domingo, 11 de mayo de 2014

A pesar de todo... (A La Isla)

Yo adoro mi ciudad. Habrán otras con más historia, más estética, más nombre, más habitantes, más de todo... Pero yo a la que quiero es a la mía: San Fernando.

Cuando viajo desde Sevilla, entro por el puente Carranza, llego a La Isla y aparco en mi barrio, la sensación debe equipararse a cuando cojen un esqueje y lo transplantan a su tierra desde una pequeña maceta, extraña y oscura. 

Visito lugares, reconozco gente que los años han ajado o han hecho madurar, descubro que aún existen negocios de siempre con sus puertas abiertas y otros que cerraron porque la crisis o los años hicieron profunda mella en ellos. Saludo a amigos y conocidos. Se sorprenden quienes me reconocen tras la barba y otros al verme, quizás, les inunde un vago recuerdo de un antiguo vecino, compañero, tertuliano de miles de encuentros cofrades en "Rodeo" o "El Agüaero"... 

Regresar a mis raíces es en el noventa y nueve por ciento de las veces motivo de satisfacción. Sin embargo, no es menos cierto que me confunde mi ciudad. Un lugar que va a remolque de otras localidades que, con menos transcendencia social en otros tiempos, logran sacarle palmos y palmos de distancia a esta Isla mía que agoniza entre llagas.

Nada se termina. Todo se promete. Mucho se estima y demasiado se espera.

Una población donde cualquier proyecto o tarda años, o no termina por realizarse. 

Es la eterna ciudad adormecida por los cantos de sirenas.

Su clase política nunca estuvo a la altura de la relevancia que la Casa consistorial -donde ejercían sus funciones- tiene, sólo, como monumento. Mucho manjar para tan escaso paladar. 

Hoy, San Fernando, desde el punto de vista del visitante no foráneo (como es mi caso), es un sitio impreciso. Muchos detalles inacabados que impresiona falta de personalidad en un pueblo que, sin dudarlo, la tiene. 

La confianza en instituciones externas por el islote de Sancti Petri, donde la lucha se fijó en ofrecer al isleño la visión geográfica -al igual que hizo Chiclana- y, a pesar de todo, aunque se constató la pertenencia de aquella fortaleza a la demarcación de San Fernando, aún no se le ha sabido sacar rentabilidad, cuanto menos turística. Sin embargo, el nombre del mítico castillo se relaciona, sin duda, más con la vecina localidad que con la nuestra. Aparte de la gran promoción que a niveles de ocio aporta en sí misma.

Y hablo de Sancti Petri por ponerle nombre a la desidia que, desde hace mucho, anida en los responsables políticos y sociales de La Isla. Podría apellidarse también Lazaga, Cruz Roja, Torre Alta... Que viajan en un tranvía llamado deseo que no termina de llegar. Podría también denominarse Real o quizás Casería.

En nuestra tierra esa dejadez tiene muchos nombres. Muchos ciudadanos se quejan del estado de su arteria principal, despotrican sobre aquello que no ven solventarse y lo contemplan en una rueda vacía que va sin rumbo, cuesta abajo y con un destino dudoso.

Gracias a Dios, convirtieron el corral de Comedias en un Real Teatro, pero falló el enfoque por el que se pretendía convertirnos en un referente constitucional. De nuevo quieren reactivar La Isla de Camarón (22 años después de su muerte) tras ingentes intentos de hacer un punto indispensable a visitar su Ruta, aquello como que no acaba de coger velocidad.

Una oficina de información donde pregunte más el isleño que el turista...  Eso da que pensar: "¡Qué perdido está el de aquí!".

Y así un museo naval, un panteón de marinos ilustres, un observatorio, una puertatierra, una iglesia carraqueña, un tesoro natural, escritores, científicos, militares destacados -pensaba en el general Lobo, por ejemplo-, unos yacimientos arqueológicos, un balcón en el Cerro de los Mártires, una gran playa... Todo casi desconocido.

Somos número uno en desempleo. Y sólo nos salvan tres fechas concretas de un calendario perpetuo.

Mi ciudad, lo dije, me confunde. Yo no voy echándola por tierra, ni zancadilleándola. No cuento sus penas, sino que ensalzo sus virtudes: su clima, su gastronomía, el gusto que me supone pasear por sus calles... Pero me confunde. 

Me sorprende que la demagogia política mindundi se cebe con la ciudad. No sirve de nada hacerse fotos, ni el interesado por las necesidades del pueblo. Palabras hijas del viento. 

No pongo colores, expongo una decepción. 

Qué me acuerdo, sentado con mi tata, viendo  "Bienvenido, Mr. Marshall". Cómo nos parecemos a esos pobres pueblerinos. Y los americanos... ¿A quienes me recordarán?

En fin. Siempre será placentero volver a mis orígenes y comprobar que allí está mi iglesia de La Pastora con mis devociones  en un altar de piedra ostionera; que aún me saluda efusivo Jesús, el de "El Pescaíto"; que puedo seguir comprando bollos de crema por treinta céntimos en La Nueva Victoria. Saber que mis padres siguen paseando juntos acera arriba, acera abajo de la calle Real. ¿¡Qué más!?

Por eso vuelvo a mi Isla. Por eso no reniego de ayudarla desde mi opinión. Sin insultos, pero con la rabia de quien ve un pueblo descontento, utilizado un millón de veces y otras tantas engañado.

¿Quién me niega el derecho al pataleo?

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