viernes, 10 de julio de 2015

Memorias de aquella Isla: Una de fantasmas

Con seguridad, muchos sepan de historias que pondrían la piel de gallina. Vivencias de un amigo de un amigo, que se lo contó un vecino que es padre de un compañero del colegio del niño. Narraciones que, quizás, nos han acompañado durante años a través de la tradición oral familiar, como parte de ese legado que nuestros mayores nos dejaron y, hoy, forman parte inherente de nuestra particular leyenda porque, auque no creamos en ellos, los fantasmas siempre han acompañado al hombre.

Así, por ejemplo, en mi casa, consta la del pato que, al ser degollado la noche del veintitrés de diciembre, para ser servido como cena en la gran velada de la Nochebuena al día siguiente, se vengó de su verdugo –mi abuelo paterno- el cuál no era especialmente ducho en esos menesteres que, como buen gitano que era, cualquier cosa relacionada con la muerte le imponía grandísimo respeto. ¡Cualquiera hacía que Juan cogiese un ataúd para honrar a difunto alguno!



Pues el citado ánade, como queriendo escarmentarlo, al asir el buen hombre el cuchillo para rebanarle el cuello y justo en el momento de gestar tal acto, a juicio del padre de mi padre, el animal expiró mientras profería un espeluznante “¡Juaaaan!”.

El pobre de mi abuelo, con ese reparo que ya le provocaba tener que sacrificar al plumífero, soltó un exabrupto impropio de él, tiró la afilada guillotina al suelo, y dejó al desgraciado pato dando vueltas descabezado, dejando las paredes y el suelo del patinillo como si hubiese matado un cochino en lugar de un ave.

Ni que decir tiene que el bicho en cuestión no fue sino su último y desaforado cuac lo que exhaló, entre el miedo y el dolor. Asimismo, tampoco sería difícil suponer que en la casa de mi padre, no se mató un animal más.

Bueno, vergüenzas aparte, regresando al tema que exponía. Quien más y quien menos, tendrá en su haber alguna atribución que, como manda todo buen anecdotario, podamos contar en esos momentos donde las circunstancias nos permiten desenvolvernos con más facilidad para sacarla de nuestro particular baúl de los recuerdos que es nuestra mente.

Indagando por aquí y por allá de mis memorias de aquella Isla, me vienen a la mente algunos relatos escuchados de pequeño sobre espectros a altas horas de la noche que aparecían con más intención de que la gente se ocultara que, precisamente, de aparecerse a ellos. Son los de aquellos años de las cartillas de racionamiento, del queso americano y del Plan Marshall, que creaba fantasmas allá donde la necesidad ya era, en sí misma, algo terrorífico, y el estraperlo estaba al orden del día, y en orden de busca y captura por la Policía.

Sin embargo, sí recuerdo, con conocimiento de causa, hechos que fueron alguna vez vox populi, teniendo cierta repercusión; aunque quedaron ya en tonos ajados e, incluso, hasta olvidados.

Eran los tiempos donde llamábamos a la Verónica. Un espíritu, suponíamos femenino, que dormía esperando ser despertada al ser nombrada tres veces, mientras se la conjuraba ante una Biblia –que digo yo que sería por darle más morbo- que, cerrada, mordía unas tijeras entre sus páginas. Al terminar el ensalmo, se aguardaba que la tal presencia hiciese acto de lo idem.

Este ser era, sobre todo, reclamado por las niñas. ¿Motivos? ¡Ni idea! Como tampoco entendía porqué les era atractivo Miguelito Bosé con su Don Diablo.




Los niños veíamos estupefactos como la tele era la entrada de unos seres que se llevaban a la pequeña Caroline a una dimensión desconocida. Algunos veíamos aquél programa del doctor Jiménez del Oso (Más allá), y nuestros sueños comenzaban a perturbarse por culpa de misterios como el del Crimen de los Galindos, OVNIS y demás caterva fantasmagórica con que el conocido psiquiatra y periodista nos dejaba pasmados en cada emisión.

Dicho lo cuál, uno -que ya entraba en una edad en la que se empapaba de todo y, al tratar de estos temas, hasta la cama-, rememoraba la historia de la alfombra maldita encontrada en el descampado que ocupaba la trasera del bloque cuatro de la barriada Bazán, tras el muro que separaba aquella zona de las vías del tren. ¿La desconocen?



Una niña que jugaba en aquel lugar la encontró en un estado tan ideal, que no se resistió a tomarla para sí, colocándola en su habitación.

Durante las dos noches posteriores, ni ésta ni su hermana, con la que compartía dormitorio, pudieron conciliar el sueño, debido a –según ellas- una honda respiración que las atemorizaban haciéndoles imposible el sueño y que, a su decir, procedían de la citada esterilla.

Mentes aviesas dicen que aquello no fue más que una evasión psicológica de la pequeña para evitar pensar que aquellos jadeos venían, en realidad, de la habitación contígua, donde cohabitaban sus progenitores. Siendo que aquellos estertores le resultaban sobrecogedores.

En fin, realidad o no, lo cierto era que en mi cuarto no entraba felpudo alguno, por si las moscas.

De aquellos años, donde la imaginación infantil era capaz de desbordar cualquier realidad adulta, mantengo frescos en mi retentiva algunos sucesos que se dijeron reales, por cuanto contaron con más de un testigo que confirmó su veracidad; algunos por gente de edad avanzada que no ganaba nada con difundirlo.

