domingo, 21 de septiembre de 2014

De los amigos virtuales (II)




Porque sí. Porque ayer descubrí que Facebook o Twitter me dan para escribir. Así que, quien se aburra, que lea o siga bajando y subiendo la página de su perfil, algo más interesante hallará.

Hoy me he fijado acerca de lo difícil que es hacer caso omiso a esos afiliados que ayer decía (por nombre común, "amigos" o "agregados"). Sí, es muy complicado. Justo por eso que argumentaba ayer: por lo de mostrarse abierto y sincero. 

Por norma general, uno se cree tolerante, heterogéneo, activista de la verdad (¿qué es eso?) y adalid del "buen facer". 

Por norma... Sin embargo, siempre tenemos algún "elemento díscolo" en nuestras páginas. El acento que incide sobre la letra que matiza la palabra. Esa astillita que termina por hacerte sangrar y sacar lo peor de ti. A veces, lo que suben en sus muros nuestros afiliados chocan de lleno con nuestras razones, ya sean por divergencias políticas, desencuentros sobre los gustos ociosos, culturales, sociales... Y no puedes con eso.

La primera vez que lees algo de algún adjuntado que te llama tanto la atención como para que se te revuelvan los ojos, no das fe de ello. La lectura se hace insoportable y hasta indignante, pero piensas: -"¿Para qué voy a pasar un mal rato contestando si sé que no va a ceder en lo que ha dicho?"- Y pasas. Mejor así.

Tu vida discurre según los días, las sorpresas, los disgustos, la monotonía, las novedades... Pero te paras a ver qué se hornea en los hornos cotillas de las redes y... ¡Sorpresa! Un nuevo comentario con el que no estás para nada conforme. Aquí, que te pilla algo más entonado y dispuesto, sí respondes. Te da igual si te contestan o si te descubres como contrario a otras ideas y pensamientos con los que no comulgas. Y hete ahí, metido en una guerra de posiciones.

La indignación crece, el recelo también y te planteas poner fin antes de que la mala idea corroa tu sangre. Pero no. Siguen subiendo otros comentarios, la mayoría concuerdan con aquello que no aceptas, y te sale esa vena rabiosa que sólo se asoma cuando te han tocado demasiado las narices. Te has metido solito en una batalla de final incierto donde, pierda quien pierda, cada uno seguirá "llevando la razón" (y perder la batalla significa bien abandonar, bien ceder y, en principio, no contemplas ninguna de las dos posibilidades).

Si la discusión es política, piensas cómo puede haber gente tan ciega e intransigente. Si es futbolística -porque de otro deporte...- llegan los insultos. Si es de cualquier otra cosa intentas, por activa y pasiva, hacer valer y comprender tus motivos, aguardando la claudicación de tu opositor. 

Nada... Las palabras se hacen adultas y, como tales, se pierden en trivialidades (así es el adulto, da mil vueltas, no como el niño que directamente te dice qué quiere). Tiras y aflojas. Das carrete y lo sueltas, pero no pican. Intentas cambiar de cebo, pero tampoco hay suerte. Pretendes empatizar con psicología inversa (haciendo creer que puedes llegar a considerar sus argumentos). No hay acuerdo. Cada uno tira de la cuerda para él, y ésta se tensa hasta lo indecible.

Al final, claro está, la soga cede y se rompe. Caída de culo y tablas en la partida. 

¿¡Tablas!? ¡No, perdona! No existen tablas. Se crea un estado intermedio equivalente a un empate técnico, pero cada jugador quiere anotarse algún punto:

-"Yo no he cedido"- Uno. -"Lo he dejado bien claro"- El otro. 

Con seguridad evitarás un encontronazo similar para una próxima ocasión. No te has sabido perdedor, desde luego tampoco ganador, y notas un escozor que resulta molesto porque, al final, sabes que no has logrado ni refutar, ni modificar, ni tan siquiera una leve contrición a través de tus exposiciones. En el fondo, sientes que te han escaldado y te da más coraje.

Moraleja: Para defender lo que crees justo no siempre es necesaria una contienda. No vas a cambiar el pensamiento ajeno con una discusión en la distancia.