Sandra caminaba decidida, pero sin prisas. El final de aquella larga calle, que empezaba a llenarse de deportistas aficionados, ya se adivinaba. Desde donde se encontraba ya no había rastro de la cafetería y a lo lejos, mirando hacia el frente, una cola se fijaba ante una llamativa cancela negra: El parque.
La Alameda de las Cruces -llamada así por haber sido un antíguo cementerio en los años de la Gripe Española de 1918- era un lugar realmente bucólico, aunque sin nada que recordase su tétrico y triste pasado. Entre sus arco iris florales, bancadas que recordaban aquellas estampas antiguas de amas de crías y soldados rondadores; un alumbrado que se acomodaba a la visión romántica del XIX. Caminos empedrados que conformaban un laberinto de pasillos encontrados. Su fauna, toda clase de aves: desde los comunes gorriones, hasta algúna raza exótica traída por capricho y dejada en libertad por desidia.
Estanques, fuentes, puentes sobre recreados riachuelos con coloridos peces japoneses, marquesinas que cubrían merenderos sin temor a un imprevisto, niños siendo felices con balones y entre carreras, colinas que descubrían una ciudad distinta desde una atalaya coronada por los últimos destellos dorados del día.
Un edén en medio de un desierto de cementos.
Sandra dejó el paso decidido por aquél otro de hacía ya varios minutos. Cedió el ritmo por otro corto, sin brío y nervioso. Eran la emoción ante el encuentro.
Ante ella, la entrada que oteaba antes con lejanía se hacía inmensa. Dos grandes rejas enlutadas, con diversos adornos florales entre sus barrotes, daban entrada y salida al recinto. Desde el exterior se descubría un gran pedestal en piedra encalado, con una soberbia cruz que mandaba en la bienvenida y despedida, recuerdo de los que allí fueron enterrados por aquella epidemia que asoló a todo el país.
Pisó el enladrillado de aquella entrada parqueña y se dispuso a acudir, al fin, a esa cita a la que no sabía si, en realidad, quería haberse presentado. Pasó cerca del estanque de los Amantes; un sitio con un minúsculo edificio en mitad del lago, donde la leyenda local hablaba de una pedida en matrimonio y una negativa de parte de la requerida lo que ocasionó, tras la marcha del lugar de ella, que el desconsolado hombre se suicidase ante aquellas aguas con un disparo en la sien.
- "El tremendismo patrio"- dijo para dentro.
Si la historia era verdadera o sólo un reclamo más para atraer visitantes a aquél vergel, no importaba mucho a Sandra. Pero tenía claro que era efectista y, sin duda, el entorno, propio de una novela pastoril le imprimía fuerza.
En fin, una triste historia que daba al lugar otro punto más de melancolica visión.
Al dejar aquella zona recordó a Santiago. En su corazón un presentimiento desolador le conmovió. Sabía que él no sería capaz de repetir aquella historia, pero...
Un escalofrío azotó su cuerpo, como si no creyese en aquello de lo que estaba tan segura. Ese chico era totalmente dependiente de ella y, aunque la situación ahora suponía una ruptura, conocía a la perfección la reacción de él. No cejaría en su empeño de recuperar o, cuanto menos, de intentar convencer a fuerza de proposiciones de ser, cuanto menos, un muñeco en sus manos.
En ese momento, una vibración en su bolso primero, después una musiquilla breve. Tan solo unos compases del Concierto para flauta y arpa K-299 que tenía como melodía para llamadas.
Sacó de nuevo su teléfono móvil para leer la pantalla y volvió a sonar, justo en ese momento. Miró la hora que aparecía iluminada: las seis y diez.
- "¡Son casi y cuarto! ¡Mierda!"- la muchacha miró a su alrededor con un tono rojizo en su tez, fijándose que un grupo de chicos que pasaban cerca oyeron el improperio y su gesto infantil al decirlo, lo que ocasionó algunas risas entre ellos.
La melodía seguía insistente, y en la interfaz de su aparato un nombre inesperado.
(Continuará)
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