El primero de ellos -podríamos titular El patio- hace referencia a una antigua casa de vecinos que existió en la calle Escaño, justo al lado de un comercio dedicado a los profesionales de la brocha gorda (Pinturas San Fernando), y frente a la vía Arias de Miranda, donde las oficinas y el aparcamiento de Capitanía.


 
Aquella vivienda tenía dos plantas y, por entonces, su conservación ya dejaba que desear, tanto que terminó por perderse del catastro urbano y, con mucha probabilidad, de la retentiva del isleño.

De interior sombrío, su parte superior constaba de un pasillo que rodeaba en cuadrado toda la planta inferior, con una gran balconada corrida de artística herrajería que, además, estaba cubierta por una pequeña marquesina de igual material. Contaba con un amplio patio, ubicándose en el centro un pozo de mármol que, desde la calle, podía observarse, y una columnata de piedra que parecía soportar el peso de la zona alta del edificio.

Los pocos vecinos que ya quedaban en aquella casona, aseguraban que cada madrugada, a eso de las cinco o las seis, podían oírse cánticos provenientes del donde estaba el aljibe aseverando, incluso, que aquellas voces, capaces de despertarles, se asemejaban a maitines, argumentándose la aparición de una procesión monacal en tanto se escuchaban aquellos rezos. Hasta una de las dos personas que regían y atendían el negocio de los colores, reconoció que en su local aparecía material en distinto lugar del que estaba ubicado el día anterior al cierre.

Desde luego, para los que conocimos la casa quedará la duda. A pesar que el citado edificio se reformó, y perdió parte de esa imagen tétrica que regalaba, ¿se seguirán registrando esas voces que cantan como si de monjes en oración se tratasen?

Otra de aquellas historias me trasladan a la hoy Escuela de Estudios Técnicos “San José”, lo que antaño fue el antiguo Hospital del mismo nombre, y que el obispo Fray Tomás del Valle vio oportuno crear para poder atender a personas enfermas que no tenían, además, disponibilidad económica. (sobre el cuál hay un interesante estudio, obra del doctor Juan Manuel Cubillana de la Cruz, "El Hospital de San José de la Isla de León. 1767-1956")



Es impresionante entrar en sus aulas en la actualidad, y encontrarse con aquellos azulejos que llevan la friolera de tres siglos argamasados a aquellas paredes. De fijarse bien y contemplar vetustos clavos ennegrecidos por los años, fijados allí por la necesidad de servir de soporte a crucifijos, antiguos cabeceros de las camas o, incluso, algún tipo de sujeción para los enfermos.

Empero, aquellos muros también guardan las experiencias de las vidas de muchos que perecieron allí.



Hace ya más de dos décadas, se produjo la remodelación de la institución hospitalaria para pasar a ser docente. Por entonces, recién iniciada la década de los noventa, no pocos alumnos que estudiábamos allí hacíamos  prácticas de mecanografía y dábamos clases de informática, en el sótano. Un lugar frío, separado por impersonales mamparas, donde el teclear era un constante.

Aquellas antiguas Olivetti Lexicon de duro armazón metálico, y las más modernas –entonces- con la carcasa de plástico, las llamadas LINEA 98, las LETTERA… Rugían incesantes.

- qwert qwert qwert qwert...
- poiuy poiuy poiuy poiuy...


 

Al final del día, cuando ya solo quedaban algunos alumnos en las clases casi nocturnas de las últimas horas ejerciendo un poco los dedos con las endurecidas teclas, el traqueteo era monótono y muy separado, cansino. En un ambiente incierto donde se aguardaba con desespero que sonara la campana que nos daba la libertad sin peros, la inmensa sala -otrora decían donde se preservaban los cadáveres de los enfermos fallecidos- permanecía encendida solo en su inicio, el fondo estaba totalmente a oscuras. Había una parte de aquella estancia llena de máquinas de escribir sin personas que, prometo, acongojaba. Tal repelús pueden confirmarlo quienes estando allí a esas horas oían, entre el asombro y la negación, un inesperado timbrazo, acompañado de un incipiente teclear, apenas dos tap tap.

- ¡¡CLIN!!

Era como si alguien hubiese terminado un texto y hubiese cambiado de renglón.

Suficiente interacción con lo desconocido como para que el personal presente, perdiera el aliento buscando la escalera que subía hasta el patio.

Reconozco que tengo alguna más que me dejo en el tintero. Lugares de esta Isla nuestra que mantiene, porqué no, ese halo que nos sumerje en lo sobrenatural, como es la Salina Dolores, el dispensario de la Cruz Roja -ese del que tanto se ha hablado por último debido a su desconocida restauración-, la parroquia de la Pastora, la sala de profundis en el convento de la iglesia del Carmen, o su sacristía, el cementerio de la ciudad, incluso el Callejón de Croquer..., bien por su propia historia, bien por las leyendas populares, bien porque la sociedad necesita creer en algo más de lo que le rodea que, desde mi punto de vista, a veces resulta más terrible que cualquier encuentro con un ente paranormal. Y, desde luego, tenemos auténticos expedientes X que serían dignos que investigara Iker Jiménez, como son las restauraciones de nuestro ayuntamiento, de la Casa Lazaga, del porqué se derribó la casa de Camarón, qué va a pasar con nuestro patrimonio más olvidado, como el Cementerio de los Ingleses o el penal de las Cuatro Torres en La Carraca...



En fin, parafraseando al citado y archiconocido periodista... Desde el Candray del Misterio, hasta la próxima.





(Imágenes en SANFERNANDOYYOBLOGSPOT.COM, ISLAPASIÓN, y particular)