sábado, 27 de junio de 2015

Memorias de aquella Isla: De Juan y Juana y la llegada del verano

Recuerdo de pequeño, llegada la fecha del solsticio de verano (que es cool decirlo así), cuando el veinticuatro de junio era fiesta en mi casa. El santoral -qué quieren que les diga, yo no soy cool-, marcaba ese día como especial en mi familia.

En mi barrio, las felicitaciones eran constantes oírse a tantos juanes y juanas como aquella gran familia que se era tuviesen.

Hubo un tiempo -no hace tanto de ello, veintitantos años nada más-, donde la hermandad del Ecce Homo organizaba una verbena popular en el patio terrizo posterior de la parroquia, aprovechando la coincidencia nominal del joven apóstol al que rendían culto, con el del decapitado bautista de Jesús.

Tomo como referencia este hecho, sin mayor relevancia, para trasladarme a esas fechas donde todo era un punto y aparte.

Para nosotros -cuando el prime time televisivo lo ocupaban programas tales como El precio justo  o el Un, dos, tres- los que hoy somos más o menos cuarentones, la proximidad de la festividad de San Juan Bautista era el punto y final para el curso en el colegio. El llamado día más largo del año se aprovechaba como si tras éste viniese el apocalípsis y no fuese haber más verano.
 
 

Se iniciaba la liberación del yugo de los libros de texto (peso, que no era poco, que debíamos llevar sobre nuestros hombros), horarios impuestos, exámenes y castigos por haber sido apuntados en la pizarra de la clase, por el alumno puesto para ello a dedo, por el profesor (astuto maniqueo que lograba que estos anotadores fuesen, a posteriori, linchados a cosquis). A partir de esa jornada, nuestra única obligación consistía en actuar con la libertad de ser lo que éramos: Niños.
 
 
 

En toda la ciudad, en muchos barrios, no se pasaba por alto cumplir la tradición de nuestros ancestros, coincidiendo con aquella noche tan especial, de quemar aquello que representaba el pasado, lo malo, lo que debía marcharse, convirtiéndolo en cenizas que el viento desperdigara.

El hacer popular, que es muy sabio, supo recoger esta antigua enseñanza de evasión psicológica de romper con lo que nos aturdía en cuerpo y espíritu; y en esta tierra, donde el ingenio es un don natural, en la que hasta la invasión gabacha nos hizo crear nuevos platos gastronómicos adaptados por la necesidad (como la tortilla de patatas), nos quedamos con la copla, y como aquello ya citado del solsticio de verano nos resultaba muy repipi, le dimos nombre propio: En La Isla, era el día de Juan y Juana.

¡Tal cuál! ¡Sin discrepancias sexistas! Así constaba para todos. Y en la memoria local, salida de no sé dónde -ni tan siquiera qué sentido tenía en realidad-, conocíamos aquella estrofa que decía:

        Juan y Juana se casan mañana/ con una gitana/
 que tiene las tetas como unas campanas.

Aunque tengo una versión más coherente, donde la calé de tan sonantes mamas era la tal Juana. En fin...

Era como una especie de letrilla sortilégica que, sobre todo los púberes, entonábamos a modo de rito, o tan solo porque mentar las gracias femeninas generaba aquella risita tonta. Qué felices éramos...

Como aquella verbena pastoreña que decía, raro era el barrio que no organizaba su particular versión (casi inquisitorial) de llevar a la pira a esos personajes hechos de trapos, que representaban nuestros propios demonios, mientras creíamos verlos gritar en el crepitar de las llamas, que era alimentada de muebles, cajas, y otros objetos inservibles de fácil prender.
 
 

De todos los lugares, sin duda, La Meca era el barrio que es balcón de La Isla a la bahía gaditana, y que tanto he nombrado en estas Memorias: La Casería.

Por entonces, los vecinos convertían sus calles, sus casapuertas o sus patios en escaparates del buen humor, y aquello -salvando las comparaciones- era como contemplar los ninots de las Fallas valencianas, pero en versión cañailla. Esta costumbre no era exclusiva del sitio, sino que se extendía a otras zonas de la localidad, pero en aquél enclave adquiría cierta magia y era inevitable su visita para hacer buena la costumbre.

Las calles aledañas de la plaza de san Juan (como no podía llamarse de otra forma), hasta el mismo camino hacia la playa, era una peregrinación contínua de curioso y expectante público que esperaba ver como, aquella noche, en el terraplén rapado y libre de vinagrillos, maleza variopinta y cambalache de basuras variadas que de forma habitual contenía, los más avezados saltaban entre el incendiario monumento a la motivación por destruir lo que creíamos nos había dañado. Todo ello, acompañado de alguna barra donde aliviar gargantas, estómagos y, algunos, otras penas para olvidar.

La fiesta de los caseros era el preludio de lo que quedaba por venir en julio.

Tras la traca de fuegos artificiales, alguno completaba el ensalmo bajo las aguas aquietadas, dando más de un susto a chocos, lisas y mojarras, que dudo esperasen invasión alguna a tales horas en la tranquilidad de su salino hogar.
 
 

En tanto, la mayoría enfilaba el Camino de la Cruz  (http://latardetranquila.blogspot.com/2015/06/memorias-de-aquella-isla-la-leyenda-del.html)  para dispersarse tras el nostálgico paisaje de chumberas y araucarias; aunque, a esas horas, no era melancolía lo que se palpaba, sino la sensación de qué lejos se estaba, desde allí, de cualquier sitio.

La noche se apaciguaba y, tras los pasos de los que regresaban limpios de males, el ladrar lejano de algún perro, el sonido del motor de una Campera imposible de señalar su rumbo, la tediosa cadencia del canto de los grillos y, en la lejanía, la banda sonora de alguna película traída por los vientos marineros desde el mismo manchón de Madariaga.

Había empezado, de forma oficial para nosotros, aquel maravilloso verano.


Hoy se ha hecho feria de aquella velada junto al fuego y al mar, y ha quedado para el recuerdo su sencillez, pero no su espíritu, gracias a Dios... Y a sus vecinos.
 
 
 

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