El solsticio de invierno llamó a la puerta para recordarnos que el tiempo pasa sin pedir permiso a nadie. En las mentes de todos, aquellas imágenes evocadoras de un insuficiente verano que, a pesar de su cercanía temporal, ya quedaba como parte de un pasado que se iba alejando a pasos agigantados.
La noche se extendió una sola hora más, pero parecía que se alargara como si no tuviese fin. Acaso una cuestión psicológica. Sesenta minutos no podían convertirse en una eternidad, tan sólo eran eso: 3600 segundos.
Las manillas del reloj pasaban pausadas, sin apresurar demasiado su monótona cadencia; como si haber regresado a la misma posición de hacía cincuenta y nueve minutos no le supusiera un lastre en el camino cuesta arriba en aquella negrura, donde el otoño se hacía adulto.
Una hora más...
Quizás el tiempo quería proponer algo. Puede que intentara variar lo cotidiano. Incluso darte una lección, o que recuperaras aquello que debías haber realizado regalándote pasos de más -aunque ya estuviesen previstos-, pero casi seguro que no pensabas que fueran destinados a ti.
A pesar de no querer entenderse, en la paz y soledad que sólo puede ofrecer el cielo enlutado, la historia se reiteraba de nuevo. A las tres de la madrugada, el mundo se revolvió entre las sábanas del sosiego, y el pasado regresó por un momento, queriendo dar la opción de retomar -tras doce movimientos bajo el cristal de la esfera del reloj- cualquier cosa que atrás hubiera quedado, ya sea pendiente o fraguándose en la imaginación.
Sin embargo, ¡ay! Que el tiempo sabe de destinos, de pasados y del momento vívido, pero no conoce al ser humano; que en el instante que quiso otorgar de nuevo la ocasión -para redimir o castigar a modo de repetición- casi todos dormían, sin caer en esa tentación de recuperar lo que el tiempo quiso regalar.
Un texto muy original, como para releerlo en el tiempo regalado :)
ResponderEliminarSaludos!
Gracias Julia por el comentario.
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