lunes, 6 de octubre de 2014

Esperanzas




Oía desde siempre acerca de las miserias de las épocas pasadas. De cuántos inconvenientes pasaron sus padres y abuelos en unos años donde, por desgracia, todo se racionaba. Penurias y hambrunas de posguerra. Sin embargo, partes de aquellas historias se le asemejaban a la realidad que vivía. Un mundo enfrentado por ideologías y con la mismas necesidades básicas de entonces: dinero y pan

Empleado tras una mesa con papeles que no cesaban, sustentaba a su familia con un salario ajustado, muy ajustado. Como parte de la sociedad donde se desenvolvía, soñaba con esos placeres vanos con que el consumismo regalaba los ojos y entusiasmaba corazones. ¿Por qué no iba a darse un capricho él o los suyos?

Caprichos... A eso aspiraba cada primero de mes. A alegrar el deseo de adquisición de su familia. ¿Qué mayor satisfacción que comprar el juguete que sus hijos anhelaban o aquellos zapatos de los que su esposa estaba tan prendada? Un capricho. Sólo eso. ¿A quién hacía daño? ¿No era más bien hacer uso de la famosa cita "trabaja para vivir, no vivas para trabajar"

Su ilusión ante aquellas perspectivas se volvía opaca cuando, tras mirar su cuenta bancaria, contemplaba desasosegado cómo ésta había mermado en apenas horas. Los débitos contraídos, unos por necesidades elementales, otros por haberse dejado llevar por sus anhelos, aparecían en el extracto en papel que un cajero automático le despensó servil y maquiavélico. La realidad entonces tornaba como un gélido aire, capaz de congelar la sangre en sus venas. Caía a plomo la felicidad al suelo y sus ansias por ofrecer un poco de calidad extra en su casa, se esparcían por el aire como aquél trozo de papel de números empequeñecidos con el logotipo del banco. Rotos en minúsculos pedazos, como si aquella acción le liberase de un sortilegio que hubiera provocado su desgracia.

Pensar en aquello le hacía caminar cabizbajo y reflexivo. ¿Qué hacer para solventar tanta angustia basada en su paupérrima economía? Se había desecho, como pudo, de gastos supérfluos. Tuvo la fuerza de voluntad de no hacer compras que, a priori, no fuesen imprescindibles. Se guardaba de hacer salidas ociosas si no había necesidad. Buscó mejores ofertas que rebajasen los costes de aquellas facturas obligatorias. Vendió aquello que consideró moneda de cambio y le proporcionase algún tipo de alivio, ya sea por poseer un capital remanente o tener que abonar algo menos dentro de aquella vorágine insaciable de facturas que clamaban, como jauría hambrienta, inexorable y puntual en cada inicio de una nueva vuelta de hoja en el calendario.

Vivir al día era duro. Sabía que no era el único, que los habían peor que él, pero eso no era consuelo alguno. ¿Quién puede quedarse tranquilo porque otros sufran más que uno mismo? ¿Qué falta de humanidad es esa? En su mente aparecían fugaces escenas con las sonrisas como protagonistas en los rostros de sus hijos. Momentos como grabados en piedra -que nadie pueda borrarlos- donde miraba a los ojos de su mujer, que eran todo un manual de cómo sentirse dichosos. Eran el cuadro perfecto. Ese que mantienes inalterable en el salón de tu casa en un sitio bien visible, del que te sientes orgulloso de tener y mostrar. 

Asomaban al exterior lágrimas de rabia y un dolor infinito. Punzante. Porque en su pesar también cabía la culpa de sentirse responsable de aquella situación. El coraje de no haber podido ofrecer nada mejor. Se creía, no un fracasado, pero sí un desnatado de la vida, que no aportaba más que agua para suplir lo que en realidad hacía falta. Durante las noches perdía su mirada en el zaino paisaje que abarcaba la inmensidad de lo insondable, y dejaba su mente en blanco. Era como escapar de la realidad, aunque era consciente que tras las cortinas que ocultaban su terraza del resto de la casa, todo seguía igual. Aire fresco para una mente caldeada.

Pero los días transcurrirían, se harían mil malabarismos sobre la cuerda floja de lo cotidiano para poder llegar al otro extremo sin caer y no romperse la crisma. Se conjurarían momentos donde las risas se aliarían con las circunstancias en algúna ocasión, y cualquier problema quedaría en el olvido, al menos, durante unas horas. Llegarían visitas, noticias, sorpresas, que levantarían el espíritu o lo harían removerse del apoltronado penar de a diario. De nuevo esperaría a ese primero de mes. Otra vez más. Con ingente cantidad de cuentas hechas, aguardaría paciente que las luces de aquella tragaperras que era su cuenta corriente, dejara de alumbrarse por el desconsolado rojo y lo apabullara con los colores de felicidad del papel moneda.

La ruleta de la vida sigue. Es insistente y nosotros somos empedernidos jugadores, aunque hayamos perdido todo jugando en ella. A pesar de no tener más ganas de hacerla girar. La rueda del destino no deja de dar vueltas. Puede que tengamos que respirar hondo y ser positivos, quizás así se detenga en una casilla afortunada. Empujarla con desgana o con poca fe es hacer que casi no se mueva de allí donde ya se encuentra detenida y, para nuestro mal, tenemos que volver a jugar con las mismas penas.

En su aparente normalidad, solventando a duras penas los problemas que se generaban día tras día, seguía esperando poder alcanzar algo nuevo alguna vez y, sin duda, a pesar de todo, como fuera y en cualquier situación, disfrutar de aquellas sonrisas y esos ojos -compendios de la felicidad- que le hacían seguir avanzando aún con el lodo de las contrariedades hasta la cuello.