viernes, 29 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: Una noche de verano ®

La noche era el reflejo de aquella bahía en calma; tanto, que en esas aguas se adivinaban las estrellas que se alzaban en el cielo, y la luz de alguna barca de pescadores parecía imitar alguna de esas fugaces que admirábamos mientras, en esas oscurecidas de verano, en la inmensa pantalla del Gran Cinema Madariaga, se disputaba a vida o muerte un maletilla llamado Palomo Linares.
Mucho cuidado hubiera debido tener el torero peliculero si, en vez de uno de esos sobreros de los filmes, se le planta delante el Múo (q.e.p.d) que picaba las entradas al pasar por las puertas del recinto cinematográfico.¡No le daba un muletazo nadie! ¡Cualquiera se le colaba! Y éste no corneaba, pero te daba un zamarreo que ni un Miura.
Era cuando las colas de ávidos y entusiastas cinéfilos llegaban hasta la pajereta del fondo norte del Marquésvarela.
Por entonces, para mí las noches eran tan universo -tan espectáculo- como el mismo que su oscuridad dejaba ver. Cuando mi espíritu infantil lograba alcanzar la luna pinzándola entre dos dedos.
La sinfonía de sensaciones que podía regalar aquél momento, donde nacía el nuevo día en el calendario, era tal que no conocerla podía ser un pecado contra las emociones.
Los acordes de viento los ponía un Levante animoso que daba pie a la percusión en los antiguos ventanales que, a base de rítmicos golpes, se acompañaban de los platillos de sus nerviosas vidrieras. Mientras, en la lejanía, se oían los metales que respondían desde donde la misma playa de la Casería o desde La Carraca, en lentos movimientos de los herrajes de las grúas en sus pantalanes. Y entre corchea y corchea de la isleñísima serenata, se escapaban algunas frases sueltas de la película que, desde el nombrado cine de verano, se reproducía.
Tal era la orquesta que, en la quietud de la oscuridad de aquella Isla, se dejaba oír para paz de algunos que, en esas notas intempestivas, hallaban el mejor relajante que pudiera ningún médico recetar; aunque, para algunos niños, aquella melodía resultase lo más parecido a un cuento de terror, por lo indefinido e inesperado de su aparición en la negrura.
Si durante las mañanas la vida se dibujaba en cada rincón blanqueado por la cal, las noches aliviaban las calles que algunos, aprovechando el calor y el insomnio, baldeaban cubo en mano, junto a los zócalos de sus viviendas, levantando un agradable frescor que reconfortaba de la calima.
Las damas de noche enjugaban ese frescor de un hipnótico aroma -que aparecía envuelto en el misterio de su procedencia- siendo capaz de detener cualquier conversación en el dintel de las casapuertas, de retrasar cualquier cosa por la que nos hubiésemos levantado. El acto seguido era cerrar los ojos y aspirar profundamente, como si quisiéramos conservar ese perfume para siempre; como si deseáramos eternizar ese instante.
Fragancias que los aires noctámbulos mezclaban: aquellos perfumes, con el del mismo mar. ¿O quizás con el inconfundible bofetón a eâu du Zaporito?
¿Por qué será que en la noche todo se intensifica más?
Los primeros momentos de las madrugadas estivales en mi pueblo se acompañaban de cuchicheos entre vecinos, sentados en el trono más cómodo de la casa y fuera de éstas, en el acerado que daba entrada a sus portales, con alguna vianda que prolongara el rato.
En el silencio, era el clamor de la voz baja que clamaba vencidad. Aquella que daba desde los buenos días a las buenas noches, sin necesidad de un ascensor que hiciese de punto de encuentro casi obligado, donde saludar es una penitencia:
   - Buenas...
   - Hola.
Y ya está. Esto en un noventa y ocho por ciento de las ocasiones. ¡Y siendo muy generoso en las estadísticas!
Esa era la otra banda sonora de La Isla: la de las noches. La del silencio. La de las charlas a medio tono. La del susurro del Levante y la piel erizada cuando el Poniente te acariciaba, obligando a buscar refugio entre los hilos de alguna prenda. La de los grillos y su hartible concierto en crícrí menor.
Aquella paz, desde luego, poco tiene que ver con la de hoy. La de entonces eran los ritmos que marcaban los tiempos. Otra forma de vida. Hoy... Bueno... Culpemos al inacabado cumplimiento de -parafraseando a Groucho Marx- contrato por la primera parte contratante de la ciudad.
¿No está de acuerdo? ¡Está bien! Rompamos esto y sigamos...
Mi pueblo no tenía (ni tiene) grandiosas plazas, aderezadas de suculenta arquitectura, donde la noche se alía en una conjunción perfecta con el todo y crea visiones únicas de gran belleza plástica.
No. No va por ahí la magia de mi tierra.
Mi pueblo tiene plazuelas, callejuelas, rincones de inmaculado caliche que tapa la piedra ostionera que recrean la magia de los lugares abandonados por aquellos que se marcharon, por mor de no encontrar en él lo que otras ciudades les ofrecían.
Ahora entiendo el cuento de Pinocho y el papel de Pepito Grillo. Ahora que, desde la distancia, alejado de San Fernando, lo veo todo más claro. ¡Cómo mentía cuando decía que me quería ir de allí! ¡Cómo me ha ido creciendo la nariz!
Es justo en este momento, mientras oigo el canto hartible en ese crícrí menor de otros grillos (que no son aquellos que de pequeño me adormecían con sus contínuos frotar de alas de fondo, en tanto escuchaba frugalmente a mi padre y a mi recordado Carlos Tudela -taxista en un Simca 1000, de coqueta banda celeste en sus puertas delanteras, y gran taurino- hablar de Felipe y de cómo estaban los tiempos), cuando el cricreante animalito me hace recapacitar.
Me recuerda en estas noches, a más de cien kilómetros de distancia de mi Isla, en las que me mantengo despierto -puesto que mi labor profesional así me lo exije-, sobre aquellas otras donde fuí un niño privilegiado, por haber conocido y disfrutado de esas otras que aquí, hoy, he recordado.
¡Sí! ¡Ahora lo veo!

