a "Alas" Clarín empezamos, desde entonces, a verlos un poquito menos. De Juan Ramón Jiménez, Celestino Mutis y del rey de España, ya para qué hablar.





Era cuando ir a por un kilo de jamón serrano sin plastificar a casa Alfredo, a Ginés, a Alfonso, en plena calle Colón, o a La Cita costaba unas dos mil pesetas -como ahora, vamos-; o ir a alquilar alguna cinta al videoclub podía costarte desde cincuenta, según la novedad.



Entonces nacieron los primeros bazaresferreteríasjugueteríasdrogueríasperfumerías económicos; lugares donde encontrar casi, o sin casi, de todo desde una módica cantidad. Fueron las conocidas como  Todo a cien (vulgo la de los veinte duros). La mayoría regentada por familias marroquíes que tuvieron mucha vista comercial. Cualquier ciudad podía llamarse entonces la pequeña Ceuta.

Por cinco mil de aquellas ibas al Cobreros viejo -denominación que le llegó al construírse el nuevo, allá por las cercanías del Boquete-, y llenabas un carro; treinta euros puede costarte hoy solo el pasar por la pescadería del Mercadona

Por entonces los isleños íbamos por la plaza -la de abasto de toda la vida-, la de San Antonio, o el mercado de la Paz, las tiendas de barrio, el economato y, en el colmo del tipismo de ciudad marinera, -hablando de pescaderías- por esas improvisadas en la esquina de El 44, en la plazoleta de las Vacas o en las mismas puertas del barrio de Gallineras, por ejemplo.




Llegó un momento donde el sumun de las compras era ir al Pryca que nos trajo el que se consideró el mayor centro comercial de Andalucía: Bahía Sur. Qué carito era... Pero solo por poder ir a Galerías Preciados, en lugar de a Galerías Mónaco, merecía la pena cruzar el puente hacia Cañorrera. Anterior a este  enorme recinto a orillas de la bahía existió el Supercoop, ¿recuerdan? El primer gran recinto de la compraventa en La Isla.





Por aquellas calendas, tras haber entrado de lleno en la CEE en diciembre del año 86, ya se oía hablar de la moneda única europea a la que se le quiso poner nombre de tienda de ultramarinos: El ECU. Aunque sonaba lejos aún, terminó llegando. 



Y vaya si llegó: ¡El euro! Eso  sonaba algo mejor que lo otro. Entonces, los comerciantes y los clientes nos volvimos calculadoras en cada transacción. 

- Pepe, porme un cuarto de sharshishón

Son do sicuenta, Manolo.

Y Manolo soltaba las dos con cincuenta creyéndose que el céntimo era la peseta; y el primero ya valía tres veces lo que una sola de la segunda. 

En este juego de liar al personal, el tendero -ágil pensador- optó por ponérselo fácil al comprador, y equiparó precios y, entonces, el ya nombrado café pasó a costar ochenta céntimos, que en simple comparación parecían menos que cien pesetas.

¡Un chollo, sí señor! (Pensó el vendedor).

Ahí cambiaron las cosas y los bancos empezaron a instalarse a todo lo largo de la callerreal, porque hubo quien creyó que había que poner más cuentas corrientes que nuevos negocios en aquellos locales. Así La Isla, durante demasiado tiempo, fue un gran Monopoly con el que no supieron jugar.


Con el euro llegaron los chinos, con estos gastarse dos euros era -y es- una ganga, porque Mari -ahora la de la tienda cara-, tiene lo mismo a cinco. 

Con el euro, para ir al cine tenían que doblarte la paga en casa; las mijititas del bienmesabe del Ardean eran más codiciadas que nunca, porque en el cartel que Luis colgaba con los precios, un kilo de esta maravilla valía lo que un día de trabajo.

Con el euro mi pueblo parecía más pobre, porque cuando antes con un sueldo de cien mil pesetas respirabas, con seiscientos euros te ahogabas. Porque aún vivíamos en pesetas, pero ya pagábamos en el otro

Hoy, cuando hablo con mis hijos de mi niñez y les cuento que con cinco duros me compraba un paquete de pipas, un chicle, cinco caramelos Sugus, y una bolsita sorpresa en la tienda de Catalina (allá en las proximidades de la calle Jardinillo), o que un helado costaba solo quince céntimos de ahora y les intento explicar cómo eran las cosas antes, miro sus expresiones, entre anonadadas y dubitativas, y recuerdo que yo ponía la misma cara cuando mi padre me contaba aquello de las perras gordas y las perras chicas. 



¡Ay, aquellos duros antiguos!

(Imágenes de Leonor Montañés Beltrán, Yo paseo por La Isla (Facebook) y otros)

Olvidarme


Hoy me acordé que ya había olvidado, mañana espero olvidarme de haberme acordado.