viernes, 29 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: Una noche de verano ®

La noche era el reflejo de aquella bahía en calma; tanto, que en esas aguas se adivinaban las estrellas que se alzaban en el cielo, y la luz de alguna barca de pescadores parecía imitar alguna de esas fugaces que admirábamos mientras, en esas oscurecidas de verano, en la inmensa pantalla del Gran Cinema Madariaga, se disputaba a vida o muerte un maletilla llamado Palomo Linares.
Mucho cuidado hubiera debido tener el torero peliculero si, en vez de uno de esos sobreros de los filmes, se le planta delante el Múo (q.e.p.d) que picaba las entradas al pasar por las puertas del recinto cinematográfico.¡No le daba un muletazo nadie! ¡Cualquiera se le colaba! Y éste no corneaba, pero te daba un zamarreo que ni un Miura.
Era cuando las colas de ávidos y entusiastas cinéfilos llegaban hasta la pajereta del fondo norte del Marquésvarela.
Por entonces, para mí las noches eran tan universo -tan espectáculo- como el mismo que su oscuridad dejaba ver. Cuando mi espíritu infantil lograba alcanzar la luna pinzándola entre dos dedos.
La sinfonía de sensaciones que podía regalar aquél momento, donde nacía el nuevo día en el calendario, era tal que no conocerla podía ser un pecado contra las emociones.
Los acordes de viento los ponía un Levante animoso que daba pie a la percusión en los antiguos ventanales que, a base de rítmicos golpes, se acompañaban de los platillos de sus nerviosas vidrieras. Mientras, en la lejanía, se oían los metales que respondían desde donde la misma playa de la Casería o desde La Carraca, en lentos movimientos de los herrajes de las grúas en sus pantalanes. Y entre corchea y corchea de la isleñísima serenata, se escapaban algunas frases sueltas de la película que, desde el nombrado cine de verano, se reproducía.
Tal era la orquesta que, en la quietud de la oscuridad de aquella Isla, se dejaba oír para paz de algunos que, en esas notas intempestivas, hallaban el mejor relajante que pudiera ningún médico recetar; aunque, para algunos niños, aquella melodía resultase lo más parecido a un cuento de terror, por lo indefinido e inesperado de su aparición en la negrura.
Si durante las mañanas la vida se dibujaba en cada rincón blanqueado por la cal, las noches aliviaban las calles que algunos, aprovechando el calor y el insomnio, baldeaban cubo en mano, junto a los zócalos de sus viviendas, levantando un agradable frescor que reconfortaba de la calima.
Las damas de noche enjugaban ese frescor de un hipnótico aroma -que aparecía envuelto en el misterio de su procedencia- siendo capaz de detener cualquier conversación en el dintel de las casapuertas, de retrasar cualquier cosa por la que nos hubiésemos levantado. El acto seguido era cerrar los ojos y aspirar profundamente, como si quisiéramos conservar ese perfume para siempre; como si deseáramos eternizar ese instante.
Fragancias que los aires noctámbulos mezclaban: aquellos perfumes, con el del mismo mar. ¿O quizás con el inconfundible bofetón a eâu du Zaporito?
¿Por qué será que en la noche todo se intensifica más?
Los primeros momentos de las madrugadas estivales en mi pueblo se acompañaban de cuchicheos entre vecinos, sentados en el trono más cómodo de la casa y fuera de éstas, en el acerado que daba entrada a sus portales, con alguna vianda que prolongara el rato.
En el silencio, era el clamor de la voz baja que clamaba vencidad. Aquella que daba desde los buenos días a las buenas noches, sin necesidad de un ascensor que hiciese de punto de encuentro casi obligado, donde saludar es una penitencia:
   - Buenas...
   - Hola.
Y ya está. Esto en un noventa y ocho por ciento de las ocasiones. ¡Y siendo muy generoso en las estadísticas!
Esa era la otra banda sonora de La Isla: la de las noches. La del silencio. La de las charlas a medio tono. La del susurro del Levante y la piel erizada cuando el Poniente te acariciaba, obligando a buscar refugio entre los hilos de alguna prenda. La de los grillos y su hartible concierto en crícrí menor.
Aquella paz, desde luego, poco tiene que ver con la de hoy. La de entonces eran los ritmos que marcaban los tiempos. Otra forma de vida. Hoy... Bueno... Culpemos al inacabado cumplimiento de -parafraseando a Groucho Marx- contrato por la primera parte contratante de la ciudad.
¿No está de acuerdo? ¡Está bien! Rompamos esto y sigamos...
Mi pueblo no tenía (ni tiene) grandiosas plazas, aderezadas de suculenta arquitectura, donde la noche se alía en una conjunción perfecta con el todo y crea visiones únicas de gran belleza plástica.
No. No va por ahí la magia de mi tierra.
Mi pueblo tiene plazuelas, callejuelas, rincones de inmaculado caliche que tapa la piedra ostionera que recrean la magia de los lugares abandonados por aquellos que se marcharon, por mor de no encontrar en él lo que otras ciudades les ofrecían.
Ahora entiendo el cuento de Pinocho y el papel de Pepito Grillo. Ahora que, desde la distancia, alejado de San Fernando, lo veo todo más claro. ¡Cómo mentía cuando decía que me quería ir de allí! ¡Cómo me ha ido creciendo la nariz!
Es justo en este momento, mientras oigo el canto hartible en ese crícrí menor de otros grillos (que no son aquellos que de pequeño me adormecían con sus contínuos frotar de alas de fondo, en tanto escuchaba frugalmente a mi padre y a mi recordado Carlos Tudela -taxista en un Simca 1000, de coqueta banda celeste en sus puertas delanteras, y gran taurino- hablar de Felipe y de cómo estaban los tiempos), cuando el cricreante animalito me hace recapacitar.
Me recuerda en estas noches, a más de cien kilómetros de distancia de mi Isla, en las que me mantengo despierto -puesto que mi labor profesional así me lo exije-, sobre aquellas otras donde fuí un niño privilegiado, por haber conocido y disfrutado de esas otras que aquí, hoy, he recordado.
¡Sí! ¡Ahora lo veo!

(imágenes de varios autores)