domingo, 11 de mayo de 2014

El amor se equivocó (XI)

Eran más de las nueve de la noche -empezó a rememorar Ana-. Hacía frío y, tras llegar de una dura jornada en los estudios, donde sólo se quedaba cuando había reunión con algún cliente o tenía que entregar algún proyecto a la directiva para su aprobación, encendió la calefacción, el suelo enmoquetado y el suave color de las paredes hacía el resto.

Se dirigió a su habitación. Era espaciosa y coqueta, decorada con apenas tres cuadros situados de forma estratégica cerca de ventanas y algún foco de luz artificial, buscaban realzar las pinturas en sí que mostraban escenas naturales. Su favorito estaba frente a su cama. En la imagen, un riachuelo que cruzaba un paraje floreado de rojos y azules con un fondo de anaranjado ocaso.

Se descalzó gustosa. Sus pies se fundían en aquél suelo suave y cálido y aquello le hacía sentir bien.  Dirigió unos breves pasos hacia un equipo de música de escaso tamaño que estaba situado en  un mueble donde guardaba la propia esencia femenina en íntimas prendas. 
Pulsó "play" y unos acordes sinuosos aprisionaron la estancia.

Las notas graves e insinuantes de un saxofón recorrieron cada centímetro de su piel hasta hacerla erguir. Su cuerpo seguía aquél ritmo hipnótico, como si de una droga que la anulara se tratase.

Mientras esa música la convertía en cautiva de las sensaciones buscó, sin descompasar su ritmo, el soporte vacío de aquél CD que la embelesaba. Entre el equipo de música y un pequeño joyero sobresalía. "Romantic sexophone mix", indicaba la portada. Lo giró y detrás aparecían todas las piezas de ese compacto. "I believe", era el título de aquella primera composición.

Con los ojos entornados, giraba suavemente, tal y como le marcaba sinuoso el ritmo, sus manos comenzaron a acariciar su propio cuerpo y la fueron despojando de su ropa. Tranquila, contoneándose, se desabrochaba los botones de la blusa que llevaba.

 Uno... Dos... Tres... Cuatro... Cinco... Y dejó deslizar desde los hombros por sus brazos aquella camisa beige. Sin prisas. Seguido, con un click, se liberó del yugo de aquellos pantalones que estrangulaban su cintura, pero que la moda imponía. Casi sin moverse del sitio, como encarcelada en un círculo invisible, se deshizo de la vestimenta. Sus caderas hacían que el cuerpo se moviera serpenteante. Estaba totalmente sometida al sonido que la trastornaba de aquella forma.

Semidesnuda en aquél cuarto, sabiéndose escondida de cualquier mirada aviesa, no había límites para su imaginación. Sus dedos jugaban sin pudor, tocando la tersa piel de sus piernas en un baile pérfido donde la lascivia aparecía como invitada. 

No entendía nada, pero no le importaba. Se dejaba llevar tras un día de tensiones y, quizás, necesitase aliviarlas -¿por qué no?- de aquella manera. 

Ante ella, la puerta del cuarto de baño abierta descubría el espejo en la mampara de su ducha. Sin encender su luz la chica se fijaba, entre los claroscuros que entre ambas estancias surgían, en la voluptuosidad de su cuerpo. No podía dejar de disfrutarse ante aquella imagen de intencionalidad perversa. Su cabello de color arenizo se revolvía ante su rostro complacido. Se mordía el labio inferior al sentir que sus dedos penetraron más allá de las fronteras fijadas por la escasa contención de los filos sedosos que cubrían el paraíso de su éxtasis.

Sumida en aquella vorágine del pecado más venial, mientras el credo de la primera composición finalizaba, oyó cómo sonaba el teléfono. No dudaba en qué mantenerse ocupada,  sin embargo la insistencia de aquél aparato desvió su atención. Aún con el cuerpo temblando por la impetuosidad del momento, se acercó a su mesa de noche asió el auricular y lo dispuso en su oído.

- "¿Sí?"- pregunto algo agitada y tragando saliva mientras notaba sequedad en su boca.

Al otro lado, una voz determinante.

- "Ani, ¿estás bien? Parece como si te hubieras estado peleando con alguien-

Enseguida reconoció la voz de Sandra. Sonrió maliciosamente mientras evocaba lo que, momentos antes, disfrutaba. Fugazmente recordó que habían quedado en su casa. Tenía que entregarle a Sandra un paquete importante para que su empresa se hiciera cargo de la entrega.

- "Estoy a cinco minutos de tu casa"- refirió Sandra.

Tras despedirse por teléfono, resolvió ponerse una bata que tenía tras la puerta de su habitación y cambió el CD que la había trastornado de tal manera por otro. Mientras buscaba, una mirada pícara se adivinó en sus ojos: Concierto para flauta y arpa k299. W. A. Mozart.

Sonó el timbre de su piso. Al abrirla, se encontró con la siempre juvenil sonrisa de su amiga. 

Sin duda, seguía recordando Ana, todo fue un cúmulo de circunstancias propicias: su agotamiento, la necesidad de evadirse, la embriaguez incontrolada por aquella música y el terrible deseo de no dejar de disfrutar ese instante y, por último, Sandra... La visita inesperada por la que sentía especial devoción y que esa noche llamó a su puerta.


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