domingo, 9 de noviembre de 2014

El lector ciego






Leía. Pasaba con fruición las páginas del libro, devorándolas como si fuesen el más exquisito manjar que jamás hubiese probado. Disfrutaba con sus dedos del tacto rugoso de cada hoja. El sonido seco al pasarlas deleitaba sus oídos. Era una composición de la que gozaba en la calma de su sillón, mientras en una mesilla cercana se disponía en una taza un humeante y negro reconstituyente mañanero, despintado con una breve hilada de leche.


Aquella lectura le apasionaba. Cada palabra era absorbida con el mismo placer que el líquido adorado que yacía en la porcelana sobre la escueta mesa. Sus ojos seguían el mandato de las líneas, su mente obedecía sin titubeos cada punto, cada coma, cada signo de exclamación o interrogación, conformando un edificio de ideas: letras que se hacen ladrillos.

En su cabeza las ideas eran colocadas según las conveniencias del lector. El golpear de un reloj, que recordaba cómo pasa el tiempo, acompañaba a la intensidad de ese delicioso instante donde obra y lector eran uno. El momento se dibujaba como una de esas escenas idílicas capaz de fundir la paz en cada rincón de la estancia.


"Ya está" -resolvió. Se levantó del asiento y se desperezó arqueándose hacia atrás, levantando ambos brazos. El ejemplar, que aún aguantaba con una mano, lo dejó sobre el mismo sillón. Cogió el mando de la televisión y la encendió. En el sosiego de aquella casa entraron estentóreas voces que discrepaban y vociferaban, más que argumentaban, sobre algún tema político. Pretendían convencer acerca de lo conveniente de las encontradas posturas; de lo buenos que eran unos y lo horribles que podían llegar a ser quienes rebatían las propuestas.

Vidriosas, las verdes pupilas que asomaban tras el cristalino enfocaban con interés aquella pelea de la furiosa jauría, que se despedazaban entre frases que sangraban, buscando matar más que herir. 

La quietud del ahora televidente se tambaleaba en pos de un desasosiego inducido por aquella estampa grotesca de sordos gritándose entre sí. En su interior, el debate; se encontró consigo mismo, con ese otro ser manejado por las estridentes consignas ondeadas desde ese estrado hipnotizante de treinta y dos pulgadas. La indignación crecía en él mientras los disertadores buitreaban sobre un cadáver en forma de país. Hartazgo. Enfado. Ira. Rencor... 

Sorbió con premura el café y se quedó sentado de nuevo en su poltrona, asiendo el libro y apartándolo, sin darle la menor importancia de dónde lo dejaba en tanto miraba absorto aquél gallinero enclaustrado tras una pantalla.

Abierto por la página ciento veintidós de forma casual, aquella edición en tapa dura seguía contando su historia en silencio: 

"... Triste de ti" -conminó el inspector, atrapando la atención del chico. 

Ese es el mayor pecado de la sociedad de hoy, aprendiendo de los que adolecen de coherencia y basan sus razones en gritar lo que se quiere oír -Sentenció.

El joven hizo un gesto indolente y se marchó dando un portazo".


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