–¡Fondo!
La última maniobra del cargador cansado.
La voz para mí del eterno patero del paso de María Santísima de la Soledad se dejaba oír entre los aplausos, fruto de la emotividad del momento. La última orden del capataz reverberaba bajo las escuetas andas de la dolorosa más mimada de La Isla; la que, pasitos cortos y a las bandas, camina tras el fúnebre cortejo de un Cristo yacente.
Sudores de fe abrazados al madero con la cuerda firme de una devoción. Mientras, el revuelo entre lo triste y lo satisfecho viste los muros de la iglesia de cuerpos cansados que se apoyan en ellos buscando alivio; las miradas se pierden entre recuerdos de un Domingo de Ramos a la Madrugá, y se piensa que qué poco dura a veces una semana.
Mientras eso ocurre como parte de la tradición de la madrugada del Sábado Santo, bajo la cruz de ese Calvario que pisa la Señora soleana, una tenue luz amarillenta alumbra aquella brevedad y se adivinan rostros doloridos, palabras quejumbrosas, sonrisas que contradicen esos mismos lamentos en tanto la estancia santa se aligera de las emociones de aquel día, y los pies tumefactos llevan cuerpos –más muertos que vivos- hasta donde el aire se hace bálsamo y llena los pulmones de frescor tras haber padecido el viciado hálito del antifaz penitente.
El lugar también respira. Entre perfumes a nardos y olores al peso de la madera aún cercan el paso los cargadores –sus cargadores- de la Soledad. Unos estiran sus músculos tensados por el esfuerzo, otros departen sobre el terreno, algunos solo contemplaban la escena de la Madre dolorosa que sus hombros mecieron. Dentro del paso aún queda uno de ellos.
Sin prisas, sin nervios por salir de entre aquellas viejas entrañas, en la penumbra de la triste luminaria de aquel armazón, un hombre que se resiste a abandonar su sitio bajo los palos. Con litúrgica parsimonia desanuda el laberinto del cordel que hace trabajar a su almohada. Un nudo, dos nudos, tres... Una vuelta más. Y con cada nudo que deshace recuerda aquellos otros que enlazaba cuando empezaba a tomarle el pulso a la maera.
El sudor de su esfuerzo se hacía lágrima; sabía que esa ofrenda –magulladura en su cuello- no la volvería a realizar.
Cuatro nudos, cinco nudos, seis... Y la última trenzada se desliza entre sus dedos y deja que la prenda de su último martirio, su "almohá", caiga en sus manos. Dura, repujada en cada extremo por el cincel de aquellas cuerdas; aquella herramienta de tortura consentida, querida, anhelada, se convertía en la cruz misma que Jesús abrazó antes de terminar su obra entre fariseos que le alabaron y después escupieron, entre discípulos que llegaron a negarle, entre quienes le tenían el aprecio de quien ayudó.
Con la mirada absorta en las antiestéticas interioridades de aquél altar hecho para ser llevado, una voz le reclama..:
–¿Todo bien?
Él asiente y se incorpora. Un último vistazo sobre aquellos maderos ya desnudos. Alguien levanta el arropo que guardaba su anonimato a cara descubierta, y le tiende la mano. Sorteando la zambrana, su mente le traiciona y le hace rememorar una frase que no volverá a repetir: <<¡Hasta el año que viene, señores!>>. Y una tromba de recuerdos lo desborda.
Aquella última trepá, sintiendo el brazo del compañero agarrando su cintura, animándole con su voz.
–¡Cortito y a las bandas! ¡Acunándola!
Una marcha, Madre mía, mientras empujaba al resto con su corazón en la garganta subiendo las rampas de la Iglesia Mayor. En su retina, la imagen de las caídas moviéndose al compás de aquella nana para la recogía. En su corazón una herida, en su alma una almohada eterna que nunca desatará. En su boca seca la última orden:
–¡Fondo!
(Imágenes de Islapasión)
https://m.youtube.com/watch?v=RD1JP_vywb8
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