jueves, 29 de enero de 2015

Reflexiones para una noche

Llegan estas horas, preparas la última liturgia antes que la negrura se haga tan intensa, tan inmensa, que no sabrás si solo duermes o has dejado de vivir. ¿Quién sabe?

Antes de que los párpados cubran con su sábana de piel la luz que nos hace ver la vida, recostado sobre la cama, en el silencio que solo la noche regala -y que, a veces, no sabemos apreciar en su justa medida-, nuestra insaciable necesidad de seguir en el mundo nos condena a permanecer atados al día que ya murió, y a ese poco le importa el bien o el daño que trajo, tan solo pasó sobre nosotros; primero silente, sin prisa en ser descubierto entre el frío de la madrugada, y con el primer rayo de sol ya nos aturdía, sacándonos del único sitio donde estamos protegidos: nuestros sueños.



En tu mente resuenan momentos de esa jornada que ha quedado nada más que para el recuerdo, reflejada con la frialdad de unos números en alguna agenda, en algún papel escolar, en cualquier anotación que deba ser clasificada. Quedará oculta entre los miles de segundos que le precederán.

Apoyada tu cabeza sobre el reposo de la almohada, aún pretenderás darle vueltas a lo que no hiciste, a lo que te faltó o sobró, a quién dejaste de ver porque no te apetecía, o a quién le volviste a dar la mano o a arroparlo en un abrazo. 

Te morderás el labio inferior y entornarás los ojos mientras te dices lo estúpido que fuiste ante el momento en el que debieras haber sido fuerte, capaz, y haber resuelto las cosas de otra forma. En ese momento algo te golpea en la tranquilidad de esas horas intempestivas, y parece que te despierta, que te deja sin respirar... Al final recapacitas y te rindes a lo que ya no se puede cambiar.

¿Y ahora? 

La realidad es que una fuerza invisible logra que, por fin, las persianas que cubren tus iris comiencen a ceder. Caen despacio, pero a plomo. Luchas en un intento hercúleo por demostrar que todo lo puedes, pero no es así.

Tu conciencia, la que te ha mantenido despierto en combate con tu propio ser está siendo vencida. Poco importa ya qué hayas llevado a cabo, qué maldad o qué beneficio reportases al mundo para que, algún día, el Universo te lo demande o te lo premie. Unos dedos imperceptibles a la vista, pero no al tacto, se empeñan en que ya es la hora y te cierran las cortinas para que dejes de ver por las ventanas a la que cada día te asomas al mundo.



Pesan los ojos y pesan las acciones; puede que no todas, pero de cualquier manera unas son más cargas que otras. ¡Malditos remordimientos!

El telón se cierra y la función termina. El actor se esconde tras las oscuras bambalinas del teatro en el que hemos representando nuestra función diaria. No hay aplausos, ni palabra alguna cruza nuestros oídos. Tan solo silencio. El ensordecedor grito de la noche, ese al que tanto tememos, la mudez de las impresiones, de las voces, nos embriaga con su licor de nada.



Acostados en nuestra cama, somos solo nosotros, y estamos en grave peligro de dejarnos atormentar por nuestra voz interior, esa que nos juzga y nos condena; la misma que tan pocos golpecitos en la espalda hace que nos demos.


¡Shhhhh! ¿No oyes? Aparta esa arpía que te lacera implacable y escucha el sonido del vacío. Puedes usarlo como quieras. Hazle caso. Enlaza tus pestañas y déjate llevar por esa impresionante sensación de paz que tienes a tu alcance pero no logras vislumbrar.

Es de noche. No pienses, no te atormentes, no hagas planes, no elucubres sobre el mañana, aquella es otra obra por interpretar. Aparca los miedos ante el futuro, despégate de los que ya conoces. Este es tu momento, tuyo y de nadie más: suéñalo.



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