(imágenes de varios autores)

martes, 26 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: Niños ®

Por suerte, aunque la niñez me abandonó en lo físico hace ya unos años, ésta me fue tan propicia y rica en experiencias que guardo de ella magníficos y vivos recuerdos.

Crecí en unos años donde los niños aún jugábamos con las chapas de cervezas y refrescos. Donde la programación infantil duraba treinta minutos, y si ya eras un poco más mayorcito aún podías entretenerte con la televisión otros tantos si te quedabas viendo la juvenil (como El Kiosco que presentaba Verónica Mengod junto a Pepe Soplillo por ejemplo -popularizándose éste como mote para quienes poseían un digno pabellón auditivo-, con el dibujante José Ramón Sánchez y esos dibujos de aquella época. O te quedabas atontado oyendo esa forma tan ochentera y tan de la movida de expresarse de Horacio Pinchadiscos en Sabadabadá, con Torrebruno y sus "tigres, tigres, leones, leones" (pónganle música, seguro que la recuerdan) donde todos querían ser los campeones. Aprendiendo idiomas con el Muzzy (I'm Muzzy.Big Muzzy!), creyendo que cuando le entendías alguna palabra al vuelo eras todo un anglófono. Éste programa era el continuador para imberbes del mañanero Follow me. Que no había guasa ni nada con la lectura literal  del titulo en español.



Era cuando los niños flipábamos con esa nueva forma de baile y vida que era el Break Dance (breih-dan decíamos), y creíamos un imposible que un coche fantástico nos hablase y se autocondujese. Aprendimos que se puede ser un patán y un superhéroe a la americana a la vez.  En nuestro universo televisivo nadie moría, a pesar de los guantazos, bombazos caseros y automóviles volando en El equipo A, McGyver, El Trueno Azul o El Halcón Callejero. Tuvo que ser una serie española -como no- quien nos traumatizara con la muerte más insospechada, abrumadora, mediática y malintencionada hasta entonces.

Mientras merendaba, recuerdo a Pancho corriendo, gritando y llorando esmorecío por la playa: "¡Chanquete ha muerto!". No había forma que me pasase el pan con mantequilla por la tráquea tras el mazazo. ¡Que pechá de llorar! Hoy pienso que el director, como Cervantes, quiso hacer único (para evitar plagios y segundas partes) e inmortal en la memoria a ese loco que, en esta ocasión, vivía en un barco en lo alto de una loma (Marinero en tierra que escribió otro inmortal como el gran Alberti).



Por aquellas calendas lo más impactante en videojuegos era el Donkey Kong (para el acervo infantil isleño: Donkinkon), en aquellas maquinitas de doble pantalla. O bien ibas a Las Torres al Saquebola a echar partidas a cinco duros con tus amigos en alguna de esas quemaadrenalina recreativas, en un insuperable y novedoso juego interactivo en 2D, donde te dejabas los dedos de tanto pulsar a velocidad superlativa los botones amarillos. En los escaparates de La Perla, centro neurálgico del entretenimiento infantil -me río del Toys ´r Us-, aparecía, por ejemplo, la versión electrónica del juego naval por excelencia que, hasta entonces, practicábamos incluso con un folio y mucha imaginación en la escuela durante los recreos o el cambio de clases: Hundir la flota. Con su estética de centro estratégico militar, su tablero de operaciones y su pantalla donde, al hacer blanco por tres o cuatro veces, se iluminaba en un rojo fuego el barco que aparecía en ella y gritabas con satisfacción: "¡¡Tocado y hundido!!".

 
 

 

 

Con esa tecnología en ciernes, el mundo de la computadora, que después pasó a ser ordenador para terminar en el anglicismo abreviado PC de hoy, se nos ofrecía en forma de Spectrum+2, que solo queríamos para jugar, no sin antes esperar la eternidad en lo que el la cinta cargaba. Los más afortunados tenían la veloz versión +3. Todo un prodigio de la informática a 128k y que usaba disquetes de 3´5". En mi colegio -estudié en el Liceo- comenzaban a impartirse clases de informática básica de forma extraescolar, a la que muchos nos apuntamos, y donde empezamos a introducirnos en ese maravilloso agujero negro (por desconocido). Era casi orgásmico, cuando te tocaba -había un ordenador por cada tres alumnos- poder escribir en aquella pantalla negra con letras verdes, y una aventura poner alguna palabra mal sonante evitando que te pillaran; por entonces, existía la leyenda urbana de que el profesor podía ver qué escribíamos en la suya, que estaba situada en su mesa encima de un estrado que conformaba el doble piso de las aulas. Ahí empezamos a familiarizarnos con el PRINT, CLS, DEL, COPY...
 
La era del Casio con calculadora, y del reloj Transformer.
 


 
 

 
 
A pesar de todo, los niños de La Isla seguíamos correteando por nuestros barrios tras aquellos balones de cuero deshilachados e inflados mil veces en los talleres mecánicos, o en tiendas como la de Ruceco. Paciencia infinita de las gentes de mi pueblo. Pedaleando por los inhóspitos parajes en que se convertían La Magdalena y  aquellos esteros, o por el camino hacia la enorme meta que era aquella grúa en el dique de la Constructora; o por las huertas -como la de Chaves-. Incluso por la parte de atrás de la vía del tren que pasaba tras los bloques de la barriada Bazán, que alcanzabas tras salvar con solvencia la pajereta (ese término tan nuestro) que hacía de muro de contención y de barrera para que no hubiese peligro alguno. En realidad, no sé si los inconscientes éramos los niños, o los genios a los que se les ocurrió que aquella enclenque pared era toda la seguridad necesaria para evitar alguna catástrofe.

Quedábamos, ya más creciditos, a la puerta del Cine Almirante, para ver a RamboShuarshenague, o a Bud SpencerTerence Hill repartiendo coqui huevo a los malos en cualquier dirección. Algo así como santiguar y dar hostias (Con perdón). Eran otras mentalidades que ya pasaban de ver al Piraña en "Chispitas y sus gorilas" que vimos en el Madariagay de Marisol y Joselito, que aún andaban a la zaga para el infantado en la primera cadena. Otra opción era el Cine Alameda, que tenía cierta mala fama, para ver películas o alguna función de marionetas que, de cuando en cuando, se organizaba para los colegios.



La plaza de mi barrio, el de La Pastora, estaba recién terminada tras las obras de remodelación. Las anteriores losas de Tarifa dieron paso a una solería mucho más moderna, y los niños ya no se chocaban por tropezar con estas piedras que se levantaban del suelo, ahora nos resbalábamos. En verano, con la calor haciendo mella en aquellos cuerpecitos sudados por ese ansia de no dejar de dar carreras y más carreras, nos parábamos en Ca´chanche (que era como decíamos a Casa Sánchez) a comprar un vasito de Casera que Antonio, el dueño, nos vendía por tres pesetas y, después -seguro que fue culpa de la inflación por el cambio de gobierno- a cinco. En aquél ultramarinos-frutería-droguería-güichi, había un pastelito por el que tenía predilección. A los Bucanero, Pantera Rosa, Bony, Mi merienda o Círculo Rojo, se les unía un competidor del Phoskitos: El Megatón. Aunque pocas cosas tan buenas como ese pan con chocolate.



En el mes de mayo, de ningún lugar específico, salía en procesión -creada por nosotros- una inventada Cruz Mayo, con su paso (hecho con los palés que encontrábamos en la plazoletalasvacas) con sus cargadores, su banda (percusión a base de latas de pintura, y viento de cornetas de tenderetes) y hasta una improcedente penitencia, pero la gracia consistía en que todos participásemos. Así, de tal guisa, paseábamos nuestra particular hermandad, haciendo paradas extraordinarias en El Naca y en la citada tienda de Antonio Sánchez; ello nos grajeaba la simpatía de los espectadores, por lo que en ambos establecimientos nos regalaban una bebida a cada uno. Lo malo es que no teníamos medida, y claro... La tercera parada ya era excesiva.

Los niños, y diría que hasta los padres, temíamos poco o nada salir solos a la calle. Quedar con los vecinos para jugar al matar, al angúa, al coger... Era el premio tras la jornada escolar. El grito indeseado y temido de: "¡Juaniiiitooooo! ¡Venga pa´casa a bañarte!", era el toque que daba al traste con la diversión de la tarde.

Tras esa primera alarma, que retumbaba de esquina a esquina y por alguna más, aquello era como una hilera de fichas de dominó. Uno a uno íbamos cayendo en manos de nuestras madres.Y sin rechistes, que encima te llevabas un cate.

Tras el baño, la cena y un rato de televisión, sobre todo tocaba la película de dos rombos. Esa era la señal: "¡A la cama, que esto no es para ti!" Así llegamos mucho hasta la pubertad. Deseando saber qué escondían aquellas figuras geométricas que nos mandaban directamente al catre.

La salida de los domingos era el gran día y como finalizaba, por norma, un fin de semana libre de despertadores y otras obligaciones.

De punta en blanco, más repeinado que un maniquí de Ruisan, y con tanta colonia que parecías un frasco de esos que vendían en la antigua perfumería de la calle San Rafael, el paseo dominical reflejaba una imagen idílica familiar con parada en la pastelería de La Victoria, en El Arqueño, Los Milagros, o la de Los Ángeles -que te la encontrabas en la calle Cecilio Pujazón si venías de cumplir el ritual de visitar la Alameda o el Parque; porque en San Fernando tenemos plazas y dos Alamedas oficiales, ¿pero Parque? ¿Así... Con mayúsculas? ¡Solo uno!-.

Como decía... Así te mantenías entretenido comiendo una de esas inmensas cuñas, o un quitahambre, mientras tu madre te insistía cada dos por tres: "¡No te vayas a manchar que después la pringue no sale!".

 Si se daba el caso, y las circunstancias lo permitían, cualquier cafetería que te ofreciese el rico alimento del churro, la tostada de pan de molde con aquella mantequilla que no he vuelto a probar desde entonces, o un rico dulce, también formaba parte de ese transitar dominguero de ida y vuelta, casi siempre, por la calle Real, que era como decir ir al pueblo.
 
 

Pero si había algo que nos llamaba a los niños la atención sobremanera, eran los carrillos. Ya sea en aquellas caminatas, o en la vuelta de clases, o en nuestros ratos de ocio,  un lugar donde era imprescindible detenerse eran en esos mostradores de frutos secos, chucherías, caretas y otras porquerías variadas, que hacían que nuestros ojos no supieran donde acudir. En mi mente quedan el que se encontraba en la entrada a la Alameda, el que estaba justo al lado del Bar "La Parada", el que se ponía de forma ocasional al lado del Banco Central, o el que había en la esquina de la parada del Canario, próxima al Bar Santander. Toda una institución en la Barriada Bazán era el carrillo de Juan Sisí, que te despachaba de los mejores altramuces que podían comerse en cartuchos de a duro.
 
Sin duda, esto podría llevarse otro capítulo por sí mismo. Será cuestión de ponerse.
 
Así podría llevarme horas. Pero está bueno lo escrito. Me han quedado muchas cosas, pero un capítulo no puede encerrar todas unas memorias.

De lo escrito podemos decir que, quizás, no existan grandes diferencias entre aquellos niños y los de hoy, aunque muchos de los de entonces nos alegramos de haber vivido como lo hicimos, con tanta carencia electrónica y telemática.

Dele hoy solo una gomilla y una pinza de tender a uno de nuestros niños: Puede que termine redescubriendo que con esos dos elementos tiene una pistola más efectiva que la que le venden en un chino. Deles chapas, una bolita de papel de plata y un lugar donde expandirse: Quizás ingenien, de nuevo, un inesperado partido de fútbol.

Por cierto, no he comentado de las niñas a postas.

Los niños ayer, hoy y mañana también necesitan conocer a los mocosos que, una vez, fueron sus padres. 
 
 
 

martes, 19 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: La homosexualidad de mi pueblo ®

Dicen que Cádiz es la tierra de la gracia por derecho de autor. El rincón de España donde las penas se cantan y el humor se destila en cada poro de sus piedras ostioneras. También dicen las lenguas aviesas que, junto con su bahía, concentra un gran número de homosexuales.

Dicen tanto por ahí...

Pero no es menos cierto -importándome una chirla las estadísticas y otras envidias- que sin ser ley en esta tierra, donde la sal no es solo una sazón, sino un don de sus gentes, de la que están llenas aquellos cuyo ser sexual genético no terminó de convencer al psicológico.
No es una norma, como decía, sin embargo, el mariquita (dicho con el mayor respeto) es una persona que declama el arte de la originalidad.

Sí, sí... ¡Declama! Poesía socarrona de la vida, a lo Lope de Vega.

Por aquello de que el gay toma como suyo, por convicción, una forma de rol femenino, éstos siempre han sido grandes autores del arte dramático, y no hay quien les discuta la facilidad para hacer de la batalla de la vida una filigrana: su arma.

Una poderosa y peligrosa arma, donde ironía, sarcasmo y autodeterminación se funden. Eso que vendría a llamarse la mala leche del maricón (este término lo escuché a un compañero que lleva a gala serlo, y yo lo reproduzco con el honor de ser su amigo).

Recuerdo de mi niñez a un hombre de reconocida homosexualidad y - sin tener porqué casar una cosa con otra, por supuesto- reprobable moralidad, que se solía pasear desde el cine Almirante de izquierda a derecha de la callerreal; buscaba a las salidas de los colegios a los niños, y con malas artes les sobaba la bajaespalda. Nosotros le decíamos El Tortuga, por unos rasgos físicos que lo condenaban con justicia a ese mote, amén de la particularidad de su paso, que era como ver andar un costalero por Campana: despacito y arrastrando los pies.

En la viña del Señor también salen cardos. Y cardillos...

Sin embargo, será porque en este pueblo nunca ha faltado la gente con ange, en mi memoria queda la oronda figura de un pastoreño de esos de los de toda la vida, tras un mostrador de madera pintada en blanco y un azul celestón ya desvaído, con una cristalera donde se mostraban el pan de Cundi, las teleras, el Viena... Era Manolo.

¿Qué vecino de aquél castizo enclave no le conocía? Como Chema en Barrio Sésamo, Manolo era el panadero por antonomasia.

Con su calva, condecorada por una laureada de pelusilla -restos arqueológicos de la pelambrera que una vez dijo tener-, permanecía eternamente sentado en una desvencijada silla de madera y, ora sí, ora también, acompañado de la inseparable fotocopia humana de Rosario, su hermana, que se ponía a hacer punto en una de aquellas mecedoras -cuyo asiento y respaldar parecían celdas de un panal-, mientras él leía aquellas revistas de sociedad, que hoy dicen del corazón, en la resumida (por pequeña) estancia.

Manolo era de los que te despachaban con solvencia cuando las horas ya hacían mella. Esto es: rápido para que no le incordiaras mucho. Y si se trataba de un mocoso, eso era como una gastroenteritis en pleno rendimiento: cuando menos te dabas cuenta, ya te había largado (perdón por lo escatológico).

Se diría que Manolo entraba en la categoría del mariquita malage, pero entrañable.

Cuando mi madre me mandaba a por el preciado diamante que salía amasando el trigo, me decía de forma tajante: "Ve an'cá Manolo, el maricón, y tráete dos bollos y un tercio". Y allá que iba el prenda, con cinco duros, a por el prieto manjar y el espumoso néctar.

¿Recuerdan que antes de los botellines se pedían quintos y tercios?

Para mí, Manolo era como de la familia. Esquina frente a esquina a la de mis abuelos, allá en Mariana de Pineda donde otrora, en el mismo lugar, estuvo la peluquería del Maestro Lobo -cuya sobrina, con los años, sería mi madre-, aquella tiendecilla de techos como tablero de ajedrez, que incluso le hacía juego con el suelo, tenía un personaje como dueño que, en momentos donde le tocabas la moral -sobre todo si eras un niño, insisto, y te llevabas media hora para decidirte por una chuchería- se echaba sobre el mostrador, y con una voz como de flauta travesera te decía:

"
Mira, cohone, que'sto no es el ayuntamiento, y yo no'stoy to'l día rascándome el co...".

En fin... Seguro que son capaces de terminar la frase sin más aportación de mi parte.

En la Bazán -otro barrio para mí muy especial (¡Sí: Barrio!)- mi padre, a principios de los ochenta, tuvo una sala de fiestas de cierto renombre entre el mundo folclórico andaluz. Aquél lugar, "El tanguillo" -nombre más gaditano no podía ser-, estuvo emplazado en la misma carretera, pasados unos metros el mítico bar Santo Domingo, dirección a La Carraca.

En sus tiempos de auge, iba a amenizar las noches, por ejemplo, artistas de la talla del famoso músico Felipe Campuzano, conocidos nombres del flamenco y figuras de la copla -desconocidas entonces- que hacían allí sus primeros pinitos.

Quedó en mi recuerdo una anécdota, tras escuchar una convesación entre mis padres, de una actuación donde La Petróleo (¿no saben quién es? Indaguen, indaguen...) acompañada del citado pianista,  revolucionó, con su poquísima vergüenza y esa gracia natural, al personal que visitaba aquella noche el local.

Sin saber cómo, ante la sorpresa de los propietarios, observaron que allí no se cabía. Se concitaron en aquél local más homosexuales (y muchos clientes que no lo eran) que en cualquier cabalgata reivindicativa el Día del Orgullo Gay.
Al terminar la actuación, los dos socios de la sala de fiestas, fueron a felicitar a la protagonista de tal locura, y preguntarle si sabía cómo había ocurrido que tal avalancha se diese con tanta impredicibilidad, a lo que La Petróleo contestó: "Es que los maricones nos comunicamos por telepatía".

¡Toma!

Siempre se ha considerado que el mariquita tiene dos grandes devociones: su madre y la Santísima Virgen. Ésto entra dentro de la intimidad de cada uno, pero la creencia popular es caprichosa y reviste de sotana hasta al que no es sacerdote (esto es, que el hábito no siempre hace al monje). Sin embargo, haciendo buena la consideración, viene a mi memoria un hecho que viví un Miércoles Santo de hace años.

Era la primera vez que la Hermandad del Gran Poder (no salgo del barrio bazanero) pasaba por el nuevo puente de la variante y, por fin, el discurrir de la corporación penitencial no parecía una de aquellas películas en blanco y negro de principios de siglo, donde daba la impresión que todos iban corriendo al procesionar por tal lugar.

Ubicarse lo más cerca de la trasera de las andas era la mayor ambición que, a la salida, tenían aquellos que acompañaban al Nazareno de la Bazán. Entre ellos -la mayoría mujeres- iba un vecino del lugar, conocido por sus evidentes muestras por hacer notar que él no estaba contento con sus haberes físicos. Empero, no lo lograba del todo.

Para que se hagan una idea... ¿Conocen a Conchita Würst? Pues lo mismo, pero a la isleña.

Aquél miércoles hacía un gran levante, y el citado fiel se había hecho una permanente y tintado sus cabellos casi en el mismo color de la túnica del Cristo. Apareció con un jersey ceñido -que pretendía hacer justicia a la condición sexual con la que se identificaba-, regalando a la vista un exhuberante busto. Asimismo vestía unos pantalones vaqueros, igual de ajustados, que a la altura de la taleguilla dejaba claro que aunque la mona se vista de seda... Y que, desde luego, aquella sombra que recorría los maxilares de su cara no era debida a enfermedad dermatológica alguna y que en el DNI constaba el nombre de Francisco.

Como quiera que el vendaval que azotaba La Isla aquella calurosa tarde de primavera tuvo a la hora del comienzo de la Estación penitencial su mayor intensidad, el susodicho y llamativo penitente tomó la determinación de que lo invertido en el salón de belleza, desde luego, no iba a ser el viento quien lo echase a perder. Así que, como si esperase a un Miura a portagayola, se hincó de rodillas en el suelo y comenzó así su particular y espartana salida procesional, considerando que así se expondría menos al viento.

Hubo un titular de La Cuestión -si no yerro-, donde salía una foto con él arrodillado y que expresaba, al pie de la misma, algo sobre el fervor del barrio. Si supieran que el fervoroso arrodillado pretendía cumplir su promesa del antes muerta que sencilla.

No he hecho justicia con la realidad a la que me refería en el enunciado. Y pido disculpas. Me he detenido en el anecdotario más que en el reflejo profesional de muchos isleños que vivieron una etapa aún confusa por su homosexualidad. Pero he querido mostrar ese lado ingenioso y amable de, al menos, dos de los protagonistas.

En San Fernando, fueron mayoría los ciudadanos que convivieron sin importar qué condición sexual tenían sus vecinos de siempre, pero está claro que no para todos fue igual.

Son historias de aquella Isla. De sus gentes, sus particularidades, sus genialidades. También tienen su rincón en nuestra memoria. En el tintero de mi mente quedan muchos, como estos personajes nuestros, que merecerían que alguien se fijáse en ellos porque, como otros conocidos isleños de a pie, conforman con su personalidad tan especial, un retrato social de mi querido pueblo.


Imágenes de Leonor
Montañés, fotos antiguas de San
Fernando y otros autores.

sábado, 16 de mayo de 2015

VOX: El grito en el desierto

Un amigo de toda la vida exclama al ver un estado de mi Facebook: "¿¡Vox!?".

La pregunta obtiene como respuesta una virtual carcajada, porque siendo él más de izquierdas que un zurdo, sabía que su reacción sería algo así (me veía más centrado, quizás).

Me encuentro en la lista de la candidatura de VOX en Dos Hermanas. Una ciudad de rancio abolengo socialista. El PSOE, como si de un Merlín se tratara, clavó su espada en la roca de la ciudad nazarena, y se ve que la magia funciona: décadas después no ha habido quien se haga con ella. Arturo aún no ha hecho acto de presencia y, como pasa en Andalucía misma -con su gobierno regional-, muchos seguimos aguardándolo.

¿Sería VOX ese personaje, imagen del buen facer y mejor comandar?

La verdad... Habríamos de tener más fe que una monjita de la Caridad para creerlo.

Hasta el momento, VOX pertenecía a uno de esos grupos de nueva hornada, que había entrado de puntillas justo detrás de Ciudadanos, Podemos y Ganemos (ese quiero y no puedo que imita al partido de Iglesias, Errejón, Monedero... ¡Perdón! Que éste último ya ha visto que su tren va sin frenos, y se ha tirado en marcha).

Como decía, que me disipo: Hasta el momento...

Las previsiones auguran cambios, y Ciudadanos será la llave que los partidos tradicionales querrán llevar colgada en su llavero. Ya ven.

Podemos (al tiempo), se debatirá en formar grandes coaliciones con otros partidos de pensamientos idénticos, allá donde sabe que tiene el campo ganado (pongamos, como ejemplo, una Marinaleda).

Ganemos... Bueno... Estos convergerán en podemizarse y, o bien formar parte de los anteriores, o ser su partido satélite. No lo tengo muy claro.

¿Y VOX? Ese ente que se vende como la auténtica derecha. ¿Qué pasa con él?

Pues pasa que ese lema no es que asuste a los españoles de hoy, sino que es motivo de befa y desprecio. Hablar de la derecha en este país, que es incapaz de superar la terrible etapa de su Guerra Civil (o puede que a alguno no le convenga que se olvide), es hacerlo de Una, Grande y Libre tras la aureolada cabeza del águila del apóstol san Juan; del Valle de los Caídos, del Opus Dei, del
Cara al sol, de la falta de no religiosidad en los estamentos públicos... En fin. VOX, con su firma, representa aquella España en blanco y negro de Franco. Eso es así.

VOX es un partido naciente de la desesperación de gentes harta del bipartidismo y de la gran corruptela que, a varios niveles, sufrimos en este Sur de Europa. La marca de aguas que este país lleva impresa. Pero, a diferencia de otros de misma madre, ha carecido no ya de programa, sino de tirón mediático.

Un grupúsculo de fachas (ahora también dicen fascistoides), antiguos votantes de Alianza Popular, conmemoradores del veinte de noviembre¡Eso es VOX!  (O así lo han querido ver quien se lo ha encontrado de frente).

Con esta tarjeta de presentación, que nos hemos encontrado en un cajón cerrado desde hace años por los mismos que hoy gobiernan la nación y se autodenominan Centro, por el temor a que les señalen como lo que en realidad son, hemos salido a darnos a conocer. ¡Hay que ser pánfilos!

Recuperamos lo que otros dejaron atrás, y nos lanzamos a la piscina sin salvavidas. Con un programa interesante, pero desconocido. Arrimándonos a organizaciones que han visto en VOX la lanzadera ideal para darle empuje a sus proposiciones (caso de aquellas Pro-Vida), que no es que esté mal, pero no es el gran punto de partida que necesitamos. Apostamos por publicitarnos en plena calle; en el campo de batalla, donde los colores se funden y nos exponemos a ser alcanzados por la intolerancia ideológica que aturulla al español.

VOX se presenta a las elecciones locales por el respeto que les merecen los votantes que decidieron incluir en las urnas su papeleta, a sabiendas que su papel será de mera presencia, al menos en Andalucía. Sin embargo, solo la constancia será útil.

En ese nivel estamos. Maniquíes en el escaparate de la política. Silenciados por los adeptos de los otros colores con los que, supuestamente, compartimos democracia (esa que habla del derecho a la diversidad de opinión), que entorpecen, envilecen y apedrean (de forma literal) la labor de campaña y de información en cada población en la que haya una candidatura nuestra. Ninguneados y abandonados por los medios de comunicación (¿quizás conviene darle más voz a los posibles candidatos bisagras? Pregunto).

Mi opinión es solo la de uno más del pueblo. Sin relevancia. Pero ahí va.

A tenor de lo expuesto, podría coger una depresión y volver a la ruta marcada por los partidos de siempre, aunque siempre he sido un optimista (bendita mi sangre gaditana, que hace que vea luz donde lo negro lo es todo). VOX es una opción que no debe ir a por el liberal/neoliberal insatisfecho, debe creer más en sus propuestas y venderlas. Ciudadanos tiene a Rivera, un hombre-brújula que allá donde señale no hay más que seguir su camino y, cuando se llegue, decir: "Somos los de Albert". Y listos. VOX no tiene un Mesías, aunque Ortega Lara, Santiago Abascal o Francisco Serrano sean personas que desprendan coherencia.

Nos falta consolidarnos como esa opción que antes dije que éramos. Nos sobra posicionarnos en luchas que, a priori, no interesan como causas principales a probables electores. Nos falta dejar de decir con recelo somos la derecha del siglo XXI. Nos sobra no concretar qué es esa derecha del siglo XXI. Nos falta un actor mediático, no como un alterador o un dios del escenario social, sino como un enganche a ese público que no sabe que existimos o no está seguro, si al optar por darnos su confianza, lo hará a uno de esos movimientos ultras con los que, a fin de cuentas, tampoco le representan.

Y, sobre todo, ver la particularidad de cada región donde estemos presente, pues no siempre para todos vale lo mismo. 

VOX es como el producto en almacén que se vende en pequeños comercios. O como el equipo de fútbol que parece venir de una división inferior. Todo ello quizás sea así, pero hay que saber qué tiene de bueno ese producto, o qué es capaz de hacer ese equipo ante uno de los poderosos. Sino es así, según lo veo, VOX quedará para vestir santos; a lo que, por otro lado, parece ser que algunos que se consideran grandes defensores de la libertad de expresión, (Ironía ON) conciben como nuestra profesión y les gustaría que no dejásemos.

De momento, VOX es el grito en el desierto. Hay que cambiar eso.

lunes, 11 de mayo de 2015

Memorias de aquella Isla: Nuestra banda sonora. ®

Cuando sepas apreciar el silencio, oirás el eco de tu pensamiento.
No. No es un proverbio chino, ni árabe: es mío. Quizás, ya lo dijese antes algún filósofo. Solo puedo jurar que se me ha ocurrido a mí.
En fin. Siguiendo con mis Memorias de aquella Isla, me quedo con un momento de la niñez que, no sé por qué, tiene como banda sonora "Para Elisa". Puede que la escuchara inconscientemente, mientras salían sus notas de algún cierro (así se le dicen en mi pueblo a las grandes ventanas enrejadas de sus casonas), en tanto yo buscaba el alivio al estrés infantil del colegio entre el ajardinado de La Glorieta, donde me detenía a jugar, puesto que mi padre tuvo por la zona -en Joly Velasco-, el primer restaurante Self Service de la ciudad: El Atlántico.
El recuerdo es de una tarde primaveral, junto a las escaleras al monumento al Sagrado Corazón, en el Paseo del General Lobo. Y, a pesar de las ganas de correr y brincar, me detuvo el silencio impropio en aquellas horas de niños saliendo de las escuelas -¿recuerdan cuando se salía a las cinco y media o seis de las clases?-.
Esa es la escena: Un cielo límpio de nubes, el trinar de pájaros, el colorido de los setos y el contrapunto con las grises fuentes en desuso, y aquél vacío de jaleos.
En La Isla, había rincones donde la ausencia de ruidos era para hacerles un museo a la paz del espíritu.

Pero no todo era sosiego.
La vida fluía entre el murmullo de sus calles, donde la gente de mi tierra se socializaba antes que existieran Feisbu, Tuiter y demás espacios tan limitados (fíjense sí lo estarán, que en uno se escribe en un muro, y en el otro no puedes piar más de ciento cuarenta caracteres).
Estas redes sociales -las de entonces- eran tres principalmente, además de las de los barrios. Allí sí que se retuiteaba con el famoso "boca a boca". Como decía, las principales eran, a saber: Real, Rosario y San Rafael. Allí se concentraba la flor y nata isleña (o sea, toda su gente), en busca del desahogo que ofrecía una pausada caminata entre saludos y charlas.

Estábamos rodeados de ruidos.
Como los de aquellos chulos, que echaban más gases que un abuelito a base de AeroRed. Ruidos del barquillero, apostado entre la rotonda de la plazaiglesia y la Alameda, anunciando su canutera mercancía. Ruidos de las colas esperando entrar al cine Almirante. Ruidos de platos y comandas que salían de los Hermanos Picó o La Mallorquina. Ruidos de las sirenas de los colegios. Ruidos de silbatos, cuando la policía local ponía orden al profuso tráfico que colapsaba algunas vías en las salidas de los empleados de la Bazán, la Constructora Naval, los Astilleros, de los alumnos de los distintos centros educativos, de los que trabajaban en la Plaza...
Mi pueblo -qué me gusta decir eso- era un lugar con mucha alegría, donde algunas de esas injerencias acústicas formaban parte de su mismísima idiosincracia: el famoso pito de la Constructora (redundo, lo sé), los lejanos disparos en las prácticas de tiro en el Janer, Camposoto o por la carretera de la Casería (antes de Ossio), los pregones callejeros de empresarios ambulantes, donde con solo una breve rima o una simple conjugación de palabras -para los foráneos ininteligibles-, se sabía qué manjar vendían (paaassaaaaaa'la). El anodino llamamiento del "afilaaaaóóóó", o el grito desesperado de ese autobús acordeón (ya fuese el Canario o la Carterilla), cuando giraba por la torta (término popular que significa glorieta o rotonda) frente al Salymar...
La ciudad convivía entre aquellos estruendos de a diario, como lo hacía con sus estrambóticos monumentos (véase El Dadaísmo cañailla, en esta misma serie). Eran parte de ella, y no molestaban al oído como aquellas esculturas no lo hacían a la vista.
Ruidos a campanadas, casi de maitines, las que redoblaban, amaneciendo el día, desde La Pastora. Mientras el barrio entero se desperezaba con un baldeo mañanero de sus acerados por parte de sus amantes vecinos. Ruidos de gorriones y golondrinas y muuuuchos buenos días (esa cortesía de antes).
Ruidos en las mañanas. ¡Y en las noches! Cuando se oía en el verano el eco de la película del Gran Cinema Madariaga. ¡Ahí sí que se disfrutaba viendo cine! Con el mejor dolbisurraun: el del cielo isleño. Y con ese perfume a dama de noche, que ríanse de los fregasuelos olor a rosas blancas by Vittorio y Luchino de hoy.
Ruidos a "con Dios" del cuerpo de barrenderos al encontrarse con algún transeunte trasnochado. Los recuerdo bajando la calle de mi abuelo, por Mariana de Pineda, como si fueran la Santa Compaña; musitando las historias de sus vidas, con el acompasado bombeo de los carros que empujaban rebotando en el adoquinado.
Ruido a tertulias veraniegas, al fresquito que regalaban las noches. Porque si algo maravilloso tiene mi pueblo, es que un día de estío acompañado del Levante te deja derrengao (o sea, echo un papel de churros: doblado y aceitoso), pero las noches... Eso es para hacerle otro monumento, y ponerlo en la entrada a La Isla por Cádiz, y quitar ese otro tan inútil (por lo menos, hasta ahora) de la Mohosa. ¡Eso sí que es representativo!
Me voy del tema...
Hablaba de ese soniquete contínuo de voces que se templaban haciendo honor a las intempestivas horas, y que se acompañaban unas veces de risas, carcajadas o, incluso, de la percusión de palmadas si la anécdota que se contaba merecía la pena (ya sea palmada única, que por lo general representaba ser sorpresiva; o palmada contínua que, sin duda, implicaba satisfacción).
Ruidos a golpes de ventanas y aquellas persianas -que se recogían de tubulares maneras-al paso del Levante (oooootra vez) que mantenía un pulso de poder a poder con las aldabillas que sujetaban las puertas entreabiertas y que, de paso, se unían a la orquesta con toques de tintineo.
Pues sí... Iba a comentar sobre el silencio, pero he descubierto que los sonidos de mi pueblo también tenían derecho a ser, por una vez, leídos más que oídos. Sobre todo, porque más de uno de ellos, que formaban parte del hilo musical de San Fernando, hoy lo son de su historia, y han desaparecido junto a otras tantas cosas que ahora echamos en falta.
Visto lo visto, y como mi intención era escribir sobre lo contrario que he hecho, hago buena la reflexión con que inicié esta cuarta entrega: en ocasiones, detenerte a revisar el pasado, ayuda a comprender tu presente.



Fotografías en El
Güichi de Carlos,
SanFernandoy
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