¿Recordáis cuando de niños pedíamos algo con mucha fuerza? ¡Un deseo! Y, en algún momento, ese anhelado premio llegaba. O conseguíamos algo similar que, a fin de cuentas, hacía efectiva esa petición hecha con tanto ímpetu.
Unos lo llaman fe, otros magia, muchos casualidad. Yo lo llamo inocencia.
Inocencia es un término que apela a la ingenuidad, a lo puro. Y así es. Pero también es una carta de libertad. Nos libera de cadenas que se nos van imponiendo conforme vamos ganando en años y dejamos esa virtud en exclusividad para los más pequeños. Por tanto, una vez la inocencia la perdemos de vista nos queda el yugo.
"Mamá, quiero ese coche teledirigido. ¿Me lo compras?" -la respuesta de la madre no se hizo esperar. "No lo sé. No está la economía para gastos así".
La cara del niño se sombreó. La luz de la sonrisa que iluminaba su cara se eclipsó ante la contestación. No era inesperada, pero cabía en él ese halo de esperanza de una afirmación por sorpresa.
El pequeño, apesadumbrado, soltó la mano de su progenitora y se echó sobre el cristal del escaparate de la juguetería, sus ojos parecían un gran espejo donde se reflejaba aquél pequeño y adorado vehículo rojo con unas líneas doradas que parecían acariciar su figura deportiva.
De regreso a su casa el niño iba pensando en aquél inalcanzable sueño. ¿Cómo conseguir aquello que se estima imposible?
De repente, como si alguien le hubiese dado la idea, se acordó de su abuela paterna. Ella siempre decía que cualquier cosa que se quisiera sólo había que pedírselo a Dios, aunque se tuviera por perdido.
En su familia la religiosidad era relativa Sin embargo, su padre acudía cada tarde a una parroquia cercana a su hogar. Otras veces fue con él. No se quedaba a la celebración de la misa, tan sólo se sentaba en uno de los bancos y callaba. Así durante un rato. A pesar de todo, tampoco sabía muy bien qué tenía que hacer ni decir.
Ese día, tras merendar, cuando vió que su padre iba a cumplir con su ritual diario le pidió que lo llevase. Con aire satisfecho le puso un abrigo, pues refrescaba, y se decidieron a salir. El hombre sonreía bajo su llamativo mostachón ante lo inusual de aquella circunstancia.
Durante el trayecto, mientras conversaban de cosas frugales, el pequeño le preguntó: "¿Papá? Vas a la iglesia para pedirle cosas a Dios?" La mirada del padre demostraba sorpresa ante la pregunta. Con gesto condescendiente se dispuso a responder.
"Así es. Voy a pedirle cosas. Aunque, a veces, parece que no me escucha. Es normal... Somos muchas personas las que lo necesitamos y... Bueno... Tarda más de lo que desearíamos en responder" -el niño quedó dubitativo. La respuesta le desconsoló, pero no le hizo cambiar de idea.
Entraron en el sagrado recinto que rezumaba un olor tal que calmaría a cualquier espíritu en desasosiego.
Se encaminaron hacia una de las naves laterales y buscaron un asiento. Ambos se miraron; el joven imitó, uno a uno, los gestos de su padre. Tras unos minutos en silencio salieron del templo y pasearon con tranquilidad hasta su casa. Durante el camino, el padre conminó al hijo a que le comentara porqué había querido acudir con él a rezar.
"Quería decirle a Dios que quiero que me regaléis un coche que vi en una tienda" -una mirada de nostalgia inundó el rostro del oyente.
A los pocos días, el padre entró por las puertas de su casa con una caja envuelta en papel de regalo. El pequeño salió de su habitación con toda la rapidez que sus pequeñas piernas le permitían al oir vocear su nombre. En la entrada, las sonrisas eran la única conversación posible. Unas amorosas lágrimas se derramaban de los ojos emocionados del hombre, que era agarrado de la cintura por su mujer.
El niño se encaminó de nuevo a su dormitorio, pero se detuvo: "Papá. ¿Conseguiste que Dios te oyera?" -una afirmación con la cabeza fue la respuesta.
El jovencito le hizo una simpática mueca y volvió a retomar su destino. Mientras se alejaba, la mujer le instó a que le contara qué iba a rogar tanto a la iglesia. El marido la miró y le dijo: "Verlo. Que me demostrase que es real, que no es un invento; y hace unos días se me apareció, junto a nuestro hijo".
Inocencia. Solo la pureza de nuestras intenciones.
Perdemos la certeza de lo que deseamos. Manipulamos inconscientes nuestra íntima fe, aquella que siendo niños reservábamos inmaculada, porque no se trataba de creer en dogmas, sino sólo practicar con confianza lo que en nuestras mentes infantiles -limpias- era posible obtener sólo deseándolo con ganas.
Crecimos y nos hicimos mentecatos, obtusos, normatizados, aleccionados... En el camino dejamos al niño, y las esperanzas empezaron a depender de otras prioridades. La fe ciega, la magia... Eso que en alguna ocasión hallamos pero no valoramos, pasa a formar parte de algo que ya no somos, vencidos por la certeza incierta de que sólo existe lo que palpamos.
Puede ser... Quizás no sea falso que todo ocurre por casualidad, hasta que algo nos toca el alma -eso que no sabemos qué es y lo convertimos en mera retórica-, y nos reencontramos con ese niño que se quedó atrás y se crea la disyuntiva: ¿Soy ese niño o no?
La diferencia entre la magia, la fe, como queramos llamarlo, de cuando éramos crédulos imberbes a hoy es que, entonces, creíamos de corazón, sin plantearte la banalidad de las cosas. Hoy, nos planteamos si creer en algo o, simplemente, ya ni eso.
Inocencia es la virtud de creer en aquello que parece imposible.